John le Carré revela sus secretos
El novelista británico publica su primer y esperado libro de memorias, 'Volar en círculos'
John le Carré arranca su libro de memorias Volar en círculos (Planeta, en traducción española de Claudia Conde), que sale a la venta hoy en todo el mundo, explicando que no piensa hablar de sus años en el espionaje. Sin embargo, apenas unas páginas después se pone a contar anécdotas sobre la profunda irritación que sus personajes causaron entre sus antiguos jefes. El escritor argumenta que convertir en ficción una carrera en el espionaje no es lo peor que puede hacer un agente desencantado. "¿Cuántos de nuestros atormentados espías hubiesen preferido que Edward Snowden escribiera una novela?", reflexiona este maestro de la novela, de 84 años, que trabajó como espía durante la Guerra Fría antes de poder dedicarse a la literatura tras el éxito de El espía que surgió del frío (1963).
Las memorias de Le Carré han despertado muchas expectativas porque siempre ha sido un experto en el camuflaje y en escabullirse: concede pocas entrevistas, nunca ha relatado qué hizo cuando fue agente para no traicionar sus fuentes, de hecho ni siquiera ha explicado de dónde viene su pseudónimo (su verdadero nombre es David Cornwell). Parte de esos huecos se rellenaron el año pasado con la publicación de una extensa biografía de Adam Sisman (700 páginas en inglés) que revelaba, entre otras cosas, que espió a sus compañeros de facultad.
De Thatcher a Arafat
Sin embargo, Volar en círculos es un libro totalmente diferente: no pretende trazar un repaso exhaustivo de su vida, sino que relata una serie de anécdotas y personajes que, en su conjunto, uniendo todos los puntos, acaban por formar un retrato muy preciso de un hombre irónico, generoso y cercano, que se toma su fama con mucha distancia y que ha aprovechado el poder que le da ser uno de los escritores más leídos del mundo para tratar de saciar su curiosidad, pero también para dar voz a los que no la tienen.
Por sus páginas circulan Yaser Arafat, Margaret Thatcher, Graham Greene, Richard Burton; pero también cooperantes anónimos, espías imperfectos y, naturalmente, su padre, un estafador, que pasó por las cárceles de diferentes países —el texto sobre su progenitor había sido publicado en The New Yorker—. Viaja al Beirut de la línea verde o a un Moscú crepuscular en el que siempre le siguen dos agentes muy poco discretos —de hecho, les pide que le lleven al hotel una noche que se encuentra bebido y perdido en la capital rusa—.
También es memorable su relato de la comida con Joseph Brodsky, el mismo día en que le anunciaron al gran poeta ruso que había ganado el Nobel. Esto es lo que dice Le Carré de las relaciones entre los literatos: “En mi experiencia, los escritores tienen poco que decirse, más allá de despotricar contra los agentes, los editores y los lectores o al menos tienen poco que decirme a mí, y en retrospectiva me resulta difícil imaginar de qué hablamos aquella vez”.
Otro ejemplo de su acerado e implacable estilo es lo que cuenta sobre el servicio secreto interno en el Reino Unido, el MI5 —“Espiar a un decadente Partido Comunista británico de apenas 2.500 afiliados, que se mantenía en pie gracias a los informantes, no satisfacía mis aspiraciones”— o lo que relata sobre la imagen que han creado los servicios secretos del Reino Unido a través de personajes a lo James Bond: “Todos los servicios de inteligencia tienden a mitificarse, pero los británicos somos una clase aparte. Mejor no hablar de nuestra triste figura en la Guerra Fría, donde el KGB nos superó en astucia y en capacidad de infiltración prácticamente en cada paso”.
La regla número uno de la Guerra Fría
John le Carré trabajó como agente británico en Bonn durante la Guerra Fría. Es un tema sobre el que no quiere hablar en sus memorias porque no quiere traicionar a ninguno de sus informantes, por muchos años que hayan pasado. Gracias al éxito de su tercera novela, El espía que surgió del frío, pudo dedicarse solo a la literatura.
