_
_
_
_
_
Año Nuevo
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Otra vez Año Nuevo

No acuesten a los niños temprano y permítanles disfrutar, aunque sea por un momento, la fiesta de los mayores

Año nuevo en Chile
Un grupo de personas graba los fuegos artificales durante una celebracion de Año Nuevo, en Santiago (Chile), en una imagen de archivo.NurPhoto (Corbis via Getty Images)

A medida que se cumplen años va debilitándose la importancia que damos a la noche del 31 de diciembre. Ninguna novedad hay en ello, puesto que con el correr del tiempo todo se debilita, salvo la soledad que clava sus garras en la gente mayor. Una soledad no solo física, que resulta bastante evidente, sino también existencial, acompañada de la inconfortable certeza del final del camino.

Hace ya tiempo, al menos en el caso de la mayoría, que nos dimos cuenta de que el término de un año, y al segundo siguiente el advenimiento de otro, no pasa de ser una convención y que nada de lo que conocemos, partiendo por nosotros mismos, experimenta algún cambio entre el 31 de diciembre y el 1 de enero. Los mayores dejamos incluso de celebrar la noche del 31, contentándonos con una comida más o menos sencilla a la que asisten muy pocas personas, a veces solo las dos que forman una pareja.

Casi todos continúan hablando de cena para lo que se come el 31 de diciembre en la noche, contra lo cual no caben reparos. Pero sí merece algún reproche llamar también de ese modo –“cena”- a todas las comidas nocturnas que hacemos en cualquier día del año, así se trate de un simple lunes en que comamos apenas un sándwich de queso, un poco de fruta, o lo que quedó del almuerzo del mismo día. “Te invito a cenar”, nos dicen en cualquier momento del año, como si hacerlo solo a “comer” careciera ya de toda dignidad o atractivo. Y lo que te dan en la llamada cena no es más que un trozo del ya muy repetido salmón o el consabido trozo de carne con unas cuantas papas –perdón, patatas- que nunca más fueron cocidas ni fritas, ni hilo, sino artesanales.

¿En qué momento nos habremos puesto algo siúticos, partiendo por la carta de los restaurantes que ofrecen carne de res y no de vacuno; lomo de cerdo, y hasta de cochinillo, pero nunca de chancho; costillas en vez de asado de tira; abalones y no locos; o algo, cualquier cosa, que reposa sobre una cama de vegetales y no el mismo algo acompañado de verduras; también salsa pomodoro, que no ya de tomates.; y, a la hora de los postres, frutos del bosque, pero sin identificar jamás de cuáles se trata. Es frecuente que ofrezcan volcán de chocolate, en circunstancias de que cuando el postre sugerido bajo ese nombre llega a la mesa, se puede comprobar que no es más que un trozo de chocolate que ha sido entibiado en el microondas.

Volviendo al Año Nuevo, empieza a decaer el rito de los abrazos a medio mundo y la costumbre de continuar dando abrazos durante todo enero e incluso hasta marzo. Enhorabuena. También el cotillón parece estar usándose cada vez menos en las reuniones familiares de fin de año. Nada de brillantes gorritos de colores, pitos ni serpentinas. También hemos aprendido que la música que ponemos tiene que escucharse solo en casa y no en todo el edificio y el barrio en que vivimos. Enhorabuena también. Sobrevestirse la noche de cada 31 de diciembre parece ir también a la baja, y nos hemos resignado a la prohibición de quemar fuegos artificiales. Se mantienen algunos espectáculos pirotécnicos masivos, como el tradicional Año Nuevo en el Mar de la región de Valparaíso, lo cual está muy bien porque estimula la llegada de turistas y levanta el ánimo a los porteños.

Mis mejores 31 de diciembre tuvieron lugar durante la niñez en la población naval de las Salinas en que vivía con mis padres y hermanos. Teníamos allí una pandilla y nos acercábamos a la pérgola del Club Naval de Campo donde se reunían a festejar los mayores y en la que tocaba una orquesta de músicos correctamente vestidos. Ocultos en la oscuridad de loe eucaliptus, veíamos bailar a nuestros padres y nos retirábamos poco después de medianoche. Regresábamos luego a primera hora del 1 de enero para gustar los helados, bebidas y restos de tortas que hubieran quedado sin consumir. Cierta noche de Año Nuevo el personal que servía a las mesas decretó una huelga poco después de que dieran las doce, y a la mañana siguiente los manjares abandonados fueron más abundantes que nunca. Había hasta botellas de whisky a medio consumir, pero juro que no las tocamos.

Esa vez, antes de que se fugaran los marineros que hacían de garzones, durante el cóctel previo a la cena, nos acercamos a la cocina de la pérgola para pedirles de los canapés y masitas calientes que llevaban en sus bandejas. Hasta hubo uno de ellos que se sentó bajo un árbol y nos invitó a vaciar la bandeja que se negó a llevar hasta donde correspondía. En ese momento nos dimos cuenta de que la mano venía dura.

Dados esos antecedentes, no extrañará que me atreva a sugerir que el inminente próximo 31 de diciembre se permita a los niños asomarse a la fiesta que haya en ese momento en casa. No los acuesten temprano y permítanles disfrutar, aunque sea por un momento, la fiesta de los mayores.

Será toda una experiencia formativa para ellos.

Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_