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PURO TEATRO

Gran Miller, puro Broadway

'El precio', último éxito de Arthur Miller, vuelve a escena en el Goya barcelonés en versión catalana, con un gran reparto y soberbia dirección de Sílvia Munt

Marcos Ordóñez
Ramon Madaula y Pere Arquillué, en un momento de 'El preu'.
Ramon Madaula y Pere Arquillué, en un momento de 'El preu'.

Te das cuenta al instante de que estás en un espectáculo fuera de serie, en el que todo va a funcionar, como esos conciertos que embocan tono, brillo y ritmo desde la primera nota. El preu(The Price, 1968), de Arthur Miller, dirigido por Sílvia Munt en el Goya barcelonés, exhala la sabiduría textual, interpretativa y rectora del mejor Broadway. Estamos en un piso enorme a punto de cerrarse para siempre, por derribo literal y metafórico. Una radio, un arpa, una vieja gramola, unos cuantos discos de piedra, algunos muebles lujosos pero que “ya no pasan por puertas modernas”, un enjambre de sillas. Eso parece ser todo lo que queda de una familia, de una vida anterior. Y muchas viejas heridas, abiertas de par en par.

Allí, escuchando música del pasado, está el policía Víctor, uno de los herederos. Piensas: “Ese hombre triste y silencioso carga con el peso de un gran fracaso”. Llega Esther, su esposa. Piensas: “Una mujer luminosa y desesperada, que anhela salir adelante”. Más tarde hace su entrada el viejo Solomon, que viene a tasar la herencia, y piensas: “Su parloteo es una estrategia de compra, pero en sus ojos y su voz late la vitalidad del superviviente y del humorista filósofo”. A media función llega Walter, el prestigioso cirujano, el hermano mayor de Víctor. Hace casi veinte años que no se hablan. Sabemos que es un triunfador porque nos lo han dicho, pero lo habríamos adivinado, no solo por su traje bien cortado, que le sienta de perlas, sino porque la elegancia impregna su manera de hablar y de moverse. “Ese es un hombre con autoridad flexible, es decir, que se convierte en el centro de cualquier lugar, sea una taberna de Queens o una fiesta de la Quinta Avenida”. También advertimos que en los cuatro hay mucho más de lo que podemos intuir a primera vista.

Todo esto se produce en el escenario del Goya porque Sílvia Munt ha conseguido un reparto superlativo (Pere Arquillué como Víctor, Rosa Renom como Esther, Lluís Marco como Solomon, Ramon Madaula como Walter) con instrumentos – voz, cuerpo, mirada – de alta precisión, y porque todos saben atrapar y modular la verdad, frenando cualquier posible exceso de caracterización: en otras manos, tal vez Esther podría resbalar hacia la histeria; Víctor podría poetizar su fracaso o confundir contención con rigidez; Solomon quizás caería en la trampa del comic relief, sobreactuando en esa línea, y el espectador podría creer que Walter es el malo de la función. Esos cuatro ases, con el repóquer de Munt, no rozan ni uno solo de esos peligros.Y ella nos hace ver también al quinto personaje, el padre invisible, muerto muchos años atrás.

El espacio de Enric Planas es ultrarrealista pero con una estupenda línea de fuga (las sombras creciendo en lo alto de la pared) que lo convierte en cuarto de juegos y territorio onírico donde siguen reinando los fantasmas familiares. La luz de Kiko Planas (dorada, nítida, irreal) es la piel de ese lugar. Raquel Cors y Daniel Lacasa han creado unas preciosas imágenes que parecen cuadros de Hopper en blanco y negro, con los personajes a la deriva por “el fracasado crepúsculo de Nueva York”, como diría Capote.

En pocos años, sin prisas, Munt ha firmado cuatro estupendos espectáculos: Una comedia española (2009), de Yasmina Reza; Dubte (2012), de John Patrick Shanley; Cap al tard (2013), sobre las memorias de Santiago Rusiñol, y ahora la comedia dramática de Miller. Cuando vi por primera vez la función, dirigida por Jorge Eines, no me convenció. Ahora, tras el montaje del Goya, en la versión catalana de Neus Bonilla y Carme Camacho, pienso lo que no pensé entonces: que quizás sea la más chejoviana de sus obras. Escucho a Víctor, ese hombre que abandonó la universidad (y un futuro de científico) para ingresar en la policía y sacar adelante a la familia, a ese padre hundido por el crack del 29, y veo la amargura furiosa y autocompasiva de Vania; escucho a Solomon, un personaje insólito hasta entonces en el teatro de Miller, y me parece sacado de uno de los vodeviles del maestro ruso. Son muy chejovianos sus temas (el paso y el peso del tiempo, las ilusiones perdidas, la falta de sentido de las existencias atrapadas) y su lucidez final: “El tema central de El precio”, dijo en una entrevista, “es la condena a perpetuar nuestros engaños, porque la verdad es demasiado costosa de afrontar”.

El precio es una caldera que se va cargando de presión hasta que llega el inflamable y esperadísimo enfrentamiento entre los dos hermanos. Hay que ver la explosión de Arquillué, y cómo Madaula revela (o se ve obligado a revelar) los secretos del pasado, su secreto y el del padre. Menuda partitura y menudos intérpretes. Y hay que ver cómo contempla Renom, demolida, sin moverse de la silla, con todos los sentidos alerta, ese pugilato en el que las razones zigzaguean de Víctor a Walter y de Walter a Víctor, en el que no se trata de saber quién gana sino quién pierde más. ¡Y ese final, ese contrapunto redondo, con Lluís Marco partiéndose el alma de risa con un viejo disco de chistes, escuchando las carcajadas de los espectros, terribles o benévolas, eso nunca lo sabremos, pero felizmente contagiosas!

Me equivoqué con esta obra, que ahora me parece la más honda, conmovedora y equilibrada de sus piezas. Aquí no hay mensajes subrayados, sino una verdad humana y palpitante, muy dolorosa pero muy sabiamente observada, que llega a cualquier corazón. No hay más que ver cómo vibra y resuena el silencio del público antes de la merecidísima explosión de aplausos. En su día, El precio fue el último éxito de Miller en Broadway, y en Broadway me sentí, como decía al principio, cuando la vi la otra noche. Es una de las grandes funciones de la temporada. Debería tener una larga vida en toda España.

El próximo sábado les hablaré de Yo, Feuerbach, de Tankred Dorst, otro regalo del Grec, en el Espai Lliure: un currazo de impresión de Pedro Casablanc, muy bien respaldado por Samuel Viyuela González, ambos a las órdenes de Antonio Simón. No se la pierdan cuando recale en temporada, en la Abadía, el próximo otoño.

El preu (The Price), de Arthur Miller. Teatro Goya (Barcelona). Dirección: Sílvia Munt. Intérpretes: Pere Arquillué, Ramon Madaula, Lluís Marco y Rosa Renom. Hasta el 7 de agosto.

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