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Pedro Costa: “Los cineastas filósofos son los menos subversivos y revolucionarios”

El director portugués encontró en barrios de emigrantes las historias, los actores y el método de trabajo que le reconciliaron con el cine. Esta semana participa en el 60º Festival Internacional de Gijón y acaba de inaugurar una exposición en Barcelona que indaga en su interés por la música

El cineasta Pedro Costa, fotografiado en su estudio de Lisboa, a finales de octubre.
El cineasta Pedro Costa, fotografiado en su estudio de Lisboa, a finales de octubre.JOAO HENRIQUES (EL PAIS)
Tereixa Constenla

En el cuarto donde Pedro Costa (Lisboa, 63 años) montó Vitalina Varela, la película de 2019 que impactó tanto al Festival de Locarno que le dio el Leopardo de oro como a la crítica estadounidense que la votó como una de las mejores de aquel año, pronto dormirán turistas. Su estudio está en uno de esos edificios antiguos de la Baixa de Lisboa, junto a la estación del Rossio, con techos altos, ventanales y escaleras de madera, que no ha debido cambiar mucho desde las caminatas de Pessoa. Acaba de ser comprado para abrir otro hotel. Costa intuye que cualquier día timbrará a la puerta un abogado con una invitación a desalojar el espacio donde se han montado algunas de las películas portuguesas más admiradas del siglo XXI y que muestran una realidad que nada tiene que ver con la Lisboa de tuk-tuk, trottinetas y heladerías que rodean el Rossio.

Esta Lisboa que expulsa a los lisboetas no interesa a Costa, que la considera “una ciudad destruida, rendida al despropósito y víctima del capitalismo más salvaje”. Tampoco el barrio donde nació, Arroios, declarado en 2019 como “el más cool del mundo” por Time Out, se parece ya al que recorría de niño, yendo de tienda en tienda, mientras sus abuelos trabajaban en su taller de costura. Aquel origen le sirve en bandeja la metáfora: “A partir del año 2000 el cine para mí pasó a ser un pequeño comercio, no es Louis Vutton ni Armani”. Desde ese año su espacio vital está en los márgenes, en barrios ninguneados donde él ha encontrado unos actores, unas historias y un método que le reconciliaron con el cine: “Tengo la suerte de trabajar en lo que me gusta y con quien me gusta, personas muy serias y dignas. Ya lo he dicho mil veces, son lo mejor de mi país”.

Los protagonistas de Costa limpian tiendas como Zara a cinco euros la hora, venden verduras por la calle y trabajan en la construcción. Su vida es una pelea cotidiana contra sucesivas carencias: ni tiempo ni dinero ni esperanza. Lo resume la inmigrante caboverdiana Vitalina Varela en su película: “Aquí no somos nadie”. Los protagonistas del cine de Costa no eran nadie hasta que llegaron al cine de Costa. Existían sin ser vistos. El director los sacó de su anonimato y quebró esa visión superficial de Portugal como el nuevo país de las maravillas gracias a sus horas de luz, sus kilómetros de playa y sus kilos de pastéis de nata. El Portugal de hoy es un país de desigualdades extremas, entre la belleza natural o diseñada para gustar a las visitas y la pobreza de lugares como Fontaínhas o Cova da Moura. Costa mostró a los excluidos sin edulcorarles ni despreciarles. El paro, la heroína y el hastío están ahí, claro, pero también la amistad, las canciones y la determinación.

No puedo filmar en sitios como Fontaínhas con la maquinaria poderosa y capitalista del cine, que son camiones, maquilladoras, cáterings y croquetas

Vayamos al punto de inflexión. Después de tres largometrajes, La sangre (1990), Casa de lava (1994) y Huesos (1997), Pedro Costa se revolvió, perdió la ingenuidad, entró en crisis: “No me apetecía continuar trabajando de la forma en que lo había hecho hasta entonces, que era convencional”. “Truffaut decía que para hacer cine corriente era necesario ser un poco estúpido y un poco naïf porque si no, no se aguanta. Cuando paso por la calle y veo una filmación, tengo que torcer la cara porque me muero de risa porque la veo una actividad patética. Yo hago un trabajo profundo con estas personas que necesita tiempo y paciencia, tal vez un poco de resistencia en el sentido de no desistir porque todo es tan difícil que a veces tienes la tentación de pasar a otra cosa, lo que me salva es que yo no tengo otra cosa, no creo en otro cine”.

