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FESTIVAL DE CANTE DE LAS MINAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Actitud y melisma

Actuaciones dispares de José Enrique Morente y Rancapino Chico y triunfos clamorosos de Pitingo y Farruquito

Juan Fernández Montoya 'Farruquito' en el Festival de las Minas.
Juan Fernández Montoya 'Farruquito' en el Festival de las Minas.Pedro Valeros
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Las galas del pasado domingo y de anoche, lunes, del Festival Internacional del Cante de las Minas, reunían a varios vástagos herederos de estirpes flamencas, lo que, según las circunstancias, puede ser una ventaja o un inconveniente, una pesada carga.

El domingo, precediendo la actuación del flamenquísimo Pitingo, actuaba en el histórico escenario unionense José Enrique Morente, hijo del maestro granadino desparecido, Enrique Morente, y hermano de Estrella y anoche lo hacia Rancapino Chico, hijo de otro referente del buen cante gaditano y gitano. Por si fuera poco, al pequeño de los Morente lo acompañaba a la guitarra Juan Habichuela Nieto, guitarrista extraordinario pese a su juventud, y anoche, tras el hijo de Rancapino, actuó Farruquito, miembro genial de una saga de artistas y bailaores, encabezada por su abuelo, el gran Antonio Montoya, Farruco. El joven Morente ya había actuado antes en este escenario, pero acompañando a su hermana Estrella, nunca en solitario o como protagonista, como ahora, de manera que la responsabilidad era grande.

José Enrique Morente puede ser uno de esos ejemplos a los que la sombra del padre pesa mucho, y no siempre para bien. Aparte de exploraciones y colaboraciones con otras músicas, lo que el desaparecido Enrique Morente aportó al flamenco genuino, y que tanto ha influido en generaciones posteriores, fueron fundamentalmente dos cosas: los saltos (a veces sobresaltos) casi atonales en el leitmotiv melódico, y el repique melismático. El melisma es lo que musicalmente distingue al flamenco, de lo contrario, algunos cantes poderosos, como los estilos mineros, interpretados de manera plana, podrían equipararse perfectamente al canto operístico.

Cuando el abuso melismático es natural, el cante se convierte en puro virtuosismo vocal, que es lo que se apreciaba y aplaudía popularmente décadas atrás (nada del cante rancio, oscuro y hondo, que siempre fue cosa de minorías). En ese virtuosismo melismático se encontraban muchos de los grandes de la ópera flamenca y similares: Marchena, Valderrama o Antonio Molina, por ejemplo.

Pero desde Morente, esos modos musicales se han intelectualizado y se recrean, no como una naturalidad expresiva, no como un exhibicionismo de voz virtuosa, sino como un concepto. Es la impresión que da el joven Morente en el escenario, reproduciendo algunos tics de su padre. José Enrique Morente, que tiene una bonita voz, sin renunciar al rico patrimonio paterno, tendrá que ir buscando su propio camino, los matices propios, y sin duda que lo conseguirá.

En su actuación se produjo, además, una situación casi dramática: lo acompañaba a la guitarra Juan Habichuela Hijo, que desde su primer toque en solitario se ganó al público con sus virtuosas manos. Y cada vez que introducía una falseta, se le aplaudía a él, que fue el gran triunfador frente al maestro al que acompañaba.

Luego, en la segunda parte de la gala, apareció Pitingo, y en un segundo ya se había metido al público en el bolsillo. Pero no, no fue con sus versiones de canciones famosas ni con su góspel ni con su soulerías, como él las llama, que todo eso vino después. Fue cantando por derecho una excelente soleá, o haciendo el cuplé por bulerías, entre otros palos flamencos.

Es un problema de actitud. Si el melisma es la mitad del flamenco, la otra mitad es la actitud. Y actitud es lo que tiene Pitingo, aunque cante sardanas, y lo que falta a otros. La actitud es una manera de atacar el cante, claro, pero también una manera de estar en el escenario, una formar de ser, un carácter, lo que etimológicamente significa una ética.

El baile, necesidad vital

En la jornada de ayer estaban programados el joven Rancapino Chico y Farruquito. Una gala que prometía emociones fuertes y que no defraudó al público, que de nuevo llenaba el viejo mercado público de La Unión.

Rancapino hizo una actuación breve, consciente de que le tocaba el papel de telonero, de menos a más, con tarantos, malagueñas, tangos, fandangos... Luego, Farruquito, en el fin de fiesta, generosamente, lo invito al escenario para que cantara por bulerías. La voz de Rancapino es opaca, sin mucho color, ese tipo de voces gitanas cortas y rozadas, rancias en el mejor sentido, pero también poderosa cuando la deja ir. Una firme promesa para el futuro inmediato.

...Y Farruquito. El baile por necesidad, una manera de vivir. Pasarán muchos años antes de que aparezca en el panorama jondo un genio igual. Esta noche presentaba Improvisao, su último espectáculo, estrenado el año pasado, pero hubiese dado igual cualquier otro. De lo que se trata es de lo siguiente: suena la guitarra, el cante, sale Juan Fernández Montoya, Farruquito, y baila, por necesidad, porque no puede hacer otra cosa.

Al final de la actuación, agarró el micrófono y, como tiene una cabeza bien amueblada, explico luminosamente qué es para ellos lo improvisado. Y en resumen: es esa manera de reafirmarse, de afirmar la vida, de bailar jondo. Da igual que meta pasos de claqué o del mismísimo Michael Jackson, al que tanto admira. En él todo es flamenco, vindicación del cuerpo en movimiento.

Frente a la danza clásica, que se eleva, que tiene la ilusión de que no existe el cuerpo, de que somos solo espíritu, el baile jondo es una afirmación de lo carnal, de la tierra apisonada con el taconeo. Eso es Farruquito, eso es todo. Y el público lo despidió con un clamor.

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