El desafío educativo chileno: los rostros detrás del drama en las escuelas
Las grandes brechas de la calidad de la enseñanza entre establecimientos públicos y privados amenazan el futuro de las nuevas generaciones y la meta del desarrollo. Aquí, cinco historias detrás de la crisis educativa
Los problemas de la educación escolar en Chile amenazan el futuro de las nuevas generaciones y, por lo tanto, del propio país. La crisis, que se arrastra hace años, solo se agravó con la pandemia. El desencanto de los profesores con la educación, el ausentismo crónico de los estudiantes, las altas tasas de deserción y el bajo desempeño de los alumnos, se cruza hoy con el avance de la violencia en los colegios y las grandes brechas entre escuelas privadas y públicas.
Los últimos resultados del Simce –la prueba de evaluación de aprendizajes que se aplica desde 1968 en el país sudamericano–, encendió las alarmas hace un par de semanas. Todos los puntajes, tanto en matemática como en lenguaje, bajaron respecto de la prueba tomada en 2018, antes de la pandemia, principalmente en los alumnos de segundo medio (15 a 16 años). Por primera vez en una década se redujo la proporción de estudiantes que leen en un nivel adecuado en cuarto grado y las brechas se ampliaron entre los niveles socioeconómicos: en estratos bajos se perdió todo lo avanzado en los últimos 10 años en habilidades lectoras.
Para el economista y profesor de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, Dante Contreras, lo más sorprendente de los resultados, fue justamente la sorpresa que provocaron. “La situación grave lleva muchos años. Si hay una catástrofe, la hemos vivido durante mucho tiempo. Es un problema más permanente que puntual”, dijo hace algunos días en una entrevista a EL PAÍS, donde puso el foco en las brechas de calidad entre alumnos de distinto nivel socioeconómico.
Mientras, Sergio Urzúa, economista y profesor de la Universidad de Maryland, alertó a este periódico que “en educación estamos frente a una catástrofe pocas veces vistas en nuestra historia”. “Lo que observamos hoy no tiene precedentes”, aseguró el investigador.
La realidad que develó el Simce es solo la punta del iceberg de lo que se ha denominado terremoto educacional, un problema complejo que va más allá del bajo desempeño académico. A largo plazo, puede tener consecuencias no solo en la formación y aspiración de nuevas generaciones, sino, a nivel macro, en la productividad y crecimiento de la economía chilena. Los especialistas han alertado que la crisis educativa podría convertirse en un freno que impida alcanzar el ansiado sueño de ser un país desarrollado.
Para indagar en las diferentes aristas del fenómeno, EL PAÍS recogió cinco testimonios. Niños, profesores, directores de colegios y apoderados cuentan cómo sus vidas están marcadas por las falencias del sistema escolar.
Carlos Guerra, exprofesor de inglés: “No volvería a pisar una sala de clases”
La de Carlos Guerra (35 años) es una historia de desencanto. Estudió pedagogía en inglés en la universidad y egresó en 2015 convencido de que marcaría una diferencia en el sistema educativo. “Choqué con una muralla”, confiesa. Su primer trabajo fue en una escuela particular subvencionada (establecimientos que se financian con aportes del Estado y copago de los apoderados) en el municipio de Padre Hurtado, una zona rural de Santiago. Ahí, cuenta, los dueños solo estaban preocupados de que sus alumnos obtuvieran buenos puntajes en las pruebas de desempeño escolar, pero no de educar realmente. “Había un fuerte énfasis en lenguaje y matemáticas y el resto de los profesores no teníamos ningún recurso para hacer nuestras clases, estábamos bien abandonados”, recuerda.
A los dos años decidió cambiar de escenario. Partió a vivir a Lanco, su pueblo natal, en la región de Los Ríos, en pleno sur de Chile. Y empezó a hacer clases en escuelas públicas de Panguipulli, ciudad ubicada en la misma región, al lado del lago del mismo nombre. Pero la experiencia docente tampoco mejoró. Cuenta que vio peleas entre los profesores y maltrato desde los directores a los académicos. Lo que terminó por desilusionarlo de la profesión, sin embargo, fueron los estudiantes. “Había niños que tenían problemas graves de educación en sus casas, no respetaban autoridades, faltaban el respeto a los profesores, usaban el celular en clases y no querían trabajar en nada. Esa experiencia me marcó”, cuenta.
