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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El euskera y El Cacereño

Pepe -El Cacereño de Guerra Garrido- abandona su familia y el pueblo literario de Torrecasar, trasunto del extremeño Casar de Cáceres -donde los geranios florecen en latas de conserva y donde las que salían de un cerdo eran todas las proteínas que consumía la familia en un año-, rumbo a Alemania, a la quimérica tierra de promisión donde, según se habla, los perros se atan con longaniza. Antes de ir en pos de las casas de chocolate y de los árboles colmados de los cuentos, Pepe se siente impelido a correr hacia el monte a tumbarse bajo las encinas entre las flores de jara: "Quería sentir, oler, saborear la esencia de una tierra que abandonaría quizá para siempre".

Pero Pepe no llegará a la lejana Munich. En Madrid, la búsqueda de un confesionario para el alma y de unas migas de cariño habrá de vaciarle los bolsillos. Así las cosas, partirá hacia la no menos lejana Irún con su maleta de madera y un bocadillo de chorizo. Será en San Sebastián -donde la tierra, más que tragar, parecía soltar agua- donde alquile una deslustrada habitación y en la cercana Pasajes -esa porción de mar que se mete en la tierra con ganas de convertirse en río, pero no pasa de la primera intentona- donde halle su primer y duro trabajo (tenía que salir adelante, no podía regresar derrotado). Pero con todo y con eso, no podrá evitar, en su melancólica soledad, que le duelan las risas de las gentes con gabardina de plástico y boinas sin capar, que no le haga daño su alegría despreocupada. Al poco, caerá en la cuenta de que "cacereño" no es sólo el proveniente de Cáceres, de Extremadura, sino el nombre dado a todos aquellos inmigrantes arribados al País Vasco -también llamados "coreanos", "churrianos" o "trenak ekarritakoak" ("traídos por el tren")-. Y a Pepe ese sobrenombre y otras incomprensiones le llevarán a decir: "Te juro que aunque viva aquí cien años, y lo sepa como para escribir un libro, no pronunciaré una palabra en vascuence. Así me pudra. No quiero contaminarme".

Y a Pepe le esperarán otros trabajos, otros barrios, las camas de otras habitaciones y, sobre todo, le esperará el amor euskaldún de Izaskun. Y Pepe terminará por "contaminarse": traerá a toda su familia desde el secarral de Torrecasar y nacerá la pequeña Maitetxu. Pese a ello, necesita volver a encontrarse con su antigua tierra para ver qué siente, para ver qué le pasa por dentro. Fueron unos pocos días los que la maleta de Pepe, ahora de cartón imitando a cuero, pasó allí. Y el tren volvía a entrar por el barrio de Amara. ¡Aitatxo!, le oímos exclamar a Maitetxu en el andén mientras corre hacia Pepe. Y éste, en cuclillas y abrazándola, dirá -"la frase, como un torrente, con una fuerza espontánea que la voluntad no pudo atajar, le salió del fondo del alma"-: "Etorri. Etorri honea, neska polita" ("Ven. Ven aquí, niña bonita"). Se abrazan los tres. "Bienvenido a casa, Joxe", le susurra Izaskun.

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