Cajal, Bill Gates y el cuento de la vacuna para controlar a los ciudadanos
Una exposición en Madrid muestra las facetas más desconocidas del Nobel español, como un relato de ciencia ficción de 1885 sobre una inyección para dominar a la población
En algún momento de la pandemia, en plena oleada de muertes en primavera, brotó en Internet un delirante relato según el cual el multimillonario estadounidense Bill Gates maneja los hilos de una gigantesca conspiración para aprovechar la vacunación masiva contra la covid para inocular microchips con los que controlar a los ciudadanos. Quizá se podría aplaudir al menos la imaginación de los autores de la teoría, pero al científico español Santiago Ramón y Cajal ya se le ocurrió una idea parecida hace más de un siglo.
Cajal ganó el Nobel de Medicina tras revelar la arquitectura del cerebro humano en 1888. Tres años antes, el padre de la neurociencia, voraz lector de Julio Verne, había escrito un hilarante cuento de ciencia ficción: El fabricante de honradez. En sus páginas, el médico Alejandro Mirahonda, un hombre “con la barba y ojazos de un Cristo bizantino”, anuncia que ha descubierto una “vacuna moral” y convence a las autoridades de la ciudad industrial de Villabronca para inoculársela obligatoriamente a la población. Su objetivo: conseguir “la purificación ética de la raza humana y la conversión de los viciosos y criminales en personas probas, decentes y correctísimas”.
Cajal publicó El fabricante de honradez dos décadas más tarde, en 1905, junto a otros cuatro cuentos, como muestra ahora una exposición sobre el Nobel recién inaugurada en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid. “Son relatos que le sitúan como uno de los pioneros de la ciencia ficción española, aunque su baja difusión hizo que pasaran desapercibidos para la mayoría del público”, informa la exposición, comisariada por Juan Andrés de Carlos, del Instituto Cajal (CSIC), y Cristina Cánovas, vicedirectora del museo.
La ciudad de Villabronca, en la mente cajaliana, estaba sometida a una “creciente marea de robos, borracheras, riñas, desacatos a la autoridad, depravación de costumbres”. El mesiánico doctor Mirahonda organizó entonces una campaña de vacunación por la que desfilaron casi todos los ciudadanos en unos pocos días, recibiendo la inyección tras un biombo chinesco mientras una charanga amenizaba la operación con sus trompetas.
“Estupendos fueron los resultados de la vacuna moral, excediendo los cálculos más optimistas. Cesó enteramente la criminalidad; huidos para siempre parecían el vicio, la codicia y la deshonestidad”, narró Cajal.
El neurocientífico, nacido en la aldea navarra de Petilla de Aragón en 1852, ha pasado a la historia por demostrar la individualidad de las neuronas, “los hilos telegráficos del pensamiento”, pero también fue un pionero de las vacunas. El año en que escribió El fabricante de honradez solamente existía una, la de la viruela, elaborada con virus que se cultivaban en la piel de las vacas. Aquel año, 1885, Cajal inventó otro concepto, “la vacuna química”, una inyección de bacterias muertas para proteger sin riesgo frente al cólera, una temible enfermedad que por entonces amenazaba a España. El Museo Nacional de Ciencias Naturales expone ahora una jeringa de metal de aquella época y otras joyas del llamado Legado Cajal, como la medalla de oro del Nobel y dibujos originales de sus bosques de neuronas cerebrales. “Cada dibujo es una pequeña obra de arte”, aplaude De Carlos.
Cajal imaginó en su cuento los efectos indeseados que tendría una vacuna moral. “Poco tiempo después la vida comenzó a ser harto uniforme y aburrida”, relató. Los visitantes que llegaban a la ciudad de Villabronca se encontraban con “autómatas, máquinas morales, incapaces de sentir el estímulo del pecado”. Los cafés se vaciaban, en ausencia del encanto de la conversación maledicente. “Viose entonces cuán difícil es hacer reír sin molestar, quedando patente que los tenidos por ocurrentes y graciosos no eran en puridad sino unos desahogados: en cuanto no pudieron herir, hicieron bostezar”.
