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FOLK | Eliseo Parra
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las pasiones contagiosas

Eliseo Parra demuestra en el Café Central, aun con la garganta rasgada, que es un valor seguro

Asoma Eliseo Parra por el Café Central (que le albergará toda esta semana) con pañuelo anudado al cuello y gesto compungido: su garganta anda maltrecha, se disculpa, y llegará hasta donde la providencia dicte. Ha escogido las piezas de tesitura más grave, pero hay que haber escuchado unas cuantas noches a Eliseo para advertir que sus facultades vocales están mermadas, que falta brillo y calor en ese vozarrón de pura cepa castellana. Porque el vallisoletano que admite sus limitaciones es el mismo que arranca a capela, sin red de seguridad. El que al tercer tema está ya animándose con el baile tradicional en el minúsculo escenario. Y al quinto consigue que una parte del público, sus alumnas de Las Piojas, le secunde con los coros de La rama.

Aun en noches de fuerzas menguantes, el arte de Parra es un valor seguro: eso mismo que no adivinamos al enchufar el transistor o avanzar con paso torpe hacia ninguna parte. Ahora que hemos perdido la fe hasta en la primavera, cuando ya no nos fiamos ni del meridiano de Greenwich, llega el maestro de Sardón de Duero y nos contagia sus pasiones. Por la vida. Por las sonrisas francas. Por la sabiduría centenaria de los más viejos del lugar.

Nadie en todo el centro peninsular ha sabido desarrollar como él un lenguaje tan propio y exquisito en la reinvención de los cancioneros ancestrales. Es abrumador el magisterio de este sexagenario empeñado en burlar al calendario con su aire de profesor eternamente curioso. La Juliana, una de esas deliciosas retahílas castellanas, deriva en un épico estallido instrumental al que podríamos otorgar el título de folk sinfónico. Para La cigüeña, el clásico de Agapito Marazuela, organiza una escandalera polirrítmica que incluye almirez, sartén y… tubo de aspirador a cargo del impredecible flautista Xavi Lozano. Y este mismo enarbola una valla de obra (sí, de las amarillas y desconchadas) en Una palomita blanca, que suena dulce y telúrica como ¡un duduk armenio!

En el tramo central, el septeto estrena tres temas de su reciente trabajo sobre folclor riojano, tan poco divulgado y tan aprovechable cuando cae en manos inquietas. Y el colofón desemboca en festín colectivo e incontenible con las murcianas Jotas de El Chato y la apoteosis de El brillante. Para entonces ya nadie reparaba en dolores de garganta. Y Eliseo, el que menos.

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