El enigma de las enfermedades mentales: ¿por qué es tan difícil tratarlas?
Después de más de un siglo de investigación neurocientífica, las enfermedades psiquiátricas se encuentran entre las peor comprendidas y las más difíciles de tratar
Si los seres humanos tienen un problema, siempre habrá otros que vivan de ofrecerle soluciones, las tengan o no. En todas las culturas y durante toda la historia ha habido profesionales dedicados a aliviar el miedo a la muerte y a las incertidumbres de la vida, aunque sus habilidades para combatirlos fuesen sobre todo historias de esperanza y consuelo. Durante milenios, el trabajo de sacerdotes y médicos no fue muy distinto y la eficacia para acabar con males concretos fue muy limitada, dependiente casi siempre de la habilidad artesanal del chamán o del cirujano. Desde hace dos siglos, sin embargo, la aplicación del método científico transformó la medicina. La identificación de algunos microorganismos como causa de enfermedades letales como la viruela o el tifus permitió combatirlas con higiene, antibióticos o vacunas, salvando millones de vidas. Y el conocimiento preciso de los fallos fisiológicos que provocan dolencias como la diabetes hizo posible diagnosticarlas y tratarlas con un éxito.
Sin embargo, tras décadas de avances espectaculares en muchos campos, la medicina moderna se ha encontrado con obstáculos más complicados que las enfermedades infecciosas. Las enfermedades del cerebro son, según la OCDE, la principal causa de discapacidad en los países occidentales. Suponen entre un 30% y un 40% de las bajas de larga duración y un coste del 4% del PIB. Y, sin embargo, los progresos frente a estos males son muy limitados. Tras décadas de investigación, demencias como el alzhéimer no cuentan con ningún tratamiento eficaz y para otros trastornos psiquiátricos como la esquizofrenia o la depresión las opciones terapéuticas son escasas, de efectividad limitada y con recaídas frecuentes. Según datos recogidos en un artículo publicado por investigadores del Instituto de Neurociencias de Alicante en la revista Frontiers in Psychiatry, en un estudio con personas con depresión mayor, el 31% se encontraban bien después de 14 semanas de tratamiento con inhibidores selectivos de recaptación de la serotonina, uno de los más populares. En trastorno bipolar, solo el 24% estuvieron libres de depresión durante ocho semanas consecutivas, un porcentaje similar al de un grupo de control que no recibió el fármaco. Y en otro análisis de pacientes con esquizofrenia, el 74% tuvieron problemas para seguir con los tratamientos al año y medio de comenzar. En esta revisión, los autores trataron de definir los marcadores que ayudarían a acotar mejor las enfermedades mentales para obtener diagnósticos más precisos y objetivos y elevar la eficacia de los tratamientos.
Jorge Manzanares, catedrático de Farmacología de la Universidad Miguel Hernández y autor principal del estudio, comenta que la tasa de éxito de los tratamientos psiquiátricos depende de muchos factores, como la gravedad del caso o la propia habilidad de los psiquiatras. “Ellos son un poco druidas de la enfermedad mental. A diferencia de médicos que pueden medir algún factor relacionado con una enfermedad [como la hipertensión o las transaminasas] y actuar en consecuencia, los psiquiatras actúan de una manera muy empírica, más artesanal”, afirma. “Ellos no tienen marcadores de alteraciones genéticas o anatómicas o marcadores de proteínas que les ayuden en sus decisiones, así que el éxito depende mucho de la experiencia del psiquiatra para evaluar al paciente y elegir un tratamiento o decidir cuándo se lo debe cambiar, porque un fármaco, por ejemplo, ha dejado de funcionar y hay otro que le va a ir mejor”, añade.
Ahora, el diagnóstico de estas dolencias se realiza con una exploración del paciente siguiendo guías y pruebas elaboradas para identificar las diferentes patologías, pero no es posible, por ejemplo, mejorar la evaluación a través de un análisis de sangre o una resonancia magnética. No obstante, eso no significa que no se hayan señalado rasgos biológicos o anatómicos relacionados con distintos trastornos. “Si comparamos un grupo amplio de personas con trastornos como el autismo, la esquizofrenia o el trastorno bipolar con un grupo sin enfermedad, observamos claras diferencias biológicas, desde alteraciones de la estructura o el volumen de algunas áreas cerebrales a la mayor o menor presencia de marcadores inflamatorios”, explica Guillermo Lahera, psiquiatra del Hospital Universitario Príncipe de Asturias (Alcalá de Henares, Madrid). “Pero, en la actualidad, ninguno de estos biomarcadores sirve para diagnosticar o predecir el inicio de la enfermedad”, reconoce.
La ciencia biomédica ha ofrecido soluciones eficaces a muchos males, pero también nos ha mostrado lo difícil que será librarse de muchos otros. “La mayoría de las enfermedades son multifactoriales y entre estas, muy especialmente, se encuentran las psiquiátricas”, señala Juan Carlos Leza, coordinador de grupo del CIBERSAM (Centro de Salud Biomédica en Red del Instituto de Salud Carlos III de salud mental) dedicado a explorar las bases biológicas de la enfermedad mental. Según explica el investigador, en las enfermedades mentales, el factor genético es muy relevante (una persona con padre y madre con esquizofrenia tiene un 40% de probabilidades de sufrir la enfermedad), pero los genes implicados pueden ser decenas o cientos. Sumado a ese riesgo, pueden ser necesarios otros factores externos, como un estrés sostenido, una infección vírica o la exposición a algunas sustancias tóxicas para desencadenar la enfermedad. Todas estas circunstancias, además, tienen una mayor influencia si se presentan durante los años en que se forma el cerebro, desde la gestación hasta el final de la adolescencia. En esta línea, Leza y su equipo trabajan en la identificación de moléculas relacionadas con la inflamación descontrolada en el cerebro, que se produce como respuesta a los factores mencionados, para después buscar dianas terapéuticas, o en la búsqueda de diferencias en las bacterias intestinales en personas con depresión, que también están relacionadas con esa inflamación nociva.
