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Tribuna
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Después de la COP28: Transitar, triplicar y participar

El oligopolio de los combustibles fósiles se ha visto obligado a aceptar que se enviara una señal clara hacia un mundo sin petróleo y gas

Activistas climáticos en la COP28, celebrada en Dubái a principios de diciembre.
Activistas climáticos en la COP28, celebrada en Dubái a principios de diciembre.THOMAS MUKOYA (REUTERS)

“Transitar” y “triplicar” son los dos términos que quedarán de la reunión de la COP28 que acaba de concluir en Dubái. “Transitar más allá de las energías fósiles” fue la formulación diplomática elegida para eludir la contundente demanda de “phasing out fossil fuels” de 130 países y numerosos actores económicos y colectivos socio-ambientales que reclamaban un compromiso definitivo de salida de los combustibles fósiles. Triplicar la producción de energías renovables para 2030″ fue el objetivo concreto publicitado como señal de cambio de modelo energético, pero sin garantizar una disminución proporcional de combustibles fósiles. Por eso, aunque nos pueda saber a poco, la palabra “transitar” es un innegable logro histórico: el oligopolio de los combustibles fósiles, responsable de cinco millones de muertes al año en todo el planeta, se vio obligado a aceptar que se enviara una señal clara hacia un mundo sin petróleo y gas.

Esta señal, sin embargo, está “mezclada con muchas otras señales peligrosas”, según alertó Kaisa Kosonen, jefa de la delegación de Greenpeace en la COP28, porque las múltiples e intencionadas lagunas jurídicas del texto final dejan la acción climática en una situación todavía muy vulnerable frente a los intereses creados de los combustibles fósiles. Prueba de ello es que, tan sólo dos días después del final de la cumbre, Sultán Al Jaber, polémico presidente de la COP28, anunció que “la demanda decidirá” y que su propia compañía petrolera (ADNOC) seguirá con sus planes de inversión en combustibles fósiles.

Siendo así, para que “transitar” y “triplicar” signifiquen una acción de descarbonización masiva a la altura de lo que necesitamos, debemos rescatar urgentemente otro término clave del informe final de la COP28: “participar”.

En las resoluciones finales de la COP28, adoptadas en tiempo de descuento y tras dos semanas de negociaciones agónicas, las partes “reafirman que las soluciones justas y sostenibles a la crisis climática deben estar fundamentadas en un diálogo social significativo y eficaz y en la participación de todos los agentes interesados, incluidos los pueblos indígenas, las comunidades y los Gobiernos locales, las mujeres, los jóvenes y los niños”.

Dicho de otro modo: “el enfoque participativo” que la COP28 integra son las medidas de participación ciudadana ya presentes en el Acuerdo de París. Pero lo que en 2015, tras la COP21, solo era una declaración bienintencionada, algo que Laurence Tubiana, la gran artífice de la negociación del histórico Acuerdo de París, llamó “una anticipación racional”, se está haciendo cada vez más real. En los últimos diez años, han sido muchas las experiencias y los avances que están sentando las bases de una nueva gobernanza climática participativa.

Así, este año hemos visto cómo en Ecuador, tras más de una década de movilización de los colectivos militantes, el pueblo pudo votar sobre la política extractiva y aprobó por referéndum la prohibición definitiva de las prospecciones petrolíferas en el Parque Nacional yasuní. Este voto es un hito histórico en la acción climática a nivel internacional, porque ha demostrado que la participación institucionalizada de la sociedad civil en su conjunto puede, o, más bien, podría, emancipar las políticas públicas de la influencia de los lobbies del petróleo y de las industrias extractivistas.

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De manera más global, se está construyendo paso a paso un nuevo enfoque democrático que articula los derechos de la naturaleza, los de la ciudadanía a vivir en un entorno saludable y seguro (catalogado por la ONU, en 2022, como derecho humano universal) y el derecho a la participación ciudadana vinculante en la definición misma del Estado. En Chile, el proceso constitucional, nacido a raíz del estallido social de 2019 que llevó a desplazar la COP25 a Madrid, promovió la idea de un “Estado ecológico de derecho” que intentó colocar por primera vez la participación ciudadana en el centro de las instituciones y dentro de los mecanismos reforzados de protección ambiental. También en Europa, de manera distinta pero en cualquier caso también muy esperanzadora, el “enfoque participativo” que asentó el Acuerdo de París está abriéndose paso, con todo el viento en contra en un contexto político muy difícil.

