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Tapiz medieval

Andrés Ibáñez publica 'La duquesa ciervo', una extraordinaria novela de fantasía poblada de reyes, héroes, magos, princesas y animales mitológicos

Tapiz 'El concierto 1420'.
Tapiz 'El concierto 1420'.getty

En un artículo reciente, escrito bajo la sugestión de Vindicación del arte en la era del artificio, de J. F. Martel, Andrés Ibáñez se prodigaba en la defensa de la inutilidad del arte. Allí decía que el arte es un lenguaje “hecho de sonidos, de imágenes, de historias, de formas, de resonancias, de ritmos, de confluencias, de símbolos”, que nos pone en contacto con algo inmenso y misterioso. No parece casual que aquel artículo coincida con la aparición de La duquesa ciervo, una novela de fantasía medieval, género que no ha de sorprender a los lectores de la obra de Ibáñez, en general una propuesta que hace valer el encantamiento ante la belleza y se ofrece como un espacio de celebración. Escritor de gran cultura, muy sensible a la experiencia artística, dotado de excelentes recursos, poseedor de una prosa de exultante nitidez, el mundo medieval de fantasía debía resultarle algo más que una tentación. Un mundo que contiene elementos benéficos para la exclamación y el prodigio, poblado de castillos, reyes, héroes, princesas, estancias misteriosas, magos, animales mitológicos, sabiduría oculta, objetos cuya búsqueda dan sentido a la existencia, regido por normas que excluyen la razón y que se provee, con resuelta indemnidad, de las leyes que se concede la conciencia imaginativa para favorecer su propia fascinación.

Pues se trata, como es sabido desde las sagas de Tolkien, las crónicas de C. S. Lewis y actualmente la rimbombancia de Juego de tronos, de una escenografía que ya no es un sustrato sobre el que construir nuevos modelos, sino que se surte de variaciones, mezclas y agregados que no terminan de agotarse, como todo misterio que se precie, por muy pródigos que sean sus valedores. Y sí, por tanto, un territorio, una época fuera de la historia muy apta para el entramado simbólico e iniciático a que se somete la escritura de Ibáñez. Y claro está, como no podía ser de otra manera, el resultado es una extraordinaria novela, con su punto no calculado de prolijidad, con momentos de eventual aquiescencia, muy perceptible en el agrado del autor por describir vestidos, pedrería, objetos, flores y plantas (lo que agradecerá el lector que no atienda sólo a la peripecia) y un ensanchamiento de la historia que rebaja inevitablemente la emoción.

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Pero nada de ello desmerece la calidez, la protección con que este artefacto verbal acoge la inmersión del lector en una génesis poética que actúa, en efecto, como una magia creciente, con sus amenazas y crueldades, en especial en las últimas páginas. Aquí la historia del turbado aprendiz de mago Hjalmar y su amor por Aliso, tan grácil como desconcertante (que inspiran páginas admirables, como las escenas de exhibición recatada de la pierna de la duquesa ciervo), es un impulso narrativo, sin otra determinación que construir la novela. Y también son impulsos o despliegues las guerras, las travesías, la autoridad del rey, las incertidumbres, “la nobleza del corazón gentil”, la aparición de platos voladores (sic), las comarcas y reinos en disputa, los hombres osos, el dragón llegado de las estrellas que aborrece la ley de las causas y los efectos, y el prodigioso unicornio, que se dice que es un sueño del dragón. Pues todo se conjuga aquí para la maravilla. Y si bien no hay que excluir de la fantasía esa “enajenación del fetiche” que la emparenta con la superstición, el virtuosismo de Andrés Ibáñez nos impide prevenirnos de la devoción con que está tejido este tapiz medieval.

La duquesa ciervo. Andrés Ibáñez. Galaxia Gutenberg, 2017. 384 páginas. 20,50 euros

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