¿Qué nombre ponemos al próximo huracán?
La realidad atmosférica, cuando desata su ira, aparece con toda su dimensión literaria, además de llevar nombre propio
Se sabe que Homero fue un antiguo cantor de poesía épica que andaba por las tabernas de los puertos recitando historias a cambio de unas monedas. Con el tiempo, una de aquellas historias se convertiría en relato fundacional de nuestra civilización.
Se trata de La Odisea, donde su protagonista, el astuto Ulises, vive peripecias de lo más variado. En una de ellas llega a Eolia, la isla donde reina Eolo, dios de los vientos, quien le entrega una bolsa de cuero que se conoce como el Odre de los Vientos. Si la abre, ha de hacerlo con cuidado; de no ser así desencadenará los vientos, las tempestades y el desastre. Al final, la curiosidad pudo con uno de los marineros que viajaban en la misma nave de Ulises. La bolsa fue abierta y, tal y como estaba escrito, se desató la furia de los vientos.
Y sufrí y resistí y, envolviéndome en mi manto, / me acosté en el bajel. La borrasca llevaba las naves / otra vez a la isla de Eolia; mis gentes gemían.
La literatura es lo que tiene, que busca los orígenes de la catástrofe en las relaciones mágicas del ser humano con la Naturaleza; de ahí también que la realidad atmosférica, cuando desata su ira, aparezca con toda su dimensión literaria desde el momento en que se le pone nombre propio a los huracanes y borrascas: huracán Milton, huracán Leslie, huracán Oscar, borrasca Berenice...
En estos días de atrás hemos visto las imágenes de los destrozos causados por la furia atmosférica. Desgracias que nos remiten a La Odisea y al Odre de los Vientos, sin olvidar la amenaza de ese otro huracán, más realista, que nos hizo vivir Joseph Conrad a bordo del Nan-Shan. Un vapor que transportaba a un buen número de trabajadores chinos que volvían a sus casas mientras se acercaba un tifón al que el capitán no dio importancia.
Conrad vivió de primera mano tempestades, de ahí que su relato Tifón sea tan vivo. Por el contrario, el inglés William Shakespeare, que no vivió nunca una tormenta en alta mar por ser escritor de tierra, escribió La tempestad, una obra de teatro que comienza con un tifón que arrastra a sus personajes hasta una isla desierta. Antecedente de ese otro relato fundacional sobre naufragios que escribió Daniel Defoe, donde hizo llegar a Robinson Crusoe a una isla después de un huracán cerca de Brasil.
Otra célebre tempestad fue la que relató Julio Verne en La isla misteriosa, la novela donde unos prisioneros de guerra consiguen escapar en globo, arrastrados a gran velocidad por una tempestad originada por “un huracán sin interrupción que duró ocho días. Las pérdidas que ocasionó fueron cuantiosas: Ciudades devastadas, lugares arrasados por trombas de agua que caían como aludes, bosques asolados, barcos arrojados a las costas”.
El paisaje apocalíptico que deja un desastre de estas características es descrito por el autor norteamericano Richard Ford en Francamente Frank, que presenta la desolación tras “la zarabanda del huracán Sandy que ha arrasado todo a su paso, casas, coches y vidas. Todos continúan perplejos: amargados, deprimidos, dolidos pero resueltos. Decididos a renacer de las cenizas”, escribe Richard Ford al comienzo del libro, presentándonos el panorama tras el desastre, el escenario que va a servir de fondo para poner en acción a su famoso personaje: Frank Bascombe.
Desde los tiempos de Homero (siglo VIII a.C), la literatura ha venido nutriéndose de catástrofes, excesos dramáticos originados, primero por los dioses y luego por la naturaleza, a la que seguimos atribuyendo cualidades literarias. De ahí que bauticemos huracanes y borrascas con nombres propios, como si fueran o quisieran ser personajes de un relato que la propia Naturaleza escribe cuando se ofende.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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