Está sucediendo: tras la ola de movilizaciones populares de 2018, en diez países europeos, entre ellos España, se organizaron por primera vez asambleas ciudadanas por el clima para orientar la transición ecológica y la transformación profunda de nuestras sociedades. En cada una de estas asambleas, sus integrantes, elegidos por sorteo, han tenido la oportunidad de acceder a una información objetiva y contrastada procedente de distintas esferas del conocimiento científico, económico y social con el fin de deliberar y proponer soluciones que permitan alcanzar un objetivo de descarbonización preciso y calendarizado, abarcando la agricultura y la alimentación, la edificación, la movilidad y el transporte, la energía o los servicios sociales. Además, estas asambleas han brindado a las organizaciones ambientales una nueva palanca, una nueva caja de resonancia y un nuevo canal de comunicación con el conjunto de la sociedad. A raíz de estas experiencias, en el norte y centro de Europa, incluida Francia, el tercer sector ya reclama la participación ciudadana efectiva y permanente, para que la sociedad pueda tener un “voto climático” participativo plenamente integrado a la democracia representativa, tal y como viene recomendando el Consejo de Europa desde 2021.

En España, la Asamblea por el Clima, organizada en 2022 por el ministerio para la Transición Ecológica a iniciativa de Teresa Ribera, ha sido decisiva para empezar a incorporar la participación ciudadana como parte importante de la acción climática en nuestro país, a pesar de sus carencias organizativas, el escaso seguimiento de los medios de comunicación generalistas y la ambigüedad de los objetivos que se le marcaron. Las posteriores asambleas organizadas a nivel autonómico, primero en Baleares y estos días en Cataluña, han sabido sacar partido de las lecciones aprendidas, impulsando a todos los actores sociales a asumir un papel relevante en una nueva cultura de democratización profunda de la acción climática.

En Europa, este compromiso con la democracia participativa y con la acción climática nunca había sido tan urgente y necesario como hasta ahora. En un contexto de crisis múltiples y de explosión de las desigualdades, el negacionismo y el retardismo climático están avanzando de manera muy alarmante en las instituciones de gobierno de la mano de algunos partidos políticos, sin que ese giro sea reflejo de una demanda ciudadana. Los múltiples ataques a la Agenda 2030 durante la última campaña legislativa en España y, a nivel europeo, la criminalización de los colectivos ambientales no violentos o la coalición reciente para intentar bloquear el Pacto Verde en la Comisión Europea, han enviado señales muy preocupantes de cara a las elecciones europeas que se celebrarán en junio de 2024.

Aun así, una encuesta reciente demuestra que en realidad no existe un electorado anticlimático: el 80% de la población europea considera que la crisis climática es la mayor amenaza actual y acepta con aplastante mayoría los cambios necesarios, incluso la reducción planificada del consumo, siempre que sea de manera justa y socialmente equitativa. Un sondeo realizado por el Banco Europeo de Inversión (BEI) muestra que en España, concretamente, un 59% de los encuestados se declara favorable a un sistema de presupuesto de carbono que asigne a cada persona un número fijo de créditos anuales para gastar en artículos con una huella de carbono elevada (bienes no esenciales, vuelos aéreos, etc.), sin menoscabo de otras medidas que deben tomarse.

Esta es la ciudadanía en Europa, lo que el filósofo Bruno Latour llamaba “el pueblo climático”. Su participación directa y cada vez más efectiva es absolutamente necesaria para alinear las políticas públicas con el interés ciudadano, orientar a los decisores sobre las rutas de descarbonización y de desarrollo de las energías renovables respaldadas por la ciudadanía y hacer realidad la eliminación rápida, equitativa y bien financiada de los combustibles fósiles, hacia la creación de una sociedad postcarbono más justa y democrática.

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