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Pintura que se toma por arquitectura: la geometría de Pablo Palazuelo toma tierra

Una exposición dedicada al artista abstracto en Madrid permite observar la superposición de las dos disciplinas en su obra y en la de sus sucesores

Pablo Palazuelo
Pablo Palazuelo, 'Sin título [Proyecto para Bankinter]', 1976. © Fundación Pablo Palazuelo, 2023.

Durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX —una edad de oro, desde luego, del arte español—, Pablo Palazuelo era alguien que estaba y no estaba la vez. Al estallar la Guerra Civil, interrumpió sus estudios de Arquitectura en Oxford y, de nuevo en España, se decidió por la pintura. Tras hacer, en 1948 y como otros, su presentación de artista abstracto en la madrileña galería Buchholz, se instaló en París. Iba y venía. Estar cerca y lejos contribuyó a forjar su leyenda. Lo fichó la galería Maeght y exponía periódicamente en Pittsburgh, en el Instituto Carnegie. Aun así, el aire mistérico, de mago o de alquimista, que rodeó siempre a Palazuelo debía mucho más a sus propias obras y al modo en que sabía —como nadie— presentarlas bajo la sugestión de runas o arcanos de alguna sabiduría perdida.

Cuando volvió a España definitivamente, la implantación artística, social y también gubernamental del arte abstracto estaba ya completamente asentada. La proyección de los artistas españoles en el exterior a cargo de Luis González Robles, los desvelos museísticos y aglutinadores de José Luis Fernández del Amo o los mecenazgos de Huarte fueron apoyos decisivos. El nuevo arte abstracto invocaba la pureza de un origen anterior al arte y la cultura, que se manifestaba de muchas formas. La arquitectura popular sirvió de inspiración para los poblados de colonización; la Iglesia puso en manos de arquitectos como Fisac o Sáenz de Oiza la construcción de nuevos templos en los que lo religioso ya no era una temática para el arte, sino una revelación formal de “lo desconocido” o de “la visión interior”, tan frecuentes en los escritos de Palazuelo. Ningún artista dio alas como él a ese espiritualismo estético. Frente al magma informalista, aunque a su lado, su camino hacia el misterio era señalado por el número y la geometría. Había otros artistas geométricos, pero sus referencias a Kandinsky, Malévich o a Klee (un artista determinante del arte de la época) y sus lecturas heterodoxas de Henry Corbin o Matila Ghyka cristalizaban en sus obras como criptografías inconfundibles.

'Llama-de-amor-viva', 2021, de Javier Victorero.
'Llama-de-amor-viva', 2021, de Javier Victorero.

A todo eso se añadía algo sustancial: los efectos dramáticos tomados del lenguaje arquitectónico. La excepcional exposición que se presenta en las salas del Museo ICO, en Madrid, tiene su origen en la tesis de Gonzalo Sotelo-Calvillo y en la catalogación de los fondos propiamente arquitectónicos de la Fundación Pablo Palazuelo, llevada a cabo por Teresa Raventós-Viñas y por él mismo. Como los vehementes sacerdotes de las primeras vanguardias —pienso en Mondrian, en Jacques Villon o en los ritmos de Robert Delaunay—, Palazuelo conseguía evocar con esos elementos la idea de un orden ancestral y futuro a la vez, un absoluto que la pintura mantenía en estado cifrado, pero que la arquitectura podía finalmente materializar en tierra mortal. El lenguaje gráfico de esa disciplina le brindó herramientas retóricas inmejorables con las que producir aquella sugestión de estar ante una verdad conservada en el secreto. Él lo utilizó con una ambigüedad calculada, entre la condición preparatoria de los papeles de taller y la obra definitiva.

Una de las investigaciones de esos fondos concluye en la reconstrucción de un sistema creativo al que Palazuelo acudió en ocasiones —“metodología”, lo llaman los comisarios profesionalmente—. Consistía en sobreponer los traslúcidos y cerúleos papeles vegetales de los croquis arquitectónicos para producir la sensación dinámica de una construcción en metamorfosis constante, un poco como ocurriría (idealmente) en un dibujo animado y como ocurre, de hecho, en la naturaleza, otro topos de la época.

La exposición nos ayuda a comprender el perfil del artista de ciertas neovanguardias de los cincuenta como el de un proyectista cuya obra, tanto como la de sus abuelos, consistía en un planteamiento de realización permanentemente aplazada, sin llegar a materializarse nunca (y, tantas veces, gracias a Dios). Vemos la huella de Palazuelo en 12 de sus intervenciones arquitectónicas más relevantes. Por ejemplo, en el edificio para los grupos parlamentarios del Congreso de Diputados (1984); el Bankinter de Rafael Moneo (1975); el Auditorio Nacional, de García de Paredes (1987), o el Auditori de Barcelona (1998).

Palazuelo sobreponía los papeles vegetales de los croquis para producir una sensación de metamorfosis constante

La exposición también nos invita a pensar en lo que ha cambiado no ya nuestra sensibilidad (capaz todavía de acceder a la emoción a través de las geometrías de Palazuelo y las de numerosos artistas actuales), sino el sentido del tiempo. Vivimos en una época muy distinta; la historia ya no se desplaza hacia una realización, no tiene argumento. Aun así, algunos veteranos del sueño de las líneas permanecen en activo, como José María Yturralde, Julián Gil o Monika Buch. Pero todos los absolutos programáticos han sido desactivados. Además, la relación exclusiva de la geometría y la pintura ha de contar hoy con la inflación, y la eficiencia, de las imágenes virtuales. Con todo, algo de la espiritualidad apofática y analógica de Palazuelo es retenido en las pinturas de Javier Victorero, que se exponen hasta hoy en Puxagallery (Madrid), y su elocuencia rectilínea en las de Emilio Gañán. La idea constructiva aletea sobre algunos artistas que trabajan en la Nave Oporto, como Irma Álvarez-Laviada, Sonia Navarro, FOD y Manuel Saro. La galería Encant, en Mahón; Pep Llabrés, en Palma, o Ana Mas Projects, en Barcelona, han prestado atención reciente a la geometría. A nombres como Lola Berenguer, Regina Giménez, Carmen Ortíz Blanco, Arantxa Etxeberria o Robert Ferrer hay que añadir la presencia en España de artistas extranjeros, como el clásico Imi Knoebel (ahora mismo en Ehrhardt Flórez, también en Madrid), los nórdicos Carsten Beck y Birte Horn, los uruguayos Martín Pelenur y Guillermo García Cruz o la argentina Mariela Scafati… Como el de Voltaire, el jardín que cultivan es privado. Son más hortelanos que sacerdotes.

‘Pablo Palazuelo. La línea como sueño de la arquitectura’. Museo ICO. Madrid. Hasta el 7 de mayo.

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