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‘Los Simpson’ puede con ‘Hermanos de sangre’

La familia de Springhfield logra el 65,66% de los votos, la derrotada se queda en el 34,34%

Hermanos de sangre

Por Guillermo Altares

Tom Hanks y Steven Spielberg trasladaron a la televisión el espíritu que les había llevado a crear Salvar al soldado Ryan tres años antes: filmar la Segunda Guerra Mundial con unos enormes medios técnicos y con efectos especiales salvajemente realistas. El mensaje desde el punto de vista de la producción era que se podía hacer televisión con los mismos medios que el cine y se gastaron 150 millones de euros en diez episodios para demostrarlo. Hermanos de sangre abrió el camino a series como Juego de tronos. El mensaje desde el punto de vista ético fue que incluso las guerras justas son salvajes, que la lucha contra las nazis fue imprescindible, pero que eso no le quita crueldad y sufrimiento aquellos que viven el conflicto. La serie está dedicada por eso a “todas las generaciones que han tenido la suerte de no vivir una guerra”.

Hermanos de sangre relata el recorrido al final de la Segunda Guerra Mundial de una compañía de élite, que forma parte de la 101ª División Aerotransportada, desde su entrenamiento en Estados Unidos hasta la posguerra en Austria, pasando por el Día D en Normandía hasta la contraofensiva de las Ardenas o la liberación de un campo de concentración. Sus diez capítulos componen un fresco impresionante del conflicto, pero sobre todo de los soldados que combatieron en él. En ese sentido, se sumerge en las raíces de nuestra cultura porque la serie es un gran homenaje a un grupo de héroes accidentales que, como los héroes de Homero, son cualquier cosa menos perfectos.

Sus creadores supieron beber de los clásicos del cine bélico, desde La gran ilusión hasta La chaqueta metálica o El día más largo (Stephen E. Ambrose es un heredero de Cornelius Ryan) pero su originalidad va más allá de los efectos especiales: su relato del Desembarco de Normandía desde la retaguardia; la minuciosidad, digna de Antony Beevor, con la que filman las pequeñas batallas que forman una guerra; y, sobre todo, la descripción de los soldados y de sus relaciones. Todos los personajes, interpretados por actores casi desconocidos, tienen un papel en la historia. Por encima de ellos se eleva Dick Winters (Damian Lewis en la ficción), el líder de la Compañía Easy, y uno de los grandes personajes del cine bélico, el oficial que cualquiera quisiera tener a su lado en los peores momentos. “Iríamos con él al infierno y volveríamos”, dijo uno de sus compañeros, cuando Winters murió, en enero de 2011. Hermanos de sangre es, ante todo, eso: un viaje de ida y vuelta al infierno, la demostración de que una guerra saca lo peor y lo mejor de la gente, es el relato de un heroísmo que ojalá nos pudiésemos ahorrar para siempre.

Los Simpson

Por Iker Seisdedos

Los Simpson es, como el buen pop, las películas de serie B y ciertos cuentos infantiles, pura subversión contracultural en horario de máxima audiencia. Un cuestionamiento perpetuo al discurso dominante donde a sus fervorosos seguidores les duele más: antes del telediario. La consabida fórmula de la sitcom, los 22 minutos de duración, las tres tramas, los secundarios brillantes, esconde en este caso todo un panóptico de la condición humana, la reproducción a escala 16:9 de las miserias y virtudes de la vida en sociedad y un panfleto filosófico en el que se dan citan sin que esta resulte incómoda la moral kantiana, el nihilismo nietszcheano y todo lo que queda en medio (véase Los Simpson y la filosofía, editado por Blackie Books, o mejor recupérese aquel episodio en que a Homer le diagnosticaban un solo día de vida más).

E incluso por muy pesados que se pongan los exégetas de la intelectualidad y los autores del citado libro, siempre estará el renovado influjo que la serie ha tenido y tendrá sobre niños y preadolescentes criados ante la televisión desde su estreno en 1989. ¡Son dibujos animados! Y, como le espetaba la muy juiciosa Lisa a Homer en cierta ocasión: “si los dibujos animados fuesen para adultos los pondrían a las mejores horas”.

La idea original de Matt Groening, desarrollada en más de 500 capítulos por un equipo de profesionales superdotados en el arte de la sátira, la ternura, las veladas referencias culturales o los dobles sentidos, es también una de las historias de éxito más asombrosas de la televisión reciente. Se emite en 25 países para 40 millones de espectadores. Fox ha ingresado más de 3.400 millones de euros gracias a la serie. Y en España, Antena 3 registra una cuota media del 20% de audiencia, después de tanto tiempo (y tanto maltrato al espectador; ¡la primera temporada se ha emitido 23 veces!).

Entre otros logros de la revolución amarilla, aunque no tan contables,  habría que apuntar sin duda la honda muesca que sus peripecias han causado en la pistola de la cultura popular. No es solo que las frases de Bart salpicaran el habla cotidiana, que gags de las primeras temporadas (nadie niega cierto declive en la serie) hayan alcanzado la condición de categoría (como el impagable concepto regalo Homer; una bola de bolos con su nombre estampado que este compra a la pobre Marge con motivo de un cumpleaños) o que muchos de sus 300 personajes hayan devenido en arquetipos que podemos reconocer en nuestro entorno (¿o será al revés?). Es también que sus lógicas internas han definido el cambio de siglo. Sin ir más lejos, cuando un famoso (y un famoso es para Groening también Thomas Pynchon, el escritor sin rostro) aparece dibujado en Los Simpson sabe que ha alcanzado una nueva cota de trascendencia cultural.

Hay series más adictivas, más salvajes, más sinuosas en la administración de los tiempos (sobre todo ahora que la vieja fórmula de la trama autoconclusiva parece tan superada), pero siempre nos quedará Springfield.

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