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El Campo de Calatrava

La fortaleza en ruinas de Alarcos domina el territorio donde se libró la mayor batalla de la Reconquista antes de la decisiva de las Navas de Tolosa

Julio Llamazares
Puertollano. Antiguo pozo minero abandonado, en mitad del campo.
Puertollano. Antiguo pozo minero abandonado, en mitad del campo.Navia

Cervantistas hay, como el citado José Terrero, que defienden que la derrota de don Quijote hacia Sierra Morena fue por el este de la provincia ciudadrealeña, esto es, por el Campo de Montiel o, como mucho, por el camino de Granada, pero yo cada vez me convenzo más de que fue por el Campo de Calatrava por donde el hidalgo y Sancho buscaron su “sitio penitencial” huyendo de la Santa Hermandad y la justicia tras los diversos encuentros y enfrentamientos con todo tipo de personas que iban sumando a su cuenta ¿Que por qué? Porque, viendo estos caminos polvorientos, estas colinas descarnadas, estos castillos feroces y abandonados del viejo Campo de Calatrava, uno se imagina perfectamente las distintas escenas del Quijote que se suceden en la segunda salida de éste, camino de Sierra Morena: la de la liberación de los galeotes, la del encuentro con el Cuerpo Muerto (aunque ésta, si es verdad que está inspirada en el traslado del cuerpo momificado de San Juan de la Cruz de Úbeda hacia Segovia, tendría más lógica que hubiera ocurrido en el camino de Granada que en el de Sevilla) o la batalla contra los rebaños.

En Alarcos, por ejemplo, mirando la fortaleza en ruinas que domina el territorio (hoy amplio campo de cereal) donde se libró la mayor batalla de la Reconquista antes de la decisiva de las Navas de Tolosa, con casi 500.000 jinetes en contienda, uno imagina a don Quijote y Sancho admirados de la grandiosidad del sitio, que impone aún a pesar de su soledad de hoy. Ni siquiera los arqueólogos que continúan excavando el castillo calatravo han acudido a su cita con él. Sólo yo, que, como don Quijote y Sancho, miro hacia el cielo y vuelvo al camino escuchando en mis oídos los gritos de los guerreros y los relinchos de los caballos peleando todavía en la memoria de este lugar tan histórico.

Viendo estos caminos, uno se imagina perfectamente las escenas de la novela

En Caracuel, más abajo, el castillo ni siquiera está excavándose como las ruinas de Alarcos o las de Calatrava la Vieja. Subido en un peñón inaccesible, permanece incólume a todos los vientos como los dos centenares de vecinos que sobreviven en esta aldea en medio del cereal. “Y eso contando a los que ya estamos medio muertos”, me dice uno de ellos, Manuel Garrido, con bigotillo y aire de hidalgo, que comparte su aburrimiento con un vecino al que le han hecho una traqueotomía. Ni uno ni otro saben que Caracuel aparece citado en El Quijote, que no han leído, por supuesto.

Villamayor, el pueblo natal de Manuel Garrido (“El hombre nace en su pueblo y muere en el de la mujer”, me ha dicho), se asoma ya al valle de Almodóvar, que fue durante siglos la capital de toda esta zona hasta que Puertollano empezó a crecer con el empuje de la minería. Almodóvar decayó mucho desde entonces, eclipsado por su antigua pedanía, que hoy es el polo industrial de Ciudad Real y por el que pasan todas las comunicaciones (el AVE la última de ellas), pero no renuncia a su capitalidad histórica, que le hizo, por ejemplo, aparecer en El Quijote como una de las dos únicas referencias que Cervantes da del viaje de su protagonista hacia Sierra Morena (la otra es El Viso, cerca de Despeñaperros): “Se entraron por una parte de Sierra Morena (…) llevando Sancho la intención de ir a salir al Viso o al Valle de Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas”.

—Puertollano será lo que sea, pero el pueblo importante es Almodóvar— me dice sonriendo Margarita, que resulta ser profesora de Geografía e Historia en un Instituto de Puertollano, aunque vive aquí.

El castillo de Caracuel permanece incólume a los vientos, como sus vecinos

Margarita, a la que he preguntado por casualidad (siempre el azar guiando mi suerte), lo sabe todo de su pueblo y, aunque tiene algo de prisa, pues va a ver a sus padres, “que ya están mayores”, me enseña los edificios más importantes de él, desde la monumental iglesia, propia de un pueblo rico, con la techumbre mudéjar hecha en una sola pieza mayor de España, parece, al Teatro Principal, de 1845 (“una auténtica joya”, según Margarita), pasando por los palacios de familias nobles que jalonan el entramado urbano del pueblo. Que tiene mucho sabor también, pues recuerda su época de esplendor, ligado a la trashumancia y a la carretería.

Margarita se va y me deja en un parque, una cesión a su pueblo de un tal Francisco Laso, diputado en las Cortes de Madrid y miembro de una de las familias pudientes de Almodóvar cuya decimonónica estatua preside el jardín en el que un grupo de jubilados se ha refugiado del calor, como todas las tardes. Cerca de ellos, en un pequeño estanque, la escultura de una serpiente negra saliendo del agua y ahogando a un cisne blanco me hace recordar a Puertollano y Almodóvar, aunque en seguida lo olvido porque tendré que ir a dormir al primero. En Almodóvar ya no hay hotel.

Los encierros de Almodóvar

A la salida de Almodóvar (o a la entrada, viniendo de Puertollano), un monumento en una rotonda homenajea a una tradición del pueblo que los almodovareños pretenden sea la más antigua en su género de España, por delante de la de Cuéllar, en Segovia, que es la que detenta el título: los encierros de toros que se celebran en sus fiestas de setiembre, dedicadas nada más y nada menos que a tres patrones distintos: la Virgen del Carmen, San Juan Bautista de la Concepción y San Juan de Ávila, estos dos últimos hijos del pueblo.

Aunque la que atropelló a don Quijote y a Sancho lo hizo cerca de Zaragoza, ¿no sería una de esas manadas de toros cuyo encuentro era habitual por estas sendas ganaderas hasta la llegada del ferrocarril la que inspiró a Cervantes la famosa escena?

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