Espacios de desolación
La fuerza del dinero y la economía del petróleo han despojado a las ciudades de su condición de lugares donde es posible el disfrute de la vida personal
No hay que ser viejo para acordarse de cuando se podía llegar al final de las ciudades. Había una parada última de autobús o de metro que ya daba a amplitudes de extrarradio deshabitado, a lejanías de campos y casas aisladas. Había con mucha frecuencia la posibilidad de llegar caminando a ese límite: una calle de casas bajas y una última esquina; de noche, una última luz colgando de ella. Los que viajábamos haciendo autostop en los años setenta estábamos acostumbrados a llegar a ese punto justo en el que había que apostarse, justo donde la calle se transformaba en carretera. Salir caminando de una ciudad daba una sensación poderosa y liberadora de tránsito: ir acercándose por el arcén de la carretera concedía una percepción abarcadora. Había una señal a la entrada, un nombre que delimitaba el espacio de irradiación de la ciudad.
Sin que nos diéramos cuenta, esas divisorias fueron borradas progresivamente, y no ya porque la ciudad creciera, extendiéndose hacia nuevos límites, sino porque tuvo lugar una proliferación explosiva de algo que ya no era ciudad pero tampoco era campo, un territorio que ya era inaccesible para la caminata y hasta para la misma presencia humana, hecho de autopistas, circunvalaciones, descampados, rotondas, polígonos industriales, urbanizaciones, compactas barriadas remotas, en un horizonte que no acaba nunca. Los que tenemos nuestro cerebro adaptado a una idea de los espacios y las distancias no regida por el coche nos sentimos algo más que perdidos cuando atravesamos, en taxi o en autobús, esas periferias sin centro: nos estremece un pánico como de ratones de laboratorio en un laberinto en el que no tienen ninguna pista que les permita guiarse, ni siquiera construir un modelo virtual verosímil de ese mundo en el que se encuentran arrojados. Nos preguntamos qué pasaría si el taxi se averiara, si algún accidente nos forzara a vernos solos en medio de esa confusión. Yendo hacia el aeropuerto internacional de Los Ángeles, o de Miami, he sentido un terror primitivo de extravío, una desolación sin alivio: la angustia de volver cuanto antes a algún lugar en el que pudiera orientarme, en el que existiera la posibilidad de trato cordial con otros seres humanos; de encontrarme en espacios que me permitieran la seguridad animal de no estar a la intemperie y en peligro. En lugares así he sentido que mi existencia era en sí misma obsoleta. Una vez, hace unos cuantos años, me vi en la situación absurda de buscar un paso de peatones en Los Ángeles, a fin de llegar a la oficina de correos que estaba al otro lado de una calle tan ancha como una autopista. Quería mandar una postal. Con mi postal en la mano, errante bajo el sol en aquellas extensiones de cemento y asfalto, me sentí el último residuo de una civilización condenada al puro ridículo de la obsolescencia: un individuo a pie, entre torrentes de coches, buscando un buzón, después de haber escrito una postal y de pegarle un sello. Lo último.
Las ciudades expulsan a los pobres y a los trabajadores de los centros históricos para convertirlos en reductos de lujo y en parques temáticos al servicio del turismo masivo
Que las ciudades crezcan cancerosamente sin límites racionales y que el territorio que invaden se vuelva tan inhóspito para cualquier forma de vida, no solo la humana, no ha sido un proceso natural, y ni siquiera inevitable. En un ensayo riguroso y combativo, La destrucción de la ciudad, el sociólogo Juanma Agulles explica cómo la fuerza del dinero y la sumisión universal a la economía del petróleo y del coche han despojado cada vez más a las ciudades de su condición de lugares donde es posible el disfrute de la vida personal, el trabajo no embrutecedor, el establecimiento de intercambios enriquecedores, la fraternidad civil. Agulles no es un nostálgico de paraísos rurales que nunca existieron: su crítica de la ciudad, de aquello en lo que se ha convertido, su denuncia de las injusticias y las calamidades ambientales sobre las que se sostiene, es inseparable de su amor por esa extraordinaria invención humana que, dice con razón, solo es comparable en su complejidad a la invención del lenguaje: “Grandes construcciones artificiales que espoleaban su imaginación y la vida de su inteligencia hasta límites insospechados”.
Agigantadas por los éxodos de fugitivos de la miseria y de los conflictos violentos, desmanteladas al servicio del enriquecimiento de los especuladores, desfiguradas por la sumisión insensata al tráfico privado movido por combustibles fósiles, las ciudades expulsan a los pobres y a los trabajadores de los centros históricos para convertirlos en reductos de lujo y en parques temáticos al servicio del turismo masivo. El poder del dinero y del consumo uniformiza las vidas tanto como los lugares en los que vive la gente: el turismo ofrece eso que se llama “experiencias únicas” en sitios lejanos, intactos en una singularidad casi siempre ficticia, y en cualquier caso rápidamente eliminada por la invasión masiva de quienes aspiran a disfrutar de ella.
Agulles cita mucho a Lewis Mumford, de quien tal vez ha aprendido esa doble voluntad generosa de comprender el mundo y cambiarlo a mejor, en beneficio de la mayoría. Su crítica de las utopías urbanísticas que tienen su ejemplo máximo en Le Corbusier es muy aguda; pero ese escepticismo hacia los grandes proyectos de modernidad autoritaria no le lleva a aceptar cínicamente o resignadamente que las cosas no tengan más remedio que ser como son, es decir, como los responsables y beneficiarios del desastre quieren que sean. Más devastadora, e igualmente justa, es su sátira de la ciudad espectáculo de los años noventa y del cambio de siglo, la de los edificios “emblemáticos” y los grandes acontecimientos, las expos y olimpiadas y operaciones internacionales de relaciones públicas. Agulles ha leído con atención a Llàtzer Moix, y se expresa con parecida claridad: “Podría decirse que los resultados de la arquitectura de vanguardia de los años noventa fueron en su mayoría disparates muy bien remunerados y bromas de pésimo gusto”.
La destrucción de la ciudad tiene apenas 130 páginas. Intentar una síntesis, o un repaso, lo vuelve a uno consciente de toda la riqueza comprimida en el libro. De principio a fin lo atraviesa una interrogación urgente: qué puede hacerse para vivir una vida libre, solidaria, justa, soberana, creativa, en un mundo en el que prevalece la explotación y la enajenación de los seres humanos y la destrucción acelerada del medio natural y la diversidad biológica: “Esta pérdida de sensibilidad sin precedentes”, escribe con vehemencia Agulles, “esta extenuación de la vida sobre la Tierra”.
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