De aquellos años del espionaje, guarda una enseñanza que ofrece en sus recuerdos: "Regla número uno de la Guerra Fría: nada, absolutamente nada, es lo que parece. Todos tienen una segunda intención, cuando no una tercera. ¿Un funcionario soviético propone abiertamente visitar con su esposa la casa de un diplomático occidental al que ni siquiera conoce? ¿Quién está intentando enredar a quién?".
Uno de los asuntos en los que, en cambio, se pone más serio es cuando analiza la relación de los alemanes de la posguerra con el pasado, sobre todo de aquellos altos funcionarios de la Administración nazi. Su conclusión es rotunda: “Cuanto más te empeñas en buscar verdades absolutas, menos probabilidades tienes de encontrarlas”. Esa falta de certezas y la imposibilidad de utilizar el blanco y negro para describir el oscuro mundo del espionaje es una de las constantes de sus libros más importantes como El honorable colegial, La gente de Smiley, Nuestro juego o Amigos absolutos.
La duda constante, con mucha autocrítica, marca también su trabajo. Cuenta que escribió un pasaje de El topo ambientado en Hong Kong sin moverse de su escritorio en Cornualles (sur de Inglaterra) utilizando una guía caducada. Cuando viajó a la ciudad china por otro motivo, y la novela estaba a punto de salir, se dio cuenta de que había cometido un error de bulto que habría evitado de haberse tomado la molestia de comprobar sobre el terreno lo que escribía. “La madurez me había vuelto gordo y perezoso y seguía viviendo de unas reservas de experiencia pasada que se me estaban agotando. Me sonaba en los oídos una frase de Graham Greene, algo así como que si quieres hablar del dolor humano tienes que compartirlo”.
Contradicciones
En su biografía, Adam Sisman explica que el mayor problema con el que se topó a la hora de investigar al autor fue que encontró muchas contradicciones en los recuerdos de John le Carré, entre las entrevistas que le concedió y otras declaraciones que había hecho en el pasado. Con eso, aclaraba, no quería decir que mintiese, simplemente que era un experto en borrar sus pistas, como antiguo espía y como gran novelista. Su pasado se perdía fácilmente por el camino. La confusión entre lo vivido y lo imaginado es un tema sobre el que Oliver Sacks ha escrito páginas maravillosas: todos tenemos recuerdos inventados que ocupan el mismo espacio que aquellos que son verídicos. Al final, no importa lo que sea real y lo que sea falso en Volar en círculos, nadie dijo que unas memorias tienen que ser fieles a la realidad, solo tienen que ser apasionantes.
Las mejores películas que nunca llegaron a rodarse
John le Carré ha sido, desde sus primeros libros, un escritor muy solicitado por Hollywood. Sin embargo, escribe en sus memorias: "Confío en que algún día se confirme que las mejores películas inspiradas en mi obra son las que nunca se rodaron". Allí relata sus trabajos frustrados con Sidney Pollack y Stanley Kubrick, de los que llegó a ser muy amigo, pese a que le volvieron bastante loco sin llegar nunca a terminar de adaptar sus obras.
El pasaje más emotivo de su relación con el cine es la visita que recibió en 1965, cuando asistía a su primera feria de Frankfurt. Alguien le llamó de recepción para decirle que Fritz Lang le estaba esperando en el vestíbulo. Tardó bastante en entender que quien estaba abajo no era alguien que se llamaba como el director de Metrópolis sino que era, efectivamente, el gran realizador alemán.
Quería adaptar Asesinato de calidad —"Escuche, yo conozco a esa gente. Son amigos míos. Podríamos dejar que financien la película"—, pero durante la conversación se dio cuenta de que el maestro estaba prácticamente ciego. Sin embargo, no fue eso lo que impidió que el proyecto llegase a puerto. "Nunca volví a tener noticias de Fritz Lang. Mi agente cinematográfico me dijo que nunca las tendría. No mencionó la incipiente ceguera del director, pero la sentencia de muerte que pronunció fue igual de demoledora: Fritz Lang ya no tenía valor de mercado".
Babelia
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