Carlos se daba cuenta que la mayoría de los jóvenes con ese tipo de actitudes tenían padres ausentes o alcohólicos y que intentó ser un soporte para ellos, pero no tuvo éxito. La relación con los padres tampoco era buena: “Le quité el celular a un niño que estaba mirando pornografía en la mitad de una clase y cuando hablé con su papá, me dijo que ‘así se comportan los hombrecitos’ y que si tenía problemas, mejor sacaba a su hijo del colegio”, recuerda Guerra. “Quedé saturado emocionalmente. Pensé que era un tema propio, que quizás me faltaba vocación, pero después me di cuenta que muchos de mis compañeros de trabajo estaban en la misma situación, algunos con licencia por estrés”, cuenta.
Con la pandemia, Carlos quiso reinventarse. Siempre le gustó la computación, así que armó su emprendimiento de soporte informático y hoy se dedica a eso. “Quedé muy desencantado. Si logro sostenerme bien con este trabajo, no volvería a pisar una sala de clases”.
Como Carlos, son muchos los profesores en Chile que han optado por abandonar su profesión. Un estudio del Instituto de Investigación Avanzada en Educación (IE) y del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE) de la Universidad de Chile, de 2021, develó que el 20% de los profesores deserta al quinto año del ejercicio docente, impulsados por el agobio y la desmotivación.
Macarena Antilef, madre de Sofía, de nueve años: “No hubo un plan para nivelar después de dos años sin clases”
Sofía tiene nueve años, está en cuarto grado y todavía tiene muchas dificultades para leer y escribir. El año pasado fue diagnosticada con dislexia y déficit atencional y, aunque asiste a un colegio municipal en la comuna de Quilicura, donde opera el Programa de Integración Escolar (PIE) –que busca favorecer el aprendizaje en alumnos que presentan necesidades educativas especiales– le cuesta mucho nivelarse. Macarena Antilef (41 años), su madre, dice que el programa solo refuerza el contenido que enseñan a diario, pero no las lagunas que fueron quedando de los años de pandemia. “No hubo un plan educacional para nivelar después de dos años casi sin clases”, explica desde la mesa de comedor de su casa, mientras Sofía mira la televisión.
Como Sofía, son varios los niños y niñas que no han podido poner al día sus conocimientos después del cierre de los colegios durante la crisis de la covid-19, que en Chile fue uno de los más extensos en todo el mundo: 250 días lectivos. Y el Simce evidenció que se trata de un problema mucho más extendido de lo que se creía: solo un tercio de los niños que cursan cuarto básico comprende lo que lee.
Macarena reconoce que la situación es frustrante para ella y su hija: “Tiene problemas para asociar los números y todavía lee como un niño de primero básico, juntando sílabas”. Aunque trata de ayudarla, dice que las metodologías de ahora ya no son las de antes y, además, se le hace difícil hacerse el tiempo. Macarena es artesana y trabaja en un taller donde fabrica joyas mapuche que luego vende en la feria de un centro comercial. Llega a las ocho de la noche a su casa, pero a esa hora, dice, Sofía ya no tiene ánimo para estudiar. Su marido, que trabaja en la construcción, también debe cumplir turnos de muchas horas.
En diciembre del año pasado se enteró que existía un programa impartido por la Fundación Familias Power en la comuna de Quilicura para apoyar a niños y niñas con problemas de lectoescritura. Inscribió a Sofía durante el verano y espera que la vuelvan a aceptar en su nueva versión. “Ese refuerzo la ayudó bastante”, dice, pero lamenta que esa ayuda venga desde fundaciones externas y no desde el sistema escolar. “Creo que a los niños que tienen estas dificultades deberían hacerles talleres especiales, pero hasta ahora no hay nada. Sofía a veces llora porque no está al nivel de sus compañeros y se siente sobreexigida por el colegio”, dice la madre.
