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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cartas marcianas

Un día me puse a pensar en nuestro cuerpo mortal y quedé impresionado al comprobar que no somos gran cosa

De niño pensaba que los alienígenas eran tipos inteligentísimos y gigantescos, seres plásticos y metálicos o, por el contrario, entes pequeños, nervudos y de color fosforito: los famosos hombrecillos verdes. Había juzgado a la especie humana en virtud de esos patrones. De repente un día, ya crecidito, me puse a pensar en los individuos, en nuestro cuerpo mortal. Quedé impresionado al comprobar que no somos gran cosa. Bien mirado, nuestro cuerpo —el mío, al menos— es una birria. Un informe que leí sobre el particular me lo confirmó.

Decía lo siguiente: “No hay en todo el Universo, chapuza más grande ni trasto peor hecho que el cuerpo humano. Sólo las orejas, pegadas al cráneo de cualquier modo, ya bastarían para descalificarlo. Los pies son ridículos; las tripas, asquerosas. Todas las calaveras tienen una cara de risa que no viene a cuento. De todo ello los seres humanos sólo son culpables hasta cierto punto. La verdad es que tuvieron mala suerte con la evolución...”. ¿Quién puede decir esto? O un extraño o un resabiado. O bien un humano desencantado, muy decepcionado con lo que como especie somos. O bien un alienígena, un ser de otro planeta capaz de realizar un informe tan conciso y exhaustivo.

Hace más de veinte años leí Sin noticias de Gurb (1991), de Eduardo Mendoza, en la edición de Seix Barral. Por supuesto, la obrita es una fábula moral que remite a la ciencia-ficción y a la picaresca: un tipo desorientado escribe acerca de sí mismo y escribe acerca de quienes le infligen daño o le procuran el bien. Y ese diario lo redacta a la manera de las novelas epistolares del siglo XVIII: como las Cartas persas (1717), de Montesquieu, o como las Cartas marruecas (1789), de José Cadalso. Mendoza idea por decirlo así unas Cartas marcianas: somos observados por un alienígena que no nos entiende bien y que trata de describir lo que ve, cosa que le provoca malentendidos.

Pero ese extraterrestre tiene o cree tener conocimientos muy precisos e inútiles de los bajos fondos y de la purria, de los mandamases y de las autoridades: eso le permite aventurarse por donde no debe y tratar con gente buena o con gente sin escrúpulos. Los batacazos y coscorrones son constantes provocando en nosotros la hilaridad. Me da mucha pena el extraterrestre. Abandonado, solo, con unos barceloneses hostiles, con unos españoles que frecuentemente lo repudian. Encima, el título, Sin noticias de Gurb, alude al otro, al desaparecido. Ignoramos cómo se llama quién habla en primera persona.

¿Se puede ser más desgraciado? El alienígena parecía un ser de aquel tiempo, de comienzos de los noventa. De haber venido y vivido ahora mismo, este ente desdichado que se cae por múltiples zanjas de obras inacabables no habría conseguido levantar cabeza. Muy probablemente un azulejo de Santiago Calatrava o un ladrillo de otro avispado le habrían abierto una brecha. Tampoco Gurb habría tenido mejor suerte. No me extrañaría que aún pudiera estar enladrillado en un edificio, encarcelado en alguna promoción, en alguna monada edilicia de otro tiempo. La verdad es que sí: hemos tenido mala suerte con la evolución.

En fin, qué paren el mundo, que me bajo. Esto es una marcianada.

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