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La crisis del coronavirus
Tribuna
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Causas de las epidemias y modos eficaces de combatirlas

Por qué todos tenemos y no tenemos razón

Vecinos de Bilbao, protegidos con mascarillas mientras esperan ser atendidos en una oficina pública.
Vecinos de Bilbao, protegidos con mascarillas mientras esperan ser atendidos en una oficina pública.Luis Tejido (EFE)

Una epidemia ocurre cuando un microorganismo nos invade y nos produce daño ¿cómo hace daño? al crecer y reproducirse dentro de nosotros daña nuestro organismo y sus defensas; ¿cómo nos invade? liberando al ambiente descendientes que pueden infectar a otra persona; ¿cómo consigue hacer una cosa así? porque en su ADN se almacenan y leen una serie de instrucciones, que se transmiten a sus descendientes; ¿por qué se producen las epidemias? porque invadir un organismo tan abundante y extendido como los seres humanos es lo mejor que le puede pasar a un parásito. Los que lo consiguen tienen enorme éxito (infinidad de descendientes), y los que no lo consiguen… ni nos enteraremos de que existen.

Para resolver un problema, en este caso, una pandemia, hay que combatir eficazmente sus causas. La dificultad añadida es que hay varios tipos de causas. Las cuatro preguntas de más arriba y sus respuestas son ejemplos de los tipos de causas en fenómenos complejos, como una epidemia. Hay causas materiales (el modo en que el microorganismo causa daños), causas eficientes (el modo en que el microorganismo se transmite), causas formales (el código genético del microorganismo) y causas finales (por qué es beneficioso para un microorganismo hacerse epidémico). Esta clasificación es ya antigua: la propuso Aristóteles hace más de 2000 años, ilustrándola con los materiales, los obreros, los planos, y el objetivo final de una casa. Pero sigue funcionando.

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Ante la urgencia, se empieza, claro, por las causas más inmediatas o próximas, las materiales y las eficientes. Algunas de las mentes más brillantes se ponen inmediatamente a estudiar el modo en que el microorganismo ataca a las células, cómo las daña, cómo se transmite, cómo varía el daño y la transmisión en función del clima, de las características del humano infectado, del comportamiento de la población atacada. Con esta información se trata de predecir cómo se desarrollará la epidemia y qué se puede hacer para frenarla (protocolos de desinfección, confinamiento, equipos de protección y diagnóstico, medicamentos, vacunas). Y otras personas, brillantes y abnegadas, se ponen sin demora a trabajar para conseguir erradicarla lo antes posible. Es el tipo de acciones que, si tienen éxito, dan lugar a fama y premios Nobel. Llevamos siglos haciendo esto, desde el origen de la medicina. Y con notable éxito, a pesar de su dificultad.

Si se resuelven las causas más inmediatas, ¿se resuelven las causas de las epidemias? Claramente, no. Ni siquiera las de una epidemia en particular, porque el ‘libro de instrucciones’ de los organismos vivos, su ADN, cambia ligeramente de generación en generación. La causa formal cambia, con lo que las soluciones a las causas material y eficiente acaban dejando de funcionar, y van perdiendo eficacia con el tiempo. Piensen en la gripe. Cambia cada año.

Cuantas más oportunidades de cambio haya (más veces se reproduzca el organismo), más seguro es que surja una variante con causas materiales y eficientes diferentes, y más deprisa

Muchos científicos, desde hace más de un siglo, intentan entender las reglas del cambio genético para intentar prevenirlo. Antes se desconocía por qué los hijos se parecen a sus padres. Los seres vivos trasmiten a sus descendientes su libro de instrucciones con pequeñas variaciones, “errores”, que permiten que algunos de los descendientes puedan sobrevivir, y reproducirse mejor, si hay cambios en el ambiente. Cuantas más oportunidades de cambio haya (más veces se reproduzca el organismo), más seguro es que surja una variante con causas materiales y eficientes diferentes, y más deprisa. Los elefantes y ballenas (y los seres humanos) cambian poco y muy despacio; las bacterias y los virus de un día para otro, incluso de una hora para otra, pues en cada momento están produciendo millones de descendientes.