En el año 2000 se instaló en Fontaínhas, un barrio autoconstruido en el cinturón de Lisboa por emigrantes caboverdianos y trabajadores precarios, que solo asomaban por los medios en la crónica negra. “Conseguí una pequeña habitación y pensé que podría ser positivo estar allí para hacer el trabajo de investigación, en aquel momento no tenía obligaciones ni lazos, había cortado con todo, estaba solo y pensaba que no necesitaba a nadie, luego llegué a la conclusión de que necesitaba dos o tres personas para hacer una película y hoy sabemos que somos cuatro y nunca seremos 40″, cuenta.

Carteles de las películas del cineasta portugués Pedro Costa, 'Caballo Dinero' (2014) y 'Vitalina Varela' (2019).
Carteles de las películas del cineasta portugués Pedro Costa, 'Caballo Dinero' (2014) y 'Vitalina Varela' (2019).

Excavó como un arqueólogo. “Yo estudié Historia, donde trabajas con fuentes y archivos. En Fontaínhas era como si pudiera poner en práctica algunas cosas de la Historia, ir al fondo de las cosas, traer a la superficie. Comencé a trabajar en cosas que hasta entonces eran invisibles. Tomar la vida completa de un inmigrante como la persona que es y no solo con los problemas del inmigrante. Finalmente lo que me gustaba hacer y el cine se encontraron, que es un trabajo próximo a la investigación y hacerlo de forma económica, consecuente, adaptado a lo que tengo enfrente. No puedo filmar en sitios como Fontaínhas con la maquinaria poderosa y capitalista del cine, que son camiones, maquilladoras, cáterings y croquetas, que muchos consideran indispensables y no lo son”.

Sus películas son baratas. Calcula que cuestan cien veces menos que una española o mil veces menos que una estadounidense. “Pero yo tengo todo el tiempo que quiero y todas las personas que trabajan conmigo son pagadas casi con lo mismo”. Pedro Costa también se ha salido de la distribución convencional. Películas como Caballo dinero (2014) son difíciles de encontrar en salas comerciales, aunque el director ha logrado conectar con un público fiel que, en su opinión, podría aumentar si la crítica no lo describiese como “elitista”. “No es raro”, compara, “que las llamadas películas comerciales portuguesas tengan entre 7.000 y 10.000 espectadores en 50 o 60 salas del país. A mí, como mucho, me dan tres o cuatro salas en Lisboa, Oporto y poco más. Mis películas rondan los 5.000 espectadores, en medio de esta esquizofrenia, no me puedo quejar”.

Internet, además, ha propulsado su proyección internacional, en parte gracias a sitios piratas que le agradan más que las plataformas como Netflix, Amazon o Disney. “Son grandes potentados que van a controlarlo todo, influir en el gusto e inflacionar los salarios. Ofrecen 1.500 euros a la semana a un joven como primer asistente de cámara, que no come y trabaja más de 16 horas al día, es algo inhumano, una explotación contra la que millones de personas han luchado con armas y palabras”, lamenta. Él no persigue públicos masivos. “Eso es el sueño de los ministros de Cultura, de los institutos y los festivales de cine. No es mi mundo, es un ambiente sometido al poder, muy pendiente del dinero e ignorante en materia de cine. La colonización americana está consumada, también los intelectuales portugueses hacen cabriolas ante las series de moda y presumen de no haber visto nunca una película de Manoel de Oliveira”.

La colonización americana está consumada. Los intelectuales portugueses presumen de no haber visto nunca una película de Manoel de Oliveira

Fontaínhas, el mundo que Costa conocía “milímetro a milímetro”, ya no existe. “Sabía dónde había ocurrido un crimen o un desalojo. Conseguí que el barrio fuese parte de mí como lo era para ellos, sin yo pretender ser uno de ellos. Soy un extranjero, siempre lo fui y siempre quise serlo, pero era mi barrio también. Aquellas casas pertenecen más a las personas que los nuestras. Ellos las construían por necesidad, piedra a piedra, ladrillo a ladrillo, pobres, feas, pero hechas por sus manos, que es completamente diferente. Yo fui allí y comprendí esas cosas y que era necesario que las personas fuesen mi objeto de trabajo, no mis ideas lindas a lo Bergman o Tarkovski, porque creo que eso es una fantasía triste que lleva al mundo a un sitio triste”.

Tras la demolición, sus vecinos se realojaron en barrios sociales de la periferia de Lisboa. Pero lo que fue está en películas como En el cuarto de Vanda (2000) o Juventud en marcha (2006). Ellos le han dado un cine en el que creer y él les ha devuelto una memoria amenazada: “Con Vitalina, que es una película sobre el duelo, comprendí cómo se siente la pérdida de cosas. Los jóvenes de la Cova da Moura me decían en las proyecciones que ya no recordaban esos altares como el que hace Vitalina. Es algo que se perdió porque las personas no tienen tiempo ni pensamiento para poder hacerlo. Nuestras vidas se han vuelto una locura absoluta que nos lleva incluso a olvidar a los muertos, pero nosotros necesitamos eso y es un trabajo que puede ser hecho por el cine, el teatro, la música o la pintura”.

