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el hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El boxeador en el tejado

Eduardo 'Tato' Pavlovsky era un latigazo de fuerza, de entrega teatral y humana

Marcos Ordóñez

Durante un largo tiempo, Eduardo Tato Pavlovsky, que murió el pasado día 4 en Buenos Aires, a los 81 años, fue para mí Tony Rocha, el boxeador de Cuarteles de invierno (1984), la adaptación al cine de la novela de Osvaldo Soriano. No sabía entonces nada de su vida ni de su obra; solo tenía la imagen del peso pesado que caía una y otra vez y volvía a levantarse; no sabía que, amenazado de muerte, este grande del teatro logró escapar de los ominosos grupos de tareas de la dictadura argentina huyendo por los tejados, ni que en 1978 anduvo exilado en Madrid junto con Norman Briski, su hermano del alma.

Como autor e intérprete escénico le descubrí tarde, hará unos quince años, pero el impacto fue grande: vi dos veces La muerte de Marguerite Duras, dirigida por Veronese, primero en Ensayo 100, en Madrid, y luego en el Lliure. Pavlovsky rondaba los setenta, pero era un latigazo de vitalidad, de fuerza, de entrega teatral y humana, practicante de una escritura visceral, furiosamente realista pero que podía trepar por tejados oníricos. Escribía, dijo, sobre “lo ominoso bajo la capa de civilización, la monstruosidad generada por la violencia social”.

En una entrevista con Mercedes Méndez describía su escritura como baconiana: “Bacon dejaba que el pincel guiara su mano y esperaba un momento al que llamaba ‘el accidente’: yo escribo esperando el accidente, como si la mano buscara la forma”. Un hombre tentacular: autor, actor, psicoterapeuta, pionero del psicodrama en Sudamérica, novelista, ensayista. En mi memoria, dos libros releídos muchas veces y llenos de notas: La ética del cuerpo (su biografía “en conversación”) y Micropoética de la resistencia, una antología de sus artículos publicados en Página 12. Poco más tarde, en Temporada Alta, volví a verle en Potestad, quizás su pieza maestra, donde interpretaba a un padre y un monstruo, indisociables.

Hará un par de veranos, cuando volvió a subir al ring para estrenar e interpretar Asuntos pendientes, su última obra, asomó de nuevo la imagen del viejo boxeador que se resiste a abandonar, para seguir fajándose con su sombra y golpear con ganchos invisibles a caballo de una trama convulsa, casi expresionista.

Rodolfo Palacios me dijo: “Cuando le entrevisté me confesó que se le olvidaban muchas cosas, pero que al subir al escenario volvía a sentirse joven y fuerte, y recuperaba la memoria”.

Muchos años atrás, se cortó en la pierna haciendo El señor Galíndez y le contó a Mercedes Méndez que no sintió dolor, no sintió nada, porque estaba interpretando. No es raro que Norman Briski declarase tras su muerte: “Se me fue una parte de mi cuerpo”. Y del cuerpo teatral argentino. Sigo viendo al boxeador en lo alto del tejado, combatiendo hasta el final.

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