Posguerra, ciudad de vacaciones
En las novelas de Rafael Chirbes aparece Misent, un lugar imaginario de la sobreexplotada costa levantina
¿Qué es un delito? “Un negocio sin capital inicial”. Esto dice un personaje de Rafael Chirbes traduciendo a su manera la máxima de Balzac: “Detrás de la fortuna, el crimen”. El personaje de Chirbes es arquitecto, como tantos en sus historias, llenas de constructores, casas, solares y urbanizaciones. No es, pues, extraño que a raíz de la publicación hace unos meses de su última novela, En la orilla (Anagrama), se le considere uno de los grandes cronistas de la actual crisis económica, cuyo culpable simbólico comparte nombre con el que suele darse a la literatura tocho: el ladrillo.
Aunque él huye del título como de la peste, lo cierto es que pocos libros retratan como Los viejos amigos, Crematorio o el citado En la orilla un país que pasó de viejo pobre a nuevo rico saltándose varios cursos. Cosas de la perestroika hispana, esa travesía en la que la modernización llegó antes que la modernidad, o sea, el espíritu del capitalismo antes que la ética protestante, la tarjeta de crédito antes que sus instrucciones de uso.
Si hay escritores —Durrell, Magris, Saer— cuya obra podría estudiarse con mapas, más que con tesis doctorales, la de Chirbes convendría estudiarla con planos: planos de ciudades y planos de casas. O usando uno de esos libros que reconstruyen la Roma imperial superponiendo una lámina de acetato con los monumentos intactos a la foto de su actual ruina. El negocio que tapa el delito, los medios justificados por el fin. “Si para algo sirve el dinero es para comprarles la inocencia a tus descendientes”, dice otro personaje.
De eso tratan sus libros, de cómo aquellos que disfrutan de la reconstrucción desprecian a los que un día comerciaron con las ruinas. De eso tratan, de hecho, dos de sus novelas cortas que Anagrama reeditará este otoño en un solo volumen bajo el título general de Posguerra: Los disparos del cazador y La buena letra. En las dos aparece Misent, un lugar imaginario de la sobreexplotada costa levantina que ha terminado siendo la Comala de Chirbes, su Macondo, su Yoknapatawpha. Ni que decir tiene también que en ambas hay una casa y que esa casa, más que un hogar dulce, es un depósito de recuerdos amargos.
El protagonista de Los disparos del cazador es un empresario (emprendedor, dice el nuevo eufemismo). Empresario de la construcción y de lo que se tercie con tal de que el dinero se multiplique rápido. Blanco o negro, lo importante es que cace ratones. Ya anciano, encerrado en su casa con un criado, piensa en los años en que hizo su fortuna. Piensa en ellos sin querer recordarlos. Él, de hecho, querría un imposible: una memoria sin recuerdos, sin emoción. En esa memoria que el dinero no puede comprar tienen un papel clave su padre —republicano— y su suegro —franquista—. Si aquel juzgaba su oportunismo como una traición, este lo juzga como una intromisión.
Con todo, el mayor justiciero es también el gran beneficiario de todo, un hombre que ha leído a Benjamin pero no quiere ver en la civilización presente la barbarie pasada: su hijo. “Uno se ensucia para evitarles a los hijos que tengan que hacerlo, y ellos estudian idiomas, escuchan música, conocen las playas de Normandía, llevan jerseys de cashemir y pasan sus vacaciones en cualquier país exótico, y entonces empieza a dolerte esa inocencia que has cultivado, porque es la que los está alejando de ti”.
Esa inocencia del primogénito —arquitecto— es la que no soporta que su padre le hable de “la realidad” porque prefiere maquillar como “tarea social” un proyecto de plaza en Barcelona, de auditorio en Valencia o de pabellón en la Expo de Sevilla. El padre: “Ahí vais a ganar un montón de dinero”. El hijo: “Pero, papá, no se trata exactamente de eso”. Y el padre, para sí mismo: “Ese ‘exactamente’ era para mí la sospecha de su doblez”.
En 1992, el año de la Expo sevillana, y dos antes que Los disparos del cazador, Rafael Chirbes publicó La buena letra. La novela se adelantó una década al boom de la literatura sobre la memoria histórica pero su autor, escurridizo, dijo siempre que era un libro contra la ley Boyer de alquileres, germen, según sus críticos, de una especulación inmobiliaria que creció como una planta de invernadero pero que ahora nadie recuerda haber sembrado, regado o abonado. Recluida, también ella, en su casa, la narradora de La buena letra cuenta a su hijo —otra casa, otro hijo— la vida de la familia, la guerra perdida, la represión, la pobreza, una miseria que “no nos dejaba querernos”.
La familia se parte por la mitad cuando uno de sus miembros se suma a los negocios de sus propios verdugos. Por supuesto, prospera. Y olvida. La narradora no puede olvidar, pero tampoco puede dejar de preguntarse para qué le sirvió tanta honradez. A ella, claro, le falla la visión de futuro. No se ha puesto las gafas del progreso y le cuesta imaginar la versión de acetato de la historia.
Todo lo sobrelleva menos que los suyos le hablen de la casa como de un solar en el que construir un flamante edificio. “Esta casa llena de goteras”, dice ella, “con habitaciones que nada más abro para limpiar, y poblada de recuerdos que me persiguen, aunque yo sepa que también me identifican”. Quítese casa, póngase España, Chile, Argentina, Cataluña, Euskadi… y táchese lo que no proceda.
Babelia
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