Afortunadamente para nosotros, en algunos animales de reproducción lenta surgió un mecanismo interno de generación muy rápida de variantes que nos defienden de los microorganismos: el sistema inmune. Y lo heredamos de ellos. Grupos especiales de células cambian con mucha rapidez sus productos de defensa (los anticuerpos) y, cuando aparece una que vence al invasor, se activa para reproducirse y obtener así suficientes anticuerpos para eliminarlo. Además, permanecen en el cuerpo y se activan rápidamente si la invasión se repite, con lo que el individuo, y con el tiempo la población a la que pertenece, queda vacunado sin tener que esperar a que sus descendientes produzcan “por error” el anticuerpo correspondiente. Este juego de ataque y defensa a veces lo ganamos nosotros (más desde que se inventaron las vacunas), pero a veces ganan los microorganismos. Lo prueban las bacterias resistentes a los antibióticos. Surgen en todas partes, pero sólo aumentan y persisten en hospitales o en poblaciones muy medicadas, donde estas variantes resistentes tienen una ventaja clara.

Un combate demasiado intenso de las causas próximas puede acabar produciendo el fracaso en combatir las otras. Esta paradoja sólo se puede entender a la escala de las causas finales, las que explican por qué hay organismos que producen epidemias y no sólo cómo las producen. Es el campo de la biología evolutiva, fundada por Charles Darwin y Alfred Russell Wallace a finales del siglo XIX, hace poco más de un siglo.

Infectar humanos supone, hoy por hoy, la mejor oportunidad para un parásito, pues somos una de las especies más abundantes y extendidas, sólo un poco menos que nuestros animales domésticos

¿Por qué cambia el libro de instrucciones, la causa formal, y con ella la material y la eficiente? Por los beneficios de ser epidémico, la causa final. Infectar humanos supone, hoy por hoy, la mejor oportunidad para un parásito, pues somos una de las especies más abundantes y extendidas, sólo un poco menos que nuestros animales domésticos. Aunque no debe de ser tan fácil, porque seguimos siendo muchos y se supone que estamos cada vez más sanos. Esto se debe en parte a nuestros esfuerzos, cada vez más eficaces, para combatir las causas próximas ayudados por el truco del sistema inmune, que combate la causa formal de las epidemias. El coste de estas soluciones, sin embargo, son los miles o millones de personas que mueren mientras se desarrollan tratamientos y vacunas eficaces y mientras se pone a funcionar el sistema inmune, individual y de grupo. En ese tiempo se producen, además, cambios socioeconómicos que dejan una huella terrible y duradera en las sociedades humanas. Tanto, que han llegado a ser la causa de la extinción de muchas sociedades tras la epidemia, cuando había competencia con otras sociedades por la tierra o los recursos.

Contamos con una ventaja a la escala de las causas finales: los parásitos que mejor explotan a sus hospedadores no son los que les hacen más daño. Todo lo contrario. Cuanto menos daño, mejor se reproducirá el hospedador y más sitio habrá para los descendientes del parásito. Hemos ido venciendo cada epidemia (sus daños) aprovechándonos en parte de que los virus menos dañinos eran los que sobrevivían mejor, hasta pasar al anonimato de la ´infección asintomática’ a escala de población humana. Sin embargo, en el pasado, cuando esas poblaciones ‘asintomáticas’ entraron en contacto con otras, se desencadenaron grandes epidemias. La viruela, la gripe, el sarampión, el cólera, exterminaron a millones de personas hasta que los sistemas inmunes de los supervivientes y la expansión de las variantes menos dañinas de las enfermedades combatieron sus causas materiales, eficientes y formales. Hoy en día, en este mundo globalizado, las epidemias ya no proceden de otras poblaciones humanas, sino de otras especies de animales a las que no causan apenas daño tras miles de años de interacción. Aparte de la reciente Covid-19, hay muchos ejemplos, cada vez más. Desde la peste negra, que asoló Europa en la Edad Media, al VIH, Ébola, gripes aviares, etc. De hecho, las epidemias de viruela y gripe que facilitaron la conquista de América y Asia por los europeos tienen este origen: se las contagiaron a nuestros antepasados sus primeros animales domésticos hace ya más de 10.000 años en Mesopotamia. Una vez inmunizados, tras siglos de muertes, nos dotaron, paradójicamente, de la primera arma biológica: las enfermedades infecciosas.

