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La certeza de una presencia

Los Backstreet Boys se reivindican ante un Palau Sant Jordi lleno

Concierto de Backstreet Boys en el Palau Sant Jordi de Barcelona.
Concierto de Backstreet Boys en el Palau Sant Jordi de Barcelona.Albert Garcia

No hay ayer porque ayer es siempre hoy y, al fin y al cabo, exceptuando alguna arruga y quizás alguna leve variación de contorno, no somos muy distintos de lo que fuimos. Varían algunas cosas, como que por ejemplo ya no se asiste al concierto de los Backstreet Boys con camisetas alusivas a la banda, de manera que en la tarde otoñal del viernes, la ropa de abrigo desplazó a la de identificación y las seguidoras, inmensa mayoría, no se sintieron obligadas a manifestar su adhesión a un banda que ha sido siempre su banda, desde hace más de veinte años. En algo se debe notar que se ha crecido, ya no es tan necesario gritar o correr, ahora se disfruta de otra manera, no menos intensa, sí menos uniformada. Backstreet Boys volvían y no era cuestión de perdérselo. El Sant Jordi agotó las entradas.

Ellos también siguen más o menos igual. Sus miradas ya no son de críos fascinados por el tamaño de su juguete, sino de adultos plenamente conscientes de que viven en una jungla, su creador y manager les timó, y que juntos son más fuertes que separados. Por añadidura, la edad les permite referirse a sus familias sin generar despechos, hablar de sus hijos con normalidad, pareciéndose así cada vez más a los padres de las propias fans, a las que pese a todo cantan como si en el mundo no existiesen nadie más que ellos y ellas. Quizás por eso, en el concierto de los Backstreet Boys no se vio a nadie más en escena que a ellos cinco, mientras que la banda, que haberla la había, se escamoteó a la vista del personal, mercenarios invisibles que fueron apoyados cuando fue necesario por una nutrida legión de efectos y de coros enlatados –y lo fue incluso en piezas a capella como Breathe-. Aún con todo, el sonido del concierto tardó en enderezarse al comenzar embarrado y estridente. Tardó en aposentarse.

El escenario, enorme y despejado, estaba pensado para que se les viese. Y para estar guapos, tres cambios de ropa, no todos conjuntos, acabando del virginal blanco de cuando eran efebos. Alguno de los conjuntos chirriaba con la edad de sus portadores, pero otra de las convenciones del pop de consumo es que puedes vestir como un arapahoe sin que nadie arquee ni mínimamente la ceja. Aunque tengas 45 años. ¿Un chollo? Lo que no es tanta bicoca es que tras las vestimentas siempre hubo un concepto no marcado pero perceptible de uniformidad que llevaba a los cinco boys a lucir vestuarios similares, lo que resta vértigo incluso a ir vestido de arapahoe. Cosas de formar parte de una boy band a los cuarenta. Y como complemento en sus grandes pantallas, algunas de altura regulable, proyecciones mayormente geométricas y de la naturaleza tal y como se ve en los anuncios de colonia. Ellos eran lo importante, no nos engañemos, y el realizador los buscaba afanosamente con las cámaras.

Musicalmente el grupo no ha cambiado en lo sustancial, ya que el monocultivo de la balada sigue siendo su modus vivendi. Es cierto que no se trata de baladas lacrimógenas como Don’t Wanna Lose You Now, pero las hubo épicas Shwo Me The Meaning Of Being Lonely, Incomplete, rítmicas y perfumadas por el pop negro, la mayor parte, y alguna moderna perfil “No Place”. Para la parte final, ellos ya de blanco, traca bailable mientras sus figuras parecían las de ángeles con aura, recién bajados del cielo para recordar que pasará el tiempo, la vida nos torcerá el gesto y en ocasiones sentiremos la soledad, pero siempre, siempre, ellos estarán allí. Como la otra noche en el Sant Jordi, casi al alcance de la mano.

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