Los caciques de Villabronca, tanto los monárquicos como los republicanos, también empezaron a lamentar la indiferencia de las masas y a temer que tendrían que trabajar para comer. “Sin vicios y sin malas pasiones, con salud, economía y trabajo, ¿qué les importaban a los villabronqueses los credos políticos salvadores y las panaceas sociológicas infalibles?”, escribió Cajal. Los ciudadanos también dejaron de ir a misa: “¿Para qué pedir a Dios lo que el trabajo y la sobriedad proporcionaban?”. La gente, aburrida de ser siempre honrada, empezó a pedir un antídoto que revirtiera los efectos de la vacuna moral.
El pionero de la neurociencia, de las vacunas y de la ciencia ficción española se reservó un giro de guion para el final de su cuento. Jamás existió una inyección para controlar a los ciudadanos, ni siquiera en la distopía cajaliana. Todo había sido un experimento de sugestión colectiva perpetrado por el doctor Mirahonda. La vacuna moral era tan falsa como lo es hoy la inyección de microchips atribuida a Bill Gates. Pero Mirahonda continuó la farsa y ofreció a los habitantes de Villabronca un antídoto: media copa de un misterioso licor, que en realidad era agua.
Los ciudadanos, incluso el alcalde, “se abalanzaron sedientos a los garrafones y saborearon con infinita codicia aquel filtro pasional que prometía la punzante dulzura del fruto prohibido”. Los residentes tomaban su media copa y seguían bebiendo a tragos. Inmediatamente llegó la contrasugestión. “Comprimidas un año, estallaron violentamente las pasiones. Exhibiose el vicio con inaudito descaro y vergüenza. Durante un mes, los habitantes de Villabronca vivieron en plena bacanal”, relató Cajal. El sacristán robó el cepillo de la iglesia y se fugó con la casera del cura. En tres días hubo cuatro asesinatos.
“Todos los atrasos del amor, todas las deudas del odio, de la vanidad, de la envidia y hasta de la pasión política fueron saldadas en un momento, con escándalo de las personas honradas, que huían en tropel de la ciudad envenenada”, prosigue el cuento. El doctor Mirahonda y su esposa tuvieron que huir a caballo de Villabronca, mientras el protagonista llegaba a una conclusión muy cajaliana: “La supresión del mal, ¿no implicaría quizá el mayor de los males? Un poco de dolor y miseria social parece indispensable; templa los caracteres, aguza el entendimiento, destierra la molicie, crea el heroísmo y la grandeza de alma, mejora, en fin, moral y físicamente, la raza humana”.
“Antes de que termine 2021 tenemos que tener un proyecto de museo Cajal”, afirma el ministro Pedro Duque
La exposición sobre Cajal, de 120 metros cuadrados, se mantendrá en el Museo Nacional de Ciencias Naturales al menos un año. El ministro de Ciencia, Pedro Duque, presidió la inauguración el 19 de noviembre. “Nuestro compromiso es que durante esta legislatura haya un museo Cajal, para lo que nos reuniremos con todas las partes interesadas. Hay varias alternativas y queremos estudiarlas todas para que nuestro científico más universal, padre de la neurociencia, tenga un museo a su altura”, explica Duque a EL PAÍS.
El llamado Legado Cajal —unas 22.000 piezas del Nobel, sobre todo dibujos de células nerviosas, cartas, manuscritos y fotografías— se guardó en cajas de galletas y bolsas de plástico en 1989, tras un traslado del Instituto Cajal, y hoy continúa, ya bien inventariado, almacenado en una sala del centro madrileño, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). La presidenta de este organismo, la química Rosa Menéndez, describió al investigador como “el científico más importante que ha producido España”, en la inauguración de la exposición. “Antes de que termine 2021 tenemos que tener un proyecto de museo Cajal”, sentencia el ministro.
El cuento de El fabricante de honradez incluye una moraleja que sigue vigente, 135 años después de escrita. Si se endulza bien la píldora sugestiva, cualquiera puede creerse cualquier cosa, incluso una conspiración secreta que involucraría a millones de científicos compinchados con Bill Gates para controlar la especie humana. Y todo gracias a “la crasa ignorancia del vulgo acerca del poder soberano de la sugestión, las múltiples formas que esta reviste y la deplorable facilidad con que el cerebro mejor construido acepta sin crítica cualquier dogma, por absurdo que sea, impuesto por el talento, el genio o la santidad”.
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