Van Morrison, ese señor antipático que canta como los dioses
El Léon de Belfast publica mañana ‘Keep Me Singing’, su disco de estudio número 36. Supone su primera colección de canciones nuevas en los últimos cuatro años
Tendemos a pensar que hay grandes misterios alrededor de Van Morrison (Belfast, 1945). Que sus desplantes cara al público están meditados, igual que su mutismo ante la prensa. Que sus discos son la crónica de una búsqueda espiritual, solo apta para aquellos que saben desentrañar las claves.
En realidad, puede que la solución del enigma Morrison sea más sencilla: va por libre y cree que su compromiso con el público se limita a cantar (por cachés altos). Como cualquier artista, Van intenta conjugar su vida cotidiana con las obligaciones profesionales. Ha organizado bandas estelares, con figuras de la categoría de Pee Wee Ellis o Georgie Fame, pero ahora se conforma con eficaces músicos anónimos que puede convocar en cualquier momento. Aunque acepta giras —en octubre visitará Estados Unidos y en noviembre recorrerá Reino Unido—, le gusta dar conciertos sueltos, que le permiten viajar, incluso al extranjero, y volver en el día para dormir en alguna de sus casas. Un lujo al alcance de pocos.
George Ivan Morrison también está orgulloso del control que actualmente ejerce sobre su obra discográfica. Tiene muy presentes las miserias que sufrió en los años sesenta: cuando estaba al frente de Them, les obligaban a grabar a toda prisa, sin el mínimo cariño por la obra acabada. Ya en Estados Unidos, su contrato con la discográfica Bang, tras la muerte del productor Bert Berns, terminó en manos de la mafia (la de verdad, nada de metáforas), circunstancia que le llevó a desaparecer de Nueva York.
Ahora, Van maneja el sello Exile, que licencia sus nuevas canciones a diferentes compañías por un tiempo limitado; si se siente satisfecho con su trabajo, puede permitir que editen algún recopilatorio tipo Best Of,productos que generalmente se venden muy bien. A lo largo de los últimos años, ha permitido la publicación de material antiguo tanto en Warner Music como en Legacy, el sello especializado de Sony.
Para Keep Me Singing, su disco de estudio número 36, que se publica mañana, ha firmado con Caroline Records, aquella independiente que fundó Richard Branson en 1973. Se trata de su primera colección de canciones nuevas desde Born to Sing: No Plan B (2012), un trabajo marcado por la crisis económica y algunas agrias filípicas: “Eres un esclavo del sistema capitalista / que está dominado por la élite global / estás controlado por los medios / todo lo que dices y haces / ¿qué ocurrió con el individuo / qué ocurrió contigo?”. Por el contrario, Keep Me Singing muestra la faceta más amable. Las canciones son accesibles y luminosas, tanto que incluso su autor ha aceptado empujarlas con algunas entrevistas promocionales.
Una de ellas le junta con el escritor Ian Rankin, el gran autor de novela negra escocesa, cuyo personaje principal, el inspector John Rebus, es un melómano exquisito. Disponible en un EPK (Electronic Press Kit) oficial, la conversación incluye algunas perlas. Van asegura que actuar es teatro, aunque puede que en su caso sea “psicodrama”. Asegura que prioriza su satisfacción personal sobre las expectativas de los espectadores. Desconfía de las grabaciones digitales, que finalmente resultan más pesadas que las hechas de forma analógica. Y se muestra muy consciente de su posición: a estas alturas, compite consigo mismo, con su catálogo resplandeciente.
De la misma manera que se ha peleado con los disqueros, ahora se revuelve contra los nuevos señores del streaming y el download. En determinados momentos, se ha borrado de iTunes y Spotify</CF>. A la larga, eso tiene consecuencias: Van Morrison no conecta mucho con los millenials. Su público tiende a ser de edad madura, con una escasa presencia de los llamados “nativos digitales”. Que, esto es instructivo, sí manifiestan cierto interés por colegas suyos como Bob Dylan, otro misántropo que ha sabido rentabilizar su imagen de artista excéntrico.
Soñando con Caledonia
Caledonia era el nombre que daban los romanos a lo que ahora se llama Escocia, la zona indómita al norte de Britania. Para Van Morrison, la palabra tiene resonancias personales —su padre alardeaba de sus raíces escocesas— y evocaciones místicas: la ha utilizado para bautizar empresas, grupos de acompañamiento y canciones.
En su voz, el clásico Caldonia, del cantante y saxofonista Louis Jordan, se transforma en Caledonia. A la lista urge añadir Caledonia Swing, el grato instrumental que cierra Keep Me Singing. Muy serio, asegura que el "swing de Caledonia" es diferente del "swing celta", título además de otra pieza sin palabras que sacó en 1983. En su universo, Caledonia es el ingrediente telúrico que diferencia su arte del de los estadounidenses que le alimentaron musicalmente.
En otra entrevista —para Radio Ulster, de la BBC— Morrison rebate el tópico de que los artistas contemporáneos tienen mayor libertad creativa: “James Brown podía lanzar seis álbumes al año e igual dos eran discos instrumentales”. En esa conversación con el locutor Ralph McLean explica que procura no desperdiciar sus ocurrencias: Too Late, el tema que sirve de adelanto del nuevo álbum, pertenece a su archivo de canciones traspapeladas. Y Share Your Love With Me es un éxito de 1964 que grabó para un homenaje al histórico Bobby Blue Bland, un tributo que no se materializó.
Van sigue leal a sus grandes amores. Invoca a Sam Cooke —“no he encontrado un cantante mejor”— en la pieza que da título a Keep Me Singing. In Tiburon ofrece una evocación panorámica del San Francisco beat, añadiendo a héroes particulares como el pianista Vince Guaraldi al santoral de Kerouac, Ginsberg y compañía. No le importa incorporar referencias localistas: en Going Down to Bangorhabla de “la nariz de Napoleón”, un afloramiento basáltico en los alrededores de Belfast.
En realidad, si uno pretende tener una mínima idea de cómo es y cómo funciona Van Morrison, conviene recurrir a sus coetáneos más observadores. En sus memorias, Música infiel y tinta invisible, Elvis Costello comparte varias anécdotas, ocurridas cuando ambos vivían en el Notting Hill londinense, que giran alrededor de la dificultad de Van para comunicarse verbalmente. La mejor: una mañana de 1986, Costello sale camino del Ronnie Scott’s, en el Soho, donde va a grabar unos duetos con Chet Baker para un vídeo en directo; se cruza con Morrison y este se apunta.
Cuando aparecen en el club, los productores se quedan boquiabiertos: llevan meses intentando conectar con el norirlandés y nunca tuvieron respuesta. Ya que está allí, Van acepta cantar con el trompetista y sus músicos. Desdichadamente, se elige Send In The Clowns, una balada melodramática de Stephen Sondheim que Morrison detesta.
Tras probarla, le citan para la actuación por la noche. Ya se imaginarán lo siguiente: pese a que ha firmado el correspondiente release (permiso para usar su aportación), Van no se presenta. Lo que se usó finalmente fue el ensayo, al que se sumaron imágenes de bellas señoritas, unos insertos que intentan disimular los fallos de racord y el hecho de que el cantante está visiblemente incómodo, vestido de calle y con la letra en la mano. Dicen que Van aún se encrespa cuando se lo recuerdan.
Babelia
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