El pintor y su modelo conyugal
Este juego consistente en recitar el nombre del artista a pasos de distancia denota que el creador se ha hecho previsible
Un pintor a quien admiro es Xavier Grau y hace poco tuve la fortuna, gracias a la mediación de la crítica Victoria Combalía, de almorzar con él y visitar después su estudio. Fue todo muy interesante pero, tonto de mí, me quedé sin hacerle una pregunta que me importaba especialmente tanto pensando en él como, sobre todo, pensando en mí.
Se trataba de averiguar si cuando un pintor recae en una forma de expresión que lo define y aclama no queda preso de esa definición. Yo que pinto sin profesionalidad y hago esto o aquello según me va dictando el ánimo, me veo relativamente caótico frente a un conspicuo pintor que sigue una fórmula tan identificable que el conocedor de pintura sabe atribuirle un cuadro a tres metros de la cartela donde aparece su nombre.
Este juego que suelen hacer los profesionales consistente en recitar el nombre del artista a varios pasos de distancia denota de una parte que el creador se ha hecho previsible, y de otra que tiene registrado su estilo como una marca. Esta circunstancia beneficia la compraventa, porque tener un tàpies en casa sin que parezca un tàpies viene a ser una frustración, pero lo mismo cabe decir de un saura, un palazuelo o un feito. Parecería como si el pintor no llegara a ser del todo considerado sin afirmarse / firmarse en la estampa de su inequívoca composición. Y, sin embargo, ¿es interesante que un pintor se dedique a su reiteración (Canogar, por ejemplo, es una sobresaliente excepción)?
Sin embargo, mediante la identificación, no cabe duda, el buen pintor gana mercado porque el mercado alrededor reconoce la etiqueta como la de Louis Vuitton. Y el pintor ¿goza de su propia monotonía? ¿No sufre una condena al seguir mostrándose siempre de la misma —o muy parecida— manera que en la época en que logró triunfar? Picasso hizo de todo y casi todo le daba prestigio —a partir de un momento— pero Picasso no es ejemplo de nada. Picasso es un fenómeno y no una escuela. Menos un canon que una canonjía. Pero, ¿entonces? Hay que pintar de modo que en que un matisse sea siempre un matisse o que un léger sea similar al anterior.
En la escritura, donde más tiempo he pasado, no ocurre intencionadamente lo mismo. O eso me parece. Pero los libros que se almacenan en los estantes ya no dan prestigio, y la pintura, sí. Sí, y en buen grado, de modo que no se puede pintar al tuntún si se quiere ofrecer al comprador un estatuario tam tam. Pero ese redoble social y económico, ¿no hace al artista esclavo? ¿No le condena su momento de gloria a una sucesión de creaciones con menor creatividad y escasa experimentación? No lo sé.
¿Entonces? Entonces esta fue la pregunta que incomprensiblemente no le hice a Xavier Grau y que se halla en el centro de mi experiencia porque algunos críticos me dicen que siga pintando y pintando hasta lograr “un sello”.
Efectivamente, para seguir pintando necesito la estimulación de estos nobles asesores pero intentar pintar de una manera “identitaria” produce agobio y simplicidad. Precisamente la pintura es la máxima forma de lúdico disfraz. Y si no es un juego de máscaras, ¿cómo puede hallarse su mayor encantación?
De otra parte, ¿qué criterio es este que funda el logro no en la libertad sino en la fidelidad? ¿Fidelidad de por vida? Porque ciertamente el modelo se corresponde, ni más ni menos, con los plomizos valores burgueses: su monogamia, la monótona adhesión a un dogma, la vida y la muerte en el mismo lecho de Procusto o sobre el ahuecado molde del lienzo conyugal.
Babelia
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