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¿Adónde mira Daniel Johnston?

Una tarde con un mito periférico de la música ‘indie’ encerrado en un trastorno bipolar

Pablo de Llano Neira
El músico Daniel Johnston en Xalapa.
El músico Daniel Johnston en Xalapa.daniel mordzinsky

Daniel Johnston es un hombre enfermo que ha escrito canciones hermosas. Kurt Cobain amaba su música. Él ama a los Beatles. Johnston padece desde joven un trastorno bipolar severo. Tiene 53 años. Sus dibujos, versiones delirium de los cómics de superhéroes, también son exitosos, han pasado por museos y galerías de élite y ahora han sido editados en México por Sexto Piso. Trae una férula en el pie derecho y una pantufla en el izquierdo. Da unos pasos torpes sin fijarse en la gente que lo rodea y se sienta —se deja caer— en una butaca del vestíbulo del hotel.

—En uno de sus dibujos escribió: “La vida es dura, pero los cantantes de góspel nunca se cansan”.

Mira al suelo y cabecea:

—No recuerdo haber dicho eso. ¿Quién dijo? Yo no dije eso.

—¿Le gustan los cantantes de góspel?

Levanta la mirada, sonríe:

—La semana pasada fuimos a una tienda de antigüedades y tenían una caja llena de cedés de góspel, ¿sabes?, unos 100, y me los compré todos.

Tiene una barriga balompédica y el rostro hacia dentro. Esas mejillas hundidas, esa boca floja y esos ojos ahumados de los pacientes con muchos años de desequilibrio medicado. Dentro de tres horas actuará en un teatro de Xalapa, invitado por el Hay Festival. Son las seis de la tarde del primer sábado de octubre y Johnston bebe un vaso grande de té helado.

—¿A cuál de sus personajes de cómic le tiene más cariño?

—Creo que a este —y se señala la camiseta negra, con el dibujo de Jeremiah, una rana de ojos periscópicos—. Se me apareció en un sueño.

—También dibuja al Capitán América.

Esto lo emociona.

—Es mi favorito. Y hay otros personajes de Marvel que me encantan.

—¿Conoce a la gente de Marvel?

Esto lo emociona más.

—Sí, ¡cada vez que voy a Nueva York me llevan a una junta y me dan 100 dólares en cómics gratis!

—Hace unos meses estuvo en México DF. ¿Le gustó?

Esto no lo emociona.

—México DF… No estoy seguro. Hemos estado en muchos sitios. No recuerdo dónde hemos estado o adónde vamos.

Normalmente lo acompaña su hermano Dick, pero hoy ha perdido el vuelo por un lío con el pasaporte y ha venido Jacob, el yerno de Dick.

Vive en los suburbios de Houston, en una casa al lado de la de su padre, Bill, de 92 años, que ha instalado cámaras en casa de su hijo para poder controlarlo desde la suya

Johnston vive en Waller, un suburbio de Houston. Tiene tres hermanas y Dick es su administrador. Cuando quiere ir a comprar cómics o un refresco o unas patatas de bolsa, su hermano le da dinero. Su casa está pegada a la de sus padres. Una de sus hermanas pasa con él tres días a la semana, pero siempre está monitoreado por su padre, Bill, un devoto cristiano de 92 años que ha instalado cámaras en casa de su hijo para poder controlarlo desde la suya.

—Mi hermano no está aquí. ¿Dónde está?

La entrevista se terminó y se ha sentado en un banco a la entrada del hotel a esperar a que lo lleven al concierto. Se hace de noche. Llueve un poco. Fuma cigarros mientras bebe un Sprite.

—¿Dónde está mi hermano? ¿Alguien sabe? Nadie me quiere decir.

Hacia las ocho, un cliente frena su Mercedes deportivo en la puerta del hotel y se lo deja al aparcacoches. Daniel Johnston lleva un abrigo de cremallera abierto y un pantalón de chándal. Poco después aparece su furgoneta. Tira el cigarro al suelo. Lo pisa. Otra vez.

—No soy supersticioso, tiene que apagarse.

Jacob, un treintañero de metro noventa, lo ayuda a subir a la furgoneta. Él se sienta solo en una butaca delantera. Luego entra y ocupa la parte de atrás un grupo de músicos jóvenes con los que ya actuó en mayo en México DF, la Carmen Costa Band. Uno de ellos pasa excitado a su lado dando gritos de ánimo.

—Ready to rock, Dan?

¿Listo para el concierto?

—You know it, you know it.

Claro que sí, responde. Ya en marcha, los músicos se ponen a cantar una de sus canciones y él se anima más: “¡Me encanta! ¿Alguien tiene un cigarro?”.

La primera vez que ensayaron con él, cuando llevaban media hora tocando temas de su repertorio, empezaron The story of an artist y de golpe cerró la carpeta y dijo: “Let's go”, vámonos. Esa canción lo ponía triste. Salieron del estudio y fueron a una tienda de cómics. Dick estaba con él. Dicen que se gastó unos 1.000 dólares en historietas. Una de ellas, bordada a mano.

Johnston ha llegado a su camerino.

—¿Me podéis decir otra vez dónde estamos?

—Xalapa, en México.

—Ah, México, qué bien.

Un camarero destapa las bandejas de canapés. Él se abre una Coca-Cola, mira los canapés y se ríe.

—¿Qué son esas cosas verdes? Parecen de otro planeta.

Jacob sale a por una cerveza y él se queda solo en el camerino. Se mira en un espejo que tiene de lado. Luego mira hacia el frente y mantiene una conversación amigable con alguien sin tener a nadie delante.

A las 21.05 empieza el concierto. En el mismo escenario en el que hace unas horas Salman Rushdie charlaba con aplomo del Estado Islámico y de literatura oriental con una atractiva periodista británica, Daniel Johnston agarra el micrófono con un fuerte temblor de manos y se pone a cantar sus canciones de amor sin hacer ninguna pausa entre una y otra. Jacob lo mira desde un lateral. “Está yendo muy rápido. No es capaz de ser consciente del tiempo”.

El concierto dura 29 minutos.

En el camerino, Johnston se abre otra Coca-Cola. Aunque es diabético, Jacob piensa que no hay problema mientras su consumo de refrescos sea “razonable”. Los músicos entran eufóricos. Jacob saca un táper lleno de botes donde trae sus medicinas. Él está echado contra el respaldo del sofá, con la cabeza baja o con ella levantada pero con una expresión insensible en los ojos. En una mano tiene el final de un cigarro al que se le cae la ceniza. Cuando el camerino se vuelve a vaciar, se queda solo con la intérprete, una chica mexicana, la única persona en la que se ha fijado en toda la tarde. En el hotel le preguntó si era de China. En el camerino le pidió que saliese a bailar. Ahora le ha pasado un brazo por encima del hombro. “¿Quieres venir a comer pizza?”.

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