Pese a ser consciente de las dimensiones del reto y de las pocas aplicaciones prácticas que tiene de momento el conocimiento de la biología de las enfermedades psiquiátricas, Lahera cree que “esto no debe llevarnos al pesimismo o a volver a la idea obsoleta de que los trastornos de la mente no tienen ningún sustrato corporal, sino a impulsar con determinación la investigación en psiquiatría”. Manzanares recuerda además el elevado coste económico y sobre todo humano que tienen las enfermedades mentales o las adicciones. “Aunque de momento no haya soluciones muy buenas, habría que invertir más, precisamente porque es algo más desconocido”, plantea.
“La mayoría de las enfermedades son multifactoriales y entre estas, muy especialmente, se encuentran las psiquiátricas”Juan Carlos Leza, coordinador de grupo del CIBERSAM
Sobre el futuro, Lahera afirma que “en los próximos años el conocimiento de los trastornos mentales va a ser impulsado por los avances en neurociencia, genética y tecnología, pero advierte de que hay que quitarse de la cabeza cualquier modelo simplista, basado en un solo neurotransmisor que suba o que baje. La neurobiología de los trastornos mentales es complejísima”, explica, “porque participan en ella varios sistemas de neurotransmisión, varias redes de conexión neuronal, y todo en un fenómeno dinámico, en continua interacción con el ambiente”. En ese sentido, el también profesor de la Universidad de Alcalá menciona un hecho que añade complejidad a las enfermedades del cerebro. La enfermedad puede desencadenarse por el contacto con un virus o con una sustancia tóxica, pero también por una situación de sufrimiento fruto de una situación personal. “Nuestro estar en el mundo depende de nuestra biología”, señala Lahera. “No es que la mente sea el cerebro, eso sería reduccionista, pero el cerebro emerge de la mente y, por tanto, existe una influencia directa y bidireccional entre el ambiente y la biología”, continúa. “La investigación neurobiológica de los trastornos mentales, cuando es rigurosa y compleja, para nada se opone al decisivo papel del ambiente, a la importancia de la subjetividad o a la psicoterapia. Biología es todo eso y más”, concluye. Por eso, el hallazgo de biomarcadores fiables de las enfermedades mentales puede ayudar a buscar nuevos fármacos, más eficaces o con menos efectos secundarios, pero también servirían para evaluar su combinación con la terapia psicológica.
Los biomarcadores más importantes serán aquellos que permitan predecir la probabilidad de que un tipo de tratamiento tenga éxito o que ofrezcan pistas para buscar nuevos tratamientos. Como sucede con el cáncer, dentro de enfermedades como la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar, hay una gran cantidad de subtipos y muchas características que se solapan o se suman en un paciente concreto, y las herramientas actuales para afinar con los tratamientos son escasas.
Pero estos marcadores pueden servir también para anticipar el riesgo de que una persona desarrolle una enfermedad antes de que suceda. En este caso, Ignacio Morgado, catedrático emérito de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, advierte del cuidado que hay que tener con lo que se hace saber a la gente. “Un biomarcador que te dice que tienes un 60% de riesgo de padecer alzhéimer cuando no hay ningún tratamiento puede ser útil para los investigadores, pero no tiene ningún sentido para un paciente”, opina. “El emperador romano Marco Aurelio decía que lo que nos hace sufrir no son las cosas que pasan sino nuestra forma de verlas. Una noticia así te mete el miedo en el cuerpo y el miedo y el estrés puede desencadenar factores epigenéticos que generen enfermedades”, asevera.
Pese a las limitaciones, el estudio de las enfermedades del cerebro ha producido mejoras significativas en la vida de los pacientes. A partir de los años 50 del siglo XX, la aparición de los primeros antipsicóticos permitió que algunas personas con esquizofrenia saliesen de la reclusión de los manicomios y empezasen a tener vidas relativamente normales. Y en esa misma época de mediados del siglo pasado se descubrieron los primeros antidepresivos eficaces. Después, el avance ha sido más lento, con mejoras, principalmente, en la seguridad o la facilidad para seguir los tratamientos.
Recientemente, algunas sustancias como el MDMA o la psilobicina están mostrando algunos resultados prometedores frente al estrés postraumático o la depresión, pero los resultados de las grandes farmacéuticas muestran las dificultades de lograr progresos en este ámbito de la investigación. Los éxitos son muy escasos y cuando llegan son discutidos. En 2019, la aprobación de la esketamina para tratar la depresión grave fue presentada por algunos como un cambio de paradigma frente a la enfermedad y como el primer avance en años. El pasado mes de febrero, Sanidad anunció que no financiaría el producto, comercializado como Spravato por la farmacéutica Janssen, por falta de evidencia de su utilidad.
Desde que Santiago Ramón y Cajal alumbró la neurociencia moderna, la cantidad de conocimiento acumulado ha sido ingente. Se conoce la estructura de las neuronas o su comportamiento molecular, pero cuando muchas de estas células funcionan a la vez, surgen propiedades emergentes que dan lugar a fenómenos aún incomprensibles como la conciencia y que hacen muy difíciles de manejar los fallos de funcionamiento. El progreso científico funciona de un modo similar. Muchos cerebros juntos realizan descubrimientos que al acumularse e intercambiarse producen un salto cualitativo en el conocimiento imposible de realizar por un cerebro individual. Las mentes humanas, en plural, con todos sus defectos y el sufrimiento que pueden llegar a generar, aún tienen mucho que decir frente a las más complicadas de las enfermedades.
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