Cartel original de la película 'Juventude em marcha' del cineasta portugués Pedro Costa
Cartel original de la película 'Juventude em marcha' del cineasta portugués Pedro Costa

Al director portugués, que esta semana participa en el 60º Festival Internacional de Cine de Gijón, le investigan en las universidades y le exhiben en los museos como paradigma del cine de autor artístico. Teorizan sobre esa filmografía que él construye con tres personas y equipos digitales de aficionados. Mientras los demás envuelven su obra con ropajes intelectuales, él lo desnuda de todo lo secundario: el casting, el catering, el tráiler, el estrés, el presupuesto. Rueda sin guion previo, duerme a veces en un colchón en la casa de sus actores, dialoga con sus protagonistas hasta encontrar lo que quiere contar. El cine que ha elegido hacer es un híbrido extraño entre el documental pegado a la realidad y la ficción creada ante la cámara. Sus protagonistas, Vanda, Ventura o Vitalina, se interpretan a sí mismos. “Ellos pueden ser tan impresionantes como Robert de Niro o Meryl Streep. Son horas y horas de trabajo. La cámara sirve para buscar y no para fingir cosas”.

Costa no comparte “la carga romántica” que envuelve el cine ni la visión del director como un pensador del mundo. Sobre lo primero explica: “Tiene misterio, magia, fotogenia, un deslumbramiento en la pantalla. Es difícil deshacerse de esta grasa que lo envuelve y tener una idea más sencilla del cine. Cuando muestro mis películas en Los Ángeles, les intriga cómo están hechas y siempre les digo que no hay secretos, que hay una racionalidad que tiene que ver con lo que el mundo es y con la eliminación de otras mentiras como que el cine es muy caro y que solo algunas personas con mucho talento pueden hacer”. Sobre lo segundo, reflexiona: “Tiene décadas de sedimentación esta idea de que un cineasta es un filósofo, de que Tarkovski, Fellini o Bergman no son solo cineastas, son también maestros de filosofía, política, sociología, ven todo antes que los demás y no sé qué… Lo curioso, desde mi punto de vista, es que estos cineastas filósofos son los menos subversivos y revolucionarios. Godard, que murió hace poco, sí era un investigador, pero él no tenía una idea del mundo. Consideraba la cámara un telescopio y microscopio a la vez, veía cosas pequeñas que nadie tiene la paciencia de ver”.

Detalles del estudio del cineasta Pedro Costa, en Lisboa, con un cartel de Vitalina Varela en la pared.
Detalles del estudio del cineasta Pedro Costa, en Lisboa, con un cartel de Vitalina Varela en la pared.JOAO HENRIQUES (JOAO HENRIQUES / EL PAIS )

Al principio de la entrevista, el director cerró las contraventanas. Sus películas también discurren en penumbras y claroscuros que, para su disgusto, se comparan con los de Caravaggio. La pintura que le gusta es la de Brueghel y los paisajistas flamencos que retratan molinos y cielos: “Aquello es un sueño, lo que el mundo podría haber sido y no fue. Si para mí tiene algún interés extraordinario Caravaggio es porque pintaba lo que veía, una ventana pequeña hacia un Nápoles muy pobre”.

Es la lectura artística de su obra la que le ha abierto la puerta a instituciones como la Tate, el George Pompidou, la Fundación Serralves y ahora la Virreina de Barcelona, que ha coproducido en colaboración con la Fundación Luis Seoane de A Coruña la muestra Canción de Pedro Costa, comisariada por el artista Javier Codesal. Aunque al cineasta le interesan esos espacios, se siente muy lejos de ciertos discursos tanto de académicos como de periodistas, que han llegado a retratarle como “el Beckett del cine”. “Ese me molesta particularmente, es un despropósito, forma parte de la falta de la crítica del cine, que dejó de hacer el acompañamiento que hacía. Ahora hay muchos estudios en universidades como la Pompeu Fabra de Barcelona, la Nova de Lisboa, Harvard o Berkeley, donde hay filósofos y gente relevante a enseñar sobre cine, se ha formado una clase de profesionales de los estudios fílmicos en campos segmentados, algunos absurdos y abstrusos. Yo tengo dificultad para leer esos trabajos, me parecen grandes fantasías teóricas”.

Su motivación está más cerca del abuelo sastre: “Él sabía lo que es buen traje, tú puedes hacer un traje bueno con un tejido modesto. Esta es mi idea del cine: hacer con un tejido modesto el