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Democracia y “giro afectivo”

Manuel Arias Maldonado ofrece un magnífico análisis sobre cómo un mayor conocimiento del ser humano puede influenciar algunas de nuestras clásicas percepciones políticas

Vídeo de la ultraderechista francesa Marine Le Pen en un mitin.
Vídeo de la ultraderechista francesa Marine Le Pen en un mitin.j. sessini (magnum / contacto)

El “giro afectivo” ha llegado a la reflexión política. Antes, y casi siempre por influencia de las neurociencias, había sacudido a los estudios psicológicos, e incluso económicos. Nadie puede prescindir ya de análisis a lo Kahneman o dejar de hablar de inteligencia emocional. Nos faltaba su adecuada traslación a la teoría política. Y a este respecto este libro nos ofrece un magnífico estado de la cuestión. Su joven autor, uno de nuestros más fecundos polígrafos, llevaba ya tiempo enredado en estos temas, pero ha sido el triunfo del populismo, el advenimiento de la sociedad posfactual y el estallido de la influencia de las redes sociales lo que le ha conducido a ocuparse más sistemáticamente de ese “lado oscuro” de la realidad democrática.

No en vano, a pesar de la insistencia de Nussbaum y el feminismo en sacar a la luz ese continente semisumergido de lo afectivo, lo dominante en la ciencia política contemporánea era lo contrario, el tratar de reducir todo comportamiento político a los formalismos de la teoría de la decisión racional. Pero el autor es bien consciente de que ahora no se trata ya de mantener las rígidas distinciones entre pensar y sentir o razón y emoción, o de propugnar la máxima platónica del gobierno de la razón sobre las pasiones. Hoy sabemos de sobra que esa diferencia fundamental con la que operábamos ha dado paso a la postre a una distinta evaluación del problema de la cognición y sus límites. La manera en la que una u otra cualidad se entrecruzan son complejas, variadas y multiformes.

Estamos en la era en la que la “realidad sentida” comienza a reemplazar a la realidad factual

Si hay un escenario donde esto se hace evidente es en la actual política democrática. No porque antes no estuviera siempre presente en toda política, algo que sabemos bien por la tradición del romanticismo político, sino porque hoy parecen haberse roto los diques de la tradicional contención de los afectos, con las consecuencias conocidas por todos. El genio parece estar saliéndose de la botella. Estamos, en efecto, en la era en la que la “realidad sentida” comienza a reemplazar a la realidad factual, en la que las redes sociales rebosan de emocionalidad negativa —odio, miedo, envidia, resentimiento— y se imbrican de formas diversas a ese narcisismo institucionalizado del que hacen gala. La neoemocionalidad virtual por lo pronto nos ha traído el Brexit, a Trump, y empuja hacia el autoritarismo descarnado en las que hasta ahora llamábamos “democracias electorales”.

El autor, sin embargo, no se rasga las vestiduras por algunas de estas consecuencias. En lo que yo considero que es la lectura correcta, el centro de su análisis gira más bien sobre cómo este mayor conocimiento que hemos adquirido de lo que es el ser humano puede influenciar algunas de nuestras clásicas concepciones políticas. En particular, el sacrosanto concepto de la autonomía individual, tan caro al liberalismo. Para cobrar conciencia de ese macrosujeto que llamamos “sociedad” no tenemos más remedio que recomponer el puzle de la identidad humana, siempre en relación especular —como nos recordaba Platón— con la polis. Y la tesis es que la conformación de la subjetividad no admite ya la lectura del sujeto en clave de un concepto de autonomía fuerte, el sujeto soberano, ni puede comprenderse tampoco desde el otro extremo, como hacen los posestructuralistas, como mera construcción del lenguaje, las epistemes o los discursos. Nuestra racionalidad es imperfecta, sobre el yo consciente se apelotonan alteraciones cognitivas influidas por las emociones, pero también por la saturación de las percepciones, los impulsos del tribalismo moral y un sinnúmero de sesgos. De ahí la aparición del sujeto pos-soberano.

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Ese conjunto de influencias externas no impide la reflexividad, pero su presencia sí nos obliga a tener que dar cuenta de ellas. Hemos descentrado al sujeto soberano, pero recordemos que fue en la misma Ilustración —en un D. Hume, por ejemplo— donde ese otro de la razón supo hacerse convivir con las máximas de la autonomía. Las fuentes del yo son plurales, pero eso no hará desaparecer al sujeto como una imagen en la arena.

A lo que sí nos obliga es a corregir y mejorar nuestras percepciones, a rebajar nuestros sueños de sociedades reconciliadas, racionales o utópicas. Por eso el autor se posiciona en la situación rortiana del “ironista melancólico”, en una política menos ideológica y más pragmática; en la “búsqueda prudente de soluciones imperfectas para problemas solubles”. La autonomía sigue viva, pero más como ideal regulativo que como expresión de posiciones reales. No es imposible alcanzar mejores niveles de civilidad o sociedades más reflexivas, más inclinadas a la deliberación que al fanatismo. Pero siempre habremos de contar con la interferencia de los afectos, que, como casi todo en el hombre, son ambivalentes: “Hay emociones detrás de la lucha por la libertad, pero también detrás de los intentos por suprimirla”.

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Editorial: Página Indómita (2016).


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