La situación de Sofía también le genera un conflicto a su madre. “Me he convertido en una mamá amargada con esto. Cuando me llaman del colegio, voy con una mala disposición, porque siento que me van a atacar porque mi hija no aprende”, dice. Y agrega: “Esta es una presión en cadena, de los profesores a los apoderados y el último eslabón es Sofía, en la cual recaen todas las responsabilidades. Y solo es una niña”.
Juan Aguilar, director Liceo Público Bicentenario Martín Kleinknecht Palma: “Los chicos se transforman en el sustento de sus familias”
El Liceo Bicentenario Martín Kleinknecht es el único establecimiento público que tiene desde primer grado hasta el final de la secundaria en el municipio de Toltén, el quinto más pobre de todo Chile, ubicado en la región de La Araucanía. Hay lista de espera para poder entrar porque la poca cantidad de escuelas no da abasto para la cantidad de niños y niñas de la zona. Aun así, en 2022, cuando los estudiantes regresaron a clases después de dos años de escuelas cerradas por la pandemia, el ausentismo se disparó. Juan Aguilar, su director, que llegó hace dos años a la escuela, cuenta que en el peor minuto alrededor de un 22% de los niños dejó de asistir.
No se trata de un caso aislado. Según cifras del Ministerio de Educación, en marzo de 2022 cerca de 1.169.000 estudiantes tenían inasistencia grave (35% de la matrícula), cifra que se redujo este año a 22%. Aún así, el problema está lejos de haberse solucionado si se considera que el ausentismo crónico se define cuando un estudiante tiene un 10% de inasistencia anual.
La situación de la comuna de Toltén, en todo caso, no ayuda a la asistencia escolar. Muchos niños viven en lugares alejados y deben viajar o caminar kilómetros para poder llegar todos los días a recibir educación. Por eso, explica Aguilar, todo el fondo de retención que entrega al año el Ministerio de Educación al liceo para mantener a los niños en el sistema escolar, se va en transporte: unos 43.000 dólares.
Hoy, cuenta el director, han logrado revertir de a poco la inasistencia: ya están en un 11%. A través de un plan de acompañamiento psicosocial, con una trabajadora social y una psicóloga hacen un monitoreo a los alumnos con ausentismo crónico. “Hoy tenemos 54 estudiantes en seguimiento con una carpeta para cada uno”, explica Aguilar.
La inasistencia se da en todos los niveles y las razones, explica el docente, son múltiples. El embarazo adolescente es una de ellas, pero una de las más recurrentes es que como municipio rural, en Toltén muchas familias prefieren que sus hijos los ayuden en las labores del campo antes que mandarlos al colegio. “Hay chicos que asumen responsabilidades en sus casas y en algunos casos hemos tenido que hacer denuncias”, cuenta Juan.
También, dice, sucede mucho en la zona que hay padres que deben viajar a las grandes ciudades para encontrar fuentes laborales y dejan a los niños con abuelos o familiares. “Los chicos se transforman rápidamente en el sustento de sus familias cuando quedan con su abuelita y lo mismo ocurre cuando se acerca la temporada de trabajo de campo y los jóvenes entre 15 y 18 años nos piden que cerremos el año antes para trabajar como temporeros”, explica Aguilar.
La depresión y los problemas de salud mental también juegan un papel en el ausentismo, reconoce el director, que explica que, desde el retorno de la pandemia, hay un alza de niños con problemas psicológicos.
Gonzalo Saavedra, exrector del Internado Nacional Barros Arana (INBA): “Uno termina naturalizando la violencia”
Mientras intentaba calmar una de las tantas protestas que terminaban en golpes y patadas, además de bombas mólotov y destrozos, a Gonzalo Saavedra le pegaron una patada por la espalda. En ese minuto no le tomó el peso. No era ni el primero ni el último miembro del personal del Internado Nacional Barros Arana (INBA) que recibía una agresión de parte de los estudiantes. Pero hoy, a poco más de un año del episodio, el exrector de una de las escuelas públicas más emblemáticas de la capital chilena, asegura: “Uno termina naturalizando la violencia”. El fenómeno ha ido en aumento en el sistema escolar chileno. Según un estudio del Observatorio de Convivencia, Ciudadanía y Bienestar Escolar (OCCBE) de la Universidad de la Frontera, las denuncias de violencia ante la Superintendencia de la Educación por convivencia escolar aumentaron 37% entre 2019 y 2022.
