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SILLÓN DE OREJAS

Viajando en el sillón volador

La llegada del verano favorece la publicación de libros de viajes y lejanos destinos

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Se huele el verano. Y quien más (los que creen que pronto verán los brotes verdes), quien menos (la inmensa mayoría sufridora), ya está haciendo planes para poner tierra de por medio y largarse a respirar otros aires, aunque sean pocos días y en el pueblo de los abuelos. Los expertos afirman que el turismo interior se recupera lentamente y que este verano aumentarán las salidas al extranjero (y no me refiero a los jóvenes emigrantes económicos). Los editores, acostumbrados a olfatear las menores variaciones del Zeitgeist, empiezan a enviar a las librerías reediciones de sus guías turísticas y todo tipo de relatos de viaje y travelogues, una categoría del ensayo literario claramente en alza que apunta, como objetivo comercial, al sector de lectorado más aburrido de la sobreabundancia de narratividad más o menos clonada. Alrededor de mi sillón de orejas, convertido en artefacto metafóricamente volador que me transporta a lejanos destinos, tengo tres libros que valoro con diferente baremo y que hojeo (y ojeo: depende) cuando me asaltan mis cada vez más agudos ataques de melancolía. Javier Reverte, uno de nuestros más conspicuos viajeros, vuelve en Canta Irlanda (Plaza & Janés) a utilizar su engrasada fórmula de invitar al lector a acompañarle en un viaje (y esta vez al alcance de la mano) mientras le guiña el ojo con multitud de referencias y anécdotas cinematográficas, literarias, históricas, mitológicas y last but not least, personales. India, de Chantal Maillard (Pre-Textos) es más que un travelogue: se trata de una especie de destilado libro de notas sedentarias elaborado con muy diversos materiales (incluyendo diarios, poemas, cartas, ensayos y narraciones) y construido, como personal palimpsesto, a lo largo de un cuarto de siglo; un libro magnífico en el que la historia sentimental e intelectual de la autora se confunde con la de un subcontinente en transformación en el que conviven ancestrales modos de vida junto a las más brutales manifestaciones de capitalismo globalizado. Pero mi preferido es América (también Pre-Textos), de Rudyard Kipling, que recoge el relato y las reflexiones del entonces joven escritor angloindio durante su periplo por EE UU, y en los que expresa la fascinación que sobre él ejerció esa mezcla de lo familiar con lo extraño (Freud pensaba que esos eran los ingredientes de lo siniestro) que le asaltaba por doquier: la mujer americana, la religiosidad, los prejuicios políticos, el poder de la opinión publicada y la violencia son algunos de los motivos en los que se explaya. Mención aparte merece ese estupendo capítulo final en el que Kipling visita a Mark Twain en Elmira, Nueva York (hace unos años visité allí su estudio y dejé caer un cardo sobre su tumba), y en el que se incluye una entrevista en la que el genial (pero cascarrabias) padre de Huckleberry Finn expresa sin pelos en la lengua sus opiniones sobre la moral de sus editores y sobre los derechos de autor (a los que “habría que hacer iguales en todo a la propiedad inmobiliaria”, una opinión que agradaría a Javier Marías). Tres libros que también sirven para viajar desde el sillón.

Principesco

En todo caso, este año se presenta insólito en lo que se refiere a destinos turísticos antes no considerados por los españoles. Ahí tienen, por ejemplo, Uruguay, que en mi lista de lugares por visitar no figuraba entre los primeros (Onetti, el más ilustre uruguayo que he conocido, descansa para siempre en el cementerio de la Almudena de Madrid). Bueno, pues ahora, con la valiente regularización del comercio de la marihuana (que se venderá a 0,70 céntimos de euro el gramo), ya no tarareo aquella magnífica tonada surrealista del maestro Ortiz de Villajos, hijo ilustre de Almería, que rezaba: “Al Uruguay, guay, ya no voy, voy, / porque temo naufragar”. Es más, no me extrañaría que la patria de, entre otros grandes escritores, Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Idea Vilariño, Mario Benedetti, Cristina Peri Rossi y Rafael Courtoisie (sin olvidarme de mi adorado Conde de Lautréamont), se convirtiera en el destino preferido de muchos mochileros amantes del psicotrópico más universalmente utilizado. ¿Y qué me dicen de Ceuta, elevada a la categoría de destino de moda gracias a El Príncipe, la más exportable serie televisiva de fabricación propia? El antiguo enclave, perdón, ciudad autónoma, es el escenario (no siempre) de ese espectacular culebrón de amor, drogas y violencia, con CNI y yihadistas, diseñado al milímetro por Aitor Gabilondo y César Benítez, y que ha conseguido la audiencia más cautiva (cerca de cinco millones) de los últimos años, algo que confiere cierta aura de prestigio a una cadena célebre por su elevada facturación semanal de basura. Unos datos de audiencia que los audaces desnudos de la bellísima Hiba Abouk (Fátima) y de los macizones Álex González (Morey) y Rubén Cortada (Faruq) prometen pulverizar al alza en la última entrega de la serie. No ignoro que algunos caballas —este apelativo coloquial, en mi opinión incorrecto, que se aplica a los ceutíes ya está recogido en el DRAE— piensan que la imagen que se ofrece de la barriada de El Príncipe no es buena, pero lo cierto es que la ciudad (con sus casitas pintadas de colores y su promesa de exotismo controlado) aparece, en conjunto, casi tan idealizada como la dulce Salisbury que pintó Constable. El viejo tema de los amores contrariados, a cargo esta vez de la Fátima Capuleto y del Morey Montesco vuelve a demostrar su eterna eficacia narrativa: “¿Por qué el amor, tan dulce en apariencia, es, si se prueba, tan áspero y tirano?” (Romeo y Julieta, I, I). Y Ceuta, la ciudad del ultrajado traidor don Julián, imprevista y multiétnica perla tingitana, con sus murallas meriníes, sus fosos navegables, su paseo marítimo de diseño, aparece ante muchos como atractivo destino fronterizo, por más que en ella existan terribles bolsas de pobreza y exclusión. Por lo demás, así como la naturaleza plagia al arte, la edición copia una vez más a la tele: Suma de Letras pone a la venta esta misma semana la novelización de El Príncipe a cargo de Salva Rubio. Y es que los editores están a la que salta.

Romanticismos

A ver si esto les suena a otra movida reciente. La concentración sigue adelante: el megagrupo de comunicación canadiense Torstar (propietario del Toronto Star) acaba de vender (300 millones de euros) su sello editorial Harlequin, el más importante del mundo en literatura romántica, a News Corporation, el imperio editorial y de contenidos del magnate Rupert Murdoch, que lo integrará en el negociado de HarperCollins. Según los antiguos propietarios, Torstar ha vendido Harlequin (cuya facturación del año pasado fue superior a los 260 millones de euros) para cubrir deudas y focalizar esfuerzos en otras ramas del negocio. En todo caso, uno de los segmentos de edición que más se venden en formato e-book (y, consiguientemente, más se piratean) es, precisamente, el de la literatura romántica. Y es que las chicas aman las tabletas (y no solo las de chocolate) con auténtica pasión. Y Murdoch, viejo zorro, lo sabe.

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