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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Entre el sopor y la irritación

Bellocchio recurre, para contar la espesura trágica, a un lenguaje banal La película de Manoel de Oliveira supera todos los límites del estatismo

Carlos Boyero
El director británico Peter Brook, ayer en Venecia.
El director británico Peter Brook, ayer en Venecia.CLAUDIO ONORATI (EFE)

Haciendo memoria sobre la larguísima filmografía de Marco Bellocchio descubro que solo me impactó su primera película. Se titulaba I pugni in tasca y fue realizada en 1965, aunque en España se estrenó tres o cuatro años más tarde. La recuerdo como un retrato feroz de una familia burguesa. No he vuelto a verla. Por si acaso. Desde entonces Bellocchio ha mantenido molesta fidelidad a los temas presuntamente importantes, desde la ascensión de Mussolini a los desmanes de la Iglesia católica, el secuestro de Aldo Moro o la corrupción de la política italiana. Nada que objetar a que alguien se proponga ser el eterno analista cinematográfico de los trascendentes sucesos históricos que han marcado a su país. A condición de que esa teórica esté expresada con creatividad poderosa, pero en el caso de Bellocchio su indiscutible conciencia social y su lenguaje para describir el estado de las cosas me han provocado casi siempre más bostezos que emociones.

En Bella addormentata, Bellocchio se centra en un suceso que conmocionó a Italia y que dividió a la opinión pública hasta extremos irreconciliables. Fue la decisión de los padres de Eluana Englaro, una mujer que llevaba en estado vegetativo 17 años, de aplicarle la eutanasia. A través de este suceso y de la radical toma de postura de la gente que consideraba esta decisión como un abyecto asesinato o una necesaria liberación, Bellocchio cruza varias historias de personas que habían vivido situaciones parecidas. La de un político conservador con una hija ultracatólica que milita contra la eutanasia y que tiene que elegir con su voto la fidelidad a las consignas de su partido y a su hija, o bien, actuar como le dicta su conciencia, ya que él retiró la respiración asistida a su moribunda esposa. También nos cuenta la perseverancia de una famosa y retirada actriz para que una hija en coma permanente siga viviendo. O los múltiples intentos de suicidio de una desesperada yonqui que son frustrados por el afán de un médico por que siga existiendo.

Bellocchio recurre a la intensidad emocional para narrar esos dramas, pero la espesura trágica está descrita con lenguaje banal, con la factura estética de un concienciado telefilme. Bella addormentata no es ni de lejos lo peor que ha exhibido una Mostra con afición a las idioteces autorales, pero constata la incapacidad de Bellocchio para lograr un cine atractivo con esos argumentos importantes por los que siente eterna vocación.

Sin embargo, la película estadounidense Spring breakers, dirigida por Harmony Korine, sí tiene contrastada capacidad para atacarte los nervios. Posee el espíritu de un porno para ancianos rijosos, protagonizada por cuatro descerebradas lolitas que deciden vivir peligrosamente durante unas vacaciones de primavera. El demencial argumento solo es un pretexto para la repetición hasta la náusea de imágenes de adolescentes meneando lúbricamente su anatomía y chupando todo tipo de objetos alargados simulando felaciones. Todo ello filmado con la estética de los peores videoclips y sin que en ningún momento deje de atronarte la música house. Alguien ha debido de encontrar esta cretinez como el colmo de la modernidad experimental en una trama transgresora que dinamita las convenciones sobre la adolescencia. Los friquis estarán encantados.

Y no me quedan calificativos para describir la última y tediosa ocurrencia de Manoel de Oliveira, ese venerado director de 104 años que firma O gebo e a sombra. Según él, adapta una obra que supone un ilustre antecedente del Esperando a Godot, de Samuel Beckett, y también una reflexión sobre el poder. Celebro que el maestro me aclare el argumento de su película ya que a mí me resulta imposible entender nada de lo que me está hablando. Pero si normalmente su lenguaje para no contar nada se distingue por el estatismo, aquí ha superado todos sus límites. Ojalá que Oliveira viva 100 años más si ese es su deseo, aunque mi alivio será inmenso el día que ya no tenga la obligación profesional de ver sus películas en los festivales, los únicos escenarios que ofrecen admirado cobijo a su insoportable cine.

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