Saavedra dejó su cargo en mayo de 2022, y hasta hace dos semanas era director en una escuela en el municipio de Puente Alto, en Santiago. Pero decidió dejar indefinidamente la educación pública para trabajar como gestor deportivo privado: “Llevo dos semanas fuera y hoy puedo respirar tranquilo y mirar con perspectiva: está la embarrada [un problema muy grave]”.
“Soy exalumno del INBA y la violencia que se ve hoy no es normal. Cuando sales te das cuenta que es el sistema el enfermo. La violencia era algo de todos los días, la instrucción era que las clases seguían, pero había 50 cabros [jóvenes] afuera haciendo destrozos y quemando. Se metían a las salas a sacar gente. Todavía me acuerdo de los niños de séptimo básico que se resguardaban detrás del profesor, cómo deben haber estado de asustados”, recuerda Saavedra.
Para él, la ola de violencia -que empezó a manifestarse con mayor fuerza en 2015, dice, en algunos colegios del municipio de Santiago y que hoy se multiplica en varios establecimientos escolares- se relaciona “con el abandono de la educación pública de parte de todos los sectores políticos”.
“El verdadero problema no es tan fácil de ver”, dice, y agrega que “con un currículum que está obsoleto y una reforma educacional de hace 30 años que nunca dio el ancho, los chiquillos están en estos colegios, sin infraestructura, muertos de frío, abandonados por sus familias que llegan tarde de sus trabajos y ni hablar de la comida”. A eso se suma, señala, los problemas de salud mental y la falta de atención sicológica en la educación pública.
Aunque no justifica lo que le ocurrió y condena la violencia de los overoles blancos (grupos de estudiantes que lanzan bombas mólotov y provocan incendios), sí cree que es hora de pasar a la acción en materia de políticas públicas y preocuparse de una vez de mejorar la educación pública en Chile. “Los que están sufriendo no somos los profesores o los políticos, son los cabros que no saben qué va a pasar con ellos. Son muchas las generaciones que estamos perdiendo”, dice.
Alumna de secundaria de una escuela pública: “En matemática estamos viendo contenidos de sexto básico y es frustrante”
Tiene 15 años y cursa segundo medio (el antepenúltimo antes de ingresar a la educación superior) en un colegio público del municipio de Peñalolén, en la zona oriente de la ciudad de Santiago. Prefiere no dar su nombre ni en el de su escuela porque no quiere ser estigmatizada por su comunidad. Tiene promedio 6,5 (muy bueno, porque la máxima en Chile es 7) y quiere estudiar algo relacionado con matemáticas. Contabilidad es una de las carreras que mira con interés. Pero se siente frustrada.
Entre primero y cuarto grado tuvo la oportunidad de estudiar en un colegio privado. Por eso, dice, conoce bien el contraste entre uno y otro sistema. Cuenta que hay materias que aprendió en cuarto básico y que recién están ahora enseñándole a sus compañeros. Varios de ellos tienen dificultades para aprender, pero eso hace que los mejores alumnos deban ir a su ritmo. “En matemática estamos viendo divisiones, multiplicaciones, fracciones, contenidos de sexto básico. Me gustaría aprender otras cosas y siento que me estoy quedando atrás, es frustrante”, confiesa. El año pasado estuvo más de un mes sin profesor de matemáticas, porque la que había renunció y recién las últimas semanas de clase llegó una nueva docente.
Tampoco le gusta la violencia que ve a su alrededor. Hace algunas semanas uno de sus compañeros tuvo que ser internado luego de que otro estudiante lo golpeara con una patada en la cabeza, cuenta, todavía impactada por lo ocurrido. Dice que tiene compañeras de curso que venden droga adentro del colegio, principalmente marihuana a los alumnos más grandes y que hay otros que faltan mucho a clases.
“Algunos dejan de ir porque se sacan malas notas y piensan que van a repetir y que ya no hay solución”, señala. La deserción escolar es uno de los principales problemas que se agravó tras la pandemia. Según el Centro de Estudios del Ministerio de Educación, cerca de 50.000 estudiantes abandonaron el sistema educativo en 2021 (cerca de un 2% del alumnado total de Chile).
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