¿Cómo pueden combatirse las causas finales de las epidemias, evitando así los costes del combate de las otras causas, en términos de vidas humanas y sufrimiento de los supervivientes? Una opción es seguir como hasta ahora, combatiendo las causas próximas y tratando de reducir sus costes mientras lo hacemos, o tratando de que los paguen otros. Cuestiones éticas aparte, esta opción es cada vez menos viable en nuestro mundo globalizado y superpoblado, en el que los costes aumentan de manera tan rápida (exponencial) que no hay modo de contenerlos, ni en el tiempo, ni en el espacio. Cada vez dañarán a más personas y en más sitios, una vez que se produzcan, porque cada vez somos más y estamos más conectados. Y cada vez habrá más epidemias y serán más frecuentes, en un mundo en el que cada vez hay menos especies alternativas que infectar, a medida que las eliminamos para dejar sitio para nosotros y nuestros cultivos y ganados.

La opción alternativa es prevenir las causas últimas de las epidemias, disminuyendo al máximo las ventajas para los parásitos de infectar a seres humanos y favoreciendo su tendencia natural a ser lo menos dañino posible

La opción alternativa es prevenir las causas últimas de las epidemias, disminuyendo al máximo las ventajas para los parásitos de infectar a seres humanos y favoreciendo su tendencia natural a ser lo menos dañino posible. Se trata de la alternativa, y no de una alternativa, porque el enfoque cambia radicalmente: de enfrentamiento (la lucha contra el invasor), a colaboración (la prevención, entre todos, de que aparezca). Colaboración entre las personas, evitando situaciones de riesgo al viajar a lugares peligrosos, viajando menos o de otra manera, y evitando las aglomeraciones que nos hacen tan atractivos a los parásitos. Colaboración entre sociedades, previniendo el hacinamiento y las desigualdades que aumentan la vulnerabilidad de las personas a la enfermedad. Colaboración con otras especies, previniendo su sobreexplotación y favoreciendo que sus parásitos, benignos para ellas pero potencialmente letales para nosotros, sigan donde están. La colaboración ha evolucionado en los organismos con tanta frecuencia como la lucha entre individuos o entre parásitos y hospedadores. Es el origen de las flores, por ejemplo.

Actualmente, empiezan a conocerse las bases genéticas y las condiciones para que prosperen evolutivamente las estrategias de colaboración. La condición fundamental para que evolucione la colaboración es la reciprocidad, esto es, ayudar a cambio de ayuda, actual o futura. Y sus bases son el reconocimiento, de individuos o de grupos, la confianza en los acuerdos, y el compromiso con los acuerdos adquiridos de manera libre e informada. Lo que se ha venido a llamar ciudadanía. Ha sido la colaboración entre ciudadanos la que ha llevado a los seres humanos a dominar crecientemente el planeta. Eliminar la causa final de las epidemias supone ampliar la estrategia de colaboración, entre personas y con las demás especies, en este mundo globalizado.

Parece clara cuál es la alternativa dominante, a juzgar por el modo en que se expresan políticos, asesores, periodistas y similares, más empeñados en señalar los errores del adversario que en colaborar para resolverlos ofreciendo, y aceptando, ayuda. Una actitud que contrasta con la de la mayoría de los ciudadanos, que hemos cambiado radicalmente de un día para otro nuestro modo de comportarnos con los demás, a poco que nos han explicado por qué y cómo hacerlo. Puede que al principio lo hiciésemos para volver cuanto antes a la normalidad, como no se cansan de repetirnos. Pero cada vez está más claro que no deberíamos volver a esa normalidad, porque ese mundo hiperconectado, desigual, hacinado y superexplotado, es la causa última del problema, el caldo de cultivo de las pandemias. Es claro, ya lo estamos viendo, que tenemos que alejarnos más, viajar menos, consumir menos y explotar menos para poder ayudar a los demás y que nos ayuden, pero aún no sabemos en detalle cómo hacerlo. Sin embargo, esta puede ser la primera vez que estamos en condiciones de hacer una cosa de tal envergadura. Merece la pena intentarlo, pues ha funcionado en el pasado, desde las bandas de cazadores a los imperios.

Y es que la alternativa no pinta nada bien. Sobre todo para quienes pagan, y pagarán, el coste de luchar contra las pandemias y cualquier otra cosa que nos haga daño.

Mario Díaz es investigador del Departamento de Biogeografía y Cambio Global (CSIC) y Presidente del Comité Científico de la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife)

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