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ROCK-SUEDE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El glorioso cuarentón

Viendo a Brett Anderson y su banda en La Riviera no vienen a la mente grupos de jóvenes mucho más pletóricos

Pocos discutirán a Suede entre las cinco o seis bandas más influyentes del imperio británico durante los caóticos años noventa. Quizás hoy no conserven tal posición de privilegio, pero, tras verlos anoche en una Riviera entusiasmada, no vienen a la cabeza muchos jovenzuelos más pletóricos. Quien piense que Bloodsports, el reciente regreso del quinteto londinense tras una década en la inopia, es una mera excusa para poner al día sus finanzas ha de figurar en uno de estos dos grupos: los que solo contemplan el mundo desde el cinismo o aquellos que no han visto a Brett Anderson sobre un escenario en 2013. Es difícil aglutinar tanto carisma, empatía y hedonismo sobre un mismo par de hombros, pero Anderson lo atesora todo.

Estos resucitados Suede han decidido poner a prueba a sus seguidores comenzando cada concierto con una rareza. Ayer le tocó a la lúgubre y tremebunda Daddy’s speeding, perfecta para la entrada parsimoniosa de ese lúbrico mesías que siempre viste camisa blanca para que ni una sola mirada le pierda de vista. Durante la hora y media siguiente, Brett no parará de alzar los brazos, encaramarse a los monitores, soltar latigazos de cadera, descoyuntarse el cuello y demostrar su olímpico desprecio por la tecnología inalámbrica: los micrófonos “de verdad” sirven también como látigos implacables.

Ya en la segunda pieza, la novísima Barriers, aflora la fascinante fórmula magistral: Bowie con el traje de los Smiths, el glam, las guitarras cantarinas, la ambigüedad de aquella mítica portada que protagonizaban quién sabe si dos chicos, dos chicas o uno de cada cual. El repertorio de estreno es muy sólido, en especial esa maravilla melodramática, It stars and ends with you, que nuestro apóstol interpreta como se merece, hincando la rodilla en tierra. Para cuando irrumpe el primer auténtico gran éxito, Trash, la sala ya es una marejada de brazos, un inmerso charco de sudor. Y Anderson no tiene más remedio que desabotonarse la camisa (el proceso culminará dos temas después) para demostrarnos que se puede llegar a los 46 sin un miserable centímetro de lorza abdominal.

El resto es un festín que ni ese maldito sonido opaco de La Riviera disimula. Hay hueco para los éxitos seminales (The drowners, Animal nitrate), pero también para contentar a los entendidos: ‘Killing of a flashboy’ (una de esas canciones que engrandecen la leyenda de las caras B), la rarísima Oceans o la tormentosa The asphalt world, que no perdona sus nueve minutos ni la exhibición guitarrística de Richard Oakes. Can’t get enough suena tan insolente como los Blur de Song 2 y The beautiful ones es la loca exaltación del karaoke. Y los bises: She’s in fashion con solo dos guitarras acústicas (suena como si la hubiera escrito ¡Aztec Camera!) y la inmensa New generation. Un himno tan glorioso como el glorioso cuarentón que anoche barrió a los veinteañeros del mapa.

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