Una clase con Perec
Comprometida sesión en el Taller de Escritura Potencial que imparte en La Central del Raval el novelista Pablo Martín Sánchez
Leslie Grace reconoce el viejo embotamiento (pesadez de párpados, opacidad auditiva) del pulso acelerado. El mismo que conllevaba en la niñez y que convertía en irreal, entonces como hoy, demasiados episodios escolares de la infancia. Ahora ha vuelto a clase y teme de nuevo el ridículo y la burla. De hecho, al presentarse, el profesor ya le ha hecho notar que a su nombre le sobra una e, que debería ser Lesli...
Caprichosa mezcolanza de sadomasoquismo y pavor hace que esté ahí. Lesli, más que miedo a la columna en blanco (es periodista) tiene pavor a quedarse en blanco, exhausto, vacío, inerme. Es alguien en busca de significado en tiempos que nada lo tiene: aspira a recuperar el propósito y la verdad de su razón de ser profesional (la existencial la aparcó hace años) y como quiere engañarse pensando que es un tema meramente técnico, ha decidido agarrarse a 120 minutos de los 960 que promete el Taller de Escritura Potencial que imparte en La Central del Raval el novelista Pablo Martín Sánchez (El anarquista que se llamaba como yo; Tuyo es el mañana…). En concreto, su quinta sesión: Trabajo con la frase: 'Je me souviens', inicios de novela.
“La semana pasada fuimos a tomar algo con constricciones: sólo se podían encargar cosas de cinco letras; así que pedimos birra y no cerveza y oliva, que no aceituna; luego resultó que el nombre del barman tenía cinco letras…”, rememora el profesor ante la decena de alumnos, antes de escribir en la pizarra, sin que parezca venir a cuento: “Dábale anal paz a Zaplana el abad”. Lo aclara raudo: ha recuperado un viejo palimpsesto del escritor Pablo Moíno Sánchez dedicado al expresidente valenciano, que esta mañana ha sido detenido, curioso, también por un blanqueo como Lesli, si bien algo distinto: de capitales.
El profesor pone presión: “Os la estáis jugando: es esa frase que es la puerta de entrada, que debe ser la mejor del mundo… y que generalmente cagamos porque queremos ponerlo todo ahí”.
Hábil preceptor, como quien no quiere deja sobre la mesa Le guide Lonely Planet du voyage experiméntal, que, entre otras asombrosas propuestas, sugiere una ruta por una ciudad utilizando el juego del Monopoly de la misma como mapa, visitar lugares monovocálicos o intercambiar con alguien las llaves de casa y vivir su fin de semana: desde contestar al teléfono a cumplir con sus compromisos sociales. También lee un texto de Aitana Carrasco que, en La Mancha, ha cogido el Quijote y ha ido tachando palabras hasta dejar solo frases eróticas… Hay clave oculta en las referencias metodológicas de Martín Sánchez: es el único escritor español que pertenece (desde 2014, y por cooptación de sus miembros) al grupo Oulipo, el de Raymond Queneau, Georges Perec e Italo Calvino, entre otros, que decidieron en 1960 que la literatura era un juego entre lector y autor y que se podían pergeñar grandes historias con técnicas de escritura que contuvieran trabas de todo tipo. “Se trata de abrir mentes, de desbloquearse, de desterrar la idea de que escribir es una tortura”, alienta.
Otro libro que suelta es Je me souviens, de Perec: 480 evocaciones que empiezan con ese sintagma y que entremezclan magistralmente recuerdos íntimos con colectivos… Y ese es el primer reto que lanza el profe en clase. Una docena. La clave, en la frase de arranque, avisa. Tienen 10 minutos. Leslie nota la presión: el labio superior se humedece. El nerviosismo le hace mirar a los concentrados compañeros, muchos veteranos de otros talleres de escritura; uno es repetidor voluntario… La tentación de copiar es alta. Rita, a la izquierda, parece buscar inspiración en el móvil (¿anota su infancia en él?), mientras Carisco Naneva, enfrente, ha cogido la goma y lo ha borrado todo ya un par de veces: sí, usa lápiz porque aquí todos (ocho mujeres, dos hombres) van con papel, no hay ordenador alguno.
Escudándose en su debut y un bartlebyniano “preferiría no hacerlo” , Lesli pasa palabra ante un sorprendido profesor, que elogia la anáfora de la etóloga Mimosa Munt a partir de la muy sencilla “No podré olvidar”, pero que va desde el tebeo Pulgarcito a las playas de Formentera de los 80, creando una cadencia real, íntima; Martín Arizo (Lesli debe haber oído mal, pues es chica), que da clases de creatividad, prefiere arrancar con un más contundente “Antes de morir recordaré…”, al que una de las veces añade un “…que no se escribe por pasión sino para vivir otras vidas” que levanta murmullos de admiración, como el conjunto de Rita con su “Me acuerdo de…”, en el que deja caer un “…enamorarme y pensar: 'Es esto'”.
Sin respiro, Martín Sánchez, que ha creado un genius loci patafísico, de club divertido y secreto, aprieta con el siguiente ejercicio: redactar la primera frase de esa novela que uno siempre ha querido hacer. Glups. Pone presión: “Os la estáis jugando: es esa frase que es la puerta de entrada, que debe ser la mejor del mundo… y que generalmente cagamos porque queremos ponerlo todo ahí”. La oración no debería superar una línea de folio y de nuevo no da más de 10 minutos… “Eso no es nada: el otro día Marta Polbín nos hizo componer cronopoemas: tenían que durar 10 segundos”, murmura quizá Alfonsel Crec, y Lelsi empieza a preocuparse porque entendió que llamaba al profesor con lascivo nombre de mujer; quizá broma de una sesión anterior porque Alfonsel es el cachondo de la clase, como ratifica su inicio novelesco: “La ropa interior de Gemma quedó dentro del confesionario”.
Redactada la cosa, había que pasarla al del lado y éste debía escribir la frase opuesta y así sucesivamente, pero ya sin ver la cadena… Un juego del teléfono literario. “No se parece en nada a lo que he redactado inicialmente”, comenta la también profesora de escritura Marco da Palco, lo que provoca en Lesli una mueca burlona recordando gajes de su oficio. El remate es cuando Martín Sánchez pide que con la primera y última frase cada uno haga un microrrelato. Tiempo: 15 minutos. Dios, qué sufrimiento, se dice Lesli, que, al escuchar resultados, se siente empequeñecer: hay palabras, gestos verbales que rezuman vida, ilusión, talento, un refulgir que él da por perdido.
“El peligro de todos los peligros: que nada tenga sentido”, se recita Lesli a Nietzsche mientras los otros comentan a la salida la paradoja del curso: la prohibición, la constricción, como estímulo de la creatividad. ¿Se están despidiendo con nombres distintos? Así es: en clase, cada uno debe responder a un anagrama de su nombre y primer apellido real. Lesli, ya solo, repasa la libreta y relee su callada frase pereciana: “Lloraré cuando recuerde que un día olvidé…”.
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