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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Chile uroboro

En todas partes está muy difícil llegar a acuerdos, resulta más fácil cohesionar en contra que a favor y, exactamente al revés de lo que se pensó, las redes han segmentado más que interrelacionado

La obra de arte del Chile Uruboro, el 18 de diciembre en el pedestal de la Plaza Baquedano.
La obra de arte del Chile Uruboro, el 18 de diciembre en el pedestal de la Plaza Baquedano.institutodemotricidadfina

El sitio más emblemático de las protestas que recorrieron Chile durante el estallido social de 2019, fue la Plaza Baquedano. Quienes participaban de la revuelta pasaron a llamarle Plaza Dignidad. Por entonces, muchos imaginaron que su nombre cambiaría para siempre. Al centro de esa plaza, que en realidad es una rotonda, había un monumento al general Manuel Baquedano, personaje ni querido ni odiado, pero sobre cuya escultura terminó recayendo la fiesta y la furia de los manifestantes. Se le trepó, se le pintó, se le vistió, y, en el colmo de la borrachera, una pandilla con mamelucos blancos intentó echarlo abajo aserruchando las canillas de su caballo. Para evitar que fuera destruido, personal del ejército lo rescató de ahí una noche y desde entonces que su plinto está vacío. El lunes 18 de diciembre recién pasado, al día siguiente del plebiscito en que se rechazó por segunda vez una propuesta de nueva constitución, amaneció sobre ese pedestal una obra de arte furtiva (permaneció pocas horas) en la que podía verse el largo y delgado mapa de Chile convertido en un uroboro. Según el diccionario etimológico, el uroboro es “una serpiente que se va mordiendo la cola, pero que nunca acaba de comerse a sí misma, porque a medida que va comiendo su cola se va regenerando y es el cuento de nunca acabar”.

Se supone que le estábamos poniendo fin a un ciclo político en nuestro país, que la llegada de una nueva generación al gobierno iría acompañada de un nuevo pacto social atento a las profundas transformaciones que a nivel global experimentamos desde el fin de la Guerra Fría: la irrupción de un mundo virtual donde las innovaciones se dan de manera vertiginosa e incesante, una crisis ecológica de proporciones apocalípticas, la revolución feminista, el reconocimiento y la multiplicación de las identidades sexo genéricas, entre otras. Se supone que construiríamos un acuerdo amplio e interesado por las ideas ajenas, no un programa de gobierno, sino un marco general al que todos ellos deberían atenerse, capaz de garantizar la libertad de cada individuo para llevar adelante sus proyectos vitales, sin por eso sentirnos solos y abandonados. Se supone que estábamos ante el reto de generar un sistema político que pudiera dar gobernabilidad en estos tiempo dispersos y convulsos, donde los partidos del siglo XX han dejado de representar a las grandes mayorías. Sólo un bobo podía esperar que un contrato por el estilo solucionaría de golpe los problemas de la gente. Su propósito era generar un horizonte compartido y sin sus contornos demasiado dibujados, porque la realidad nos sorprende mientras transcurre y sería de una arrogancia desmedida acotarla a los criterios de un momento, y para que las distintas propuestas de solución que coexisten en una sociedad democrática puedan poner en juego sus argumentos.

Pero nada de esto sucedió, y se impuso la lógica confrontacional de Twitter, de los bandos en pugna, de doblegar a la contraparte. Primero lo hizo la izquierda y después la derecha, mientras a sectores cada vez más amplios de la población estas categorías le resultan ajenas, algo más parecido a un disfraz que a sus vestimentas cotidianas.

En lugar de encontrarnos en un pacto esencial para enfrentar el porvenir, cuando se cumplen cincuenta años del golpe de estado, en Chile la historia tartamudea. Queriendo dejar atrás la constitución nacida en dictadura, tras dos esfuerzos constituyentes frustrados, volvemos al punto de partida. La misma Constitución que en 2020 un 80% de los chilenos decidió dar por muerta, revive por default. No es que ahora guste; ocurrió que nos fue imposible parir una que la sustituya. En todas partes del mundo está muy difícil llegar a acuerdos. Resulta más fácil cohesionar en contra que a favor. Exactamente al revés de lo que se pensó que sucedería cuando nacieron, las redes sociales han segmentado más que interrelacionado. Congregan parecidos y su instantaneidad deja poco espacio a la reflexión conjunta. Despreciar a la contraparte requiere mucho menos esfuerzo que sopesar sus argumentos, y en la lógica política suele primar la conquista de votos a cualquier precio. Lo inmediato por encima del largo plazo. Justamente lo contrario de aquello que requiere un acuerdo constituyente. Todo indica que si bien nuestra convivencia experimenta cambios aceleradísimos, la traducción política de ellos deberá allanarse, en el mejor de los casos, a un encauzamiento lento y paulatino, si acaso deseamos proteger la democracia.

Los marinos hablan de “aguas bobas” cuando las olas chocan unas con otras y no se distingue una corriente clara en el mar. Se suponía que con Gabriel Boric comenzaba una nueva etapa en la política chilena, pero ya suena de nuevo Michelle Bachelet como posible carta presidencial y los que miran debajo del agua sospechan que Sebastián Piñera aguarda agazapado que se desangren los actuales liderazgos de su sector antes de salir en escena. La conmemoración de los 50 años del golpe de estado, en lugar de concluir con aprendizajes y compromisos conjuntos en torno a la defensa y cuidado de la democracia y los derechos humanos, volvió a despertar discusiones respecto al pasado, a la figura de Salvador Allende y su Gobierno, y no pocos se atrevieron incluso a reivindicar la dictadura de Pinochet.

Mientras todo cambia a nuestro alrededor, reina la confusión. Los distintos bloques están trizados internamente. En el Parlamento, cada político parece pensar antes que nada en su propia reelección. Los partidos, por su parte, ya no representan a esos mundos sociales de los que alguna vez fueron portavoces. Desde el fin de la pandemia, el tema de la seguridad ha desplazado a todos esos que dieron pie a la discusión constituyente. El mundo progresista parece no tener un camino deseable y confiable que proponer. El ambiente, más bien, parece propicio para ofertas autoritarias. La velocidad, quizás la condición más propia de nuestro tiempo, no siempre empuja hacia adelante. Cuando amenaza salirse de control, asusta. Entonces en el plinto que la desmesura vació al quererlo todo, aparece el uroboro.

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