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RESEÑA
Tribuna
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Más que una víctima

Silvia Labayru, quien fuera secuestrada y torturada en la Escuela Superior Mecánica de la Armada (ESMA) durante la última dictadura argentina, es la protagonista de ‘La llamada’, el más reciente libro de Leila Guerriero

Silvia Labayrú. La llamada de Leila Guerriero
Silvia Labayrú, sobreviviente de la dictadura argentina, en su casa en agosto de 2021.CORTESÍA

“Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa”. Silvia Labayru, quien fuera secuestrada y torturada en la Escuela Superior Mecánica de la Armada (ESMA) durante la última dictadura argentina (1976-1983), es la protagonista de La llamada, el más reciente libro de Leila Guerriero. Una vez más, la escritora nos recuerda la importancia de no apurar los juicios: la historia de Labayru —miembro de Montoneros, familiar de militares y acusada de colaborar con sus captores para sobrevivir— obliga a mirar las zonas grises de toda biografía.

El secuestro, la tortura y la violencia sexual que sufrió durante un año y medio la protagonista de esta historia son, por supuesto, los episodios alrededor de los cuales se estructura todo el perfil. El libro, sin embargo, no deja de hablar desde y hacia el presente: Guerriero conduce su investigación en plena pandemia, entrevistándose con familiares, amigos y con la propia Labayru, cuyos testimonios sirven de columna vertebral al relato.

A pesar del estrepitoso fracaso matrimonial de sus padres, la juventud de Silvia tuvo notas luminosas: los sueños revolucionarios los arrojaban, a ella y a sus compañeros del prestigioso Colegio Nacional de Buenos Aires, a la utopía; su padre, piloto civil, traía del extranjero ropa y otros productos inencontrables en Argentina; y su madre, atractiva y extrovertida, recibía encantada a todos sus amigos en su departamento modernísimo, donde incluso les llevaba desayuno a la cama si alguno de ellos pasaba allí la noche. Desde pequeña, Labayru no dejó a nadie indiferente. “Atractiva por donde la vieras. Inteligente, linda, simpática. Creo que todos los chicos estaban muertos con ella”, cuenta a Guerriero uno de sus amigos de infancia.

Los años de idealismo y lucha armada se verán violentamente truncados por el golpe de Estado de 1976 que derribó al gobierno de María Estela Martínez de Perón. La represión hará caer con rapidez la estructura de Montoneros, y Silvia no será la excepción. Los hechos que siguen son particularmente trágicos: la secuestran estando embarazada, es madre durante su cautiverio y esclava sexual de sus carceleros. La relación que estableció con ellos para hacerles creer que estaba “recuperándose”, como decían los marinos para designar el proceso de arrepentimiento ideológico, fue lo que le permitió sobrevivir. Y al tiempo que era obligada a realizar traducciones y propaganda para la dictadura, de vez en cuando la dejaban visitar a su hija Vera, que vivía con sus abuelos paternos.

La protagonista de La llamada se resiste a reducir su vida a su experiencia en el horror. Tras ser liberada y luego de un exilio de varias décadas en España, ha buscado hacer una vida más allá de su encuentro con la brutal violencia que perpetró el Estado en esos años. Después de reencontrarse con Hugo Dvoskin, un amor de juventud, recién en 2019 volverá a Argentina sin dejar del todo su vida madrileña, donde tiene casa, mascota y amistades. “No quiero ser una víctima. Yo hice mi vida, soy feliz, hice cosas”, consigna ella misma hacia el final del libro, dando cuenta de que su biografía no se agota ni se define por la tragedia que inspira la crónica.

Así, el lector de La llamada es testigo de una mujer vitalísima, siempre ajetreada y bien vestida, capaz de administrar sus negocios en Madrid a distancia mientras intenta restablecerse en Buenos Aires, cerca de su padre y de muchos de sus más viejos conocidos. Y aunque es evidente que Guerriero busca, a cada paso, evitar cualquier juicio categórico sobre la vida que se ha propuesto contar, esta historia no deja de estar asentada sobre una tragedia mayúscula que amenaza con invadirlo todo: “Ella me cuenta, sentada en una silla, un mundo de altísima velocidad. Relata, vestida con telas refinadas, el año y medio durante el que se vistió con ropa de mujeres muertas”, escribe. Pero la tragedia no lo es todo; su protagonista se resiste a que eso sea todo: a su alrededor hay hijos, amigos, antiguos amores, trayectorias vitales, trabajos, estudios y otras experiencias cotidianas que permiten poner en perspectiva no solo la vida de la entrevistada, sino los avatares de una mujer que es mucho más que su militancia y su cautiverio.

La historia que aquí se presenta no es, en ningún caso, la de jóvenes rebeldes en contra de sus padres o que buscan hacerse un espacio en una sociedad demasiado tradicional para sus estándares. Es, dicho en líneas demasiado simples, la de un utopismo revolucionario que se decantó por la lucha armada (con resultados brutales) y que recibió una respuesta radical por parte del Estado (con resultados aún más brutales). Si los grupos revolucionarios fueron las principales víctimas de esa represión que se extendió en América Latina durante esas décadas, relatos como este obligan a darle una vuelta a cualquier narrativa demasiado simplista de esos años. Como dice Irene Scheimberg, amiga de Silvia entrevistada en el libro: “Yo creo que nosotros [los militantes de Montoneros] en gran parte contribuimos a que viniera la represión. Pero hacer una autocrítica es muy difícil. No querés que la derecha te use como arma. A mí me mataron a ciento cinco amigos y conocidos. Pero estábamos equivocados”. Y la misma Labayru, con su historia trágica y a la vez ambigua, es la primera en criticar ciertas categorías con las que se comprendía la lucha contra la dictadura: “Cuando salimos de la ESMA fue un espanto. El lema de los organismos de derechos humanos era «Vivos los llevaron, vivos los queremos», pero muchos salimos vivos y no nos quisieron”. En las entrevistas que dan vida a este relato, la antigua montonera cuestiona sus ideales de juventud, la responsabilidad que tuvieron los grupos guerrilleros al abandonar a sus militantes o el hecho que las víctimas no puedan, hasta la fecha, tomar una mínima distancia de su papel.

Uno de los principales focos de Guerriero está puesto, cómo no, en el modo en que el lenguaje permite acercarse a la historia que tenemos en frente. Durante los años ochenta la experiencia de Labayru era incomprensible para aquellos que intentaban entender qué estaba pasando en Argentina: ¿cómo podía una víctima colaborar en trabajos de inteligencia durante la dictadura? ¿Qué tipo de relación sostuvo con sus captores, si luego de salir a encontrarse con familiares —incluida su hija, nacida en cautiverio— volvía a encerrarse a la ESMA? ¿Qué secuestro era este, en que la involucrada podía ir al extranjero a encontrarse con su marido, un montonero fugitivo? El relato que las víctimas suelen hacer de sus experiencias con la represión —o que testimonia la ausencia de quienes no la sobrevivieron— sencillamente no calza con esta historia, donde los aparentes privilegios y regalías solo vuelven más enigmática e inclasificable a Labayru. Guerriero, una vez más, ha decidido fijar su mirada sobre una figura difícil de descifrar. Así, se detiene en las fórmulas que su entrevistada repite para contar su historia, pero sobre todo en aquellas en las que muestra una pequeña variación desde la cual se asoma un destello, una brecha, un detalle distinto que permite añadir otro matiz.

El largo exilio, el paso del tiempo y los procesos judiciales les permitieron, a la protagonista y a otras personas que sufrieron experiencias similares, comprender mejor el infierno del cual fueron víctimas. Durante esos años, la condición particular de su secuestro encontró por fin términos y fórmulas para ser traducida y comunicada, que Labayru replica en juicios y entrevistas con la esperanza de que otros puedan comprender. Y es precisamente ese lenguaje aquello que Guerriero interroga con su agudeza habitual, decidida a tomar una fotografía de alta precisión. Y aunque su condición de víctima parezca hoy evidente, pareciera que para algunos son esas declaraciones en los procesos judiciales las que redimen a Silvia de la mirada desconfiada de quienes la creyeron cómplice, colaboradora, traidora.

La llamada se resiste a cualquier discurso maniqueo, para los cuales figuras como las de Silvia Labayru son profundamente incómodas. Si a ratos pareciera que Guerriero nos quiere mostrar las posibles contradicciones de la víctima o las frivolidades de su militancia juvenil, su paciencia como observadora siempre consigue algún otro detalle cotidiano que complementa y complejiza el perfil de alguien que, a pesar de todo, se sobrepuso al horror. Las largas conversaciones que sostienen ambas mujeres muestran, de modo entrañable y con una cuota de humor, la humanidad que manifiesta toda vida si se la mira con atención y paciencia. Y van a contracorriente, por cierto, de la tentación de etiquetar, definir o clausurar, siempre al acecho.

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