El ‘Diccionario’ no es un libro de estilo
La resolución de un juez argentino sobre la palabra “judío” muestra su poca finura acerca de cómo funciona el idioma
Un juez argentino ha ordenado (tal cual) a la Real Academia Española suprimir la acepción de “judío” como “persona usurera”, tras una denuncia de representantes de la comunidad hebrea en aquel país. La resolución judicial, de finales de septiembre, demuestra la escasa finura de su firmante, Ariel Lijo, acerca de cómo funciona el idioma.
Para empezar, dirige su orden contra la Academia Española, cuando tanto el Diccionario como la Nueva Gramática y otras obras académicas se elaboran y suscriben por las 23 entidades de cuatro continentes (incluyen Filipinas y Guinea Ecuatorial) que forman la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE). Entre ellas, la Academia de Letras argentina; encargada de aportar a la obra común las propuestas que nacen de aquel país.
En segundo lugar, el juez transmite una idea que no por extendida deja de estar equivocada: ni la Academia Española ni sus instituciones hermanas son las dueñas del idioma. Ellas no deciden libre o arbitrariamente lo que se define en el Diccionario, sino que llevan a él los usos documentados de las palabras, les gusten o no. No se debe confundir un diccionario con un libro de estilo.
Y en tercer término, sería contraproducente eliminar esa acepción porque entonces no se podría acusar a nadie de haber utilizado “judío” como término insultante, puesto que la palabra habría quedado vaciada de ese significado oficialmente, aunque lo mantuviese en la realidad. No existiría codificación correcta para ese acto.
La quinta acepción de la entrada “judío” señala: “Dicho de una persona: Avariciosa o usurera. Usado como ofensivo o discriminatorio”.
Desde el momento en que se retirase esta acepción, ¿cómo se podría demostrar que el vocablo lleva consigo una carga ofensiva en determinados contextos? Si alguien escribiese en un periódico “los banqueros que han subido los tipos de interés son unos judíos” y la intención que se manifiesta ahí no tuviera reflejo en el Diccionario, el acusado de haberla pronunciado podría argüir que su expresión carecía de ánimo injuriante, puesto que no hay en ella ninguna acepción peyorativa. Por tanto, necesitamos que el lexicón académico incluya definiciones reales y precisas para condenar con ellas a los xenófobos, a los racistas y a los machistas, entre otros retrógrados.
La misma buena voluntad del juez argentino se podría dirigir contra todos los insultos de nuestro idioma: quitémoslos del Diccionario, para que así dejen de existir. Vale, pero entonces ¿cómo se podrá condenar a nadie por injurias o atentado contra el honor o la imagen de otro, si en ningún sitio se ha establecido que esos términos significan lo que significan?
Por otro lado, la acepción peyorativa de “judío” está diseminada por nuestra literatura, clásica o moderna, a veces en la pluma de autores que incluso condenaban ese ánimo insultante pero lo ponían en boca de un personaje a quien querían retratar como imbécil. Si ahora alguien necesita consultar ese significado histórico, el Diccionario debe darle también la respuesta precisa.
Lo condenable no es que la citada acepción de “judío” esté en el repertorio académico, sino que aún haya quien la arroje contra otros. Por tanto, no hay que apuntar contra la Academia ni contra las palabras, sino contra quienes las usan para insultar o despreciar a sus semejantes. Y en eso, señor juez, usted tiene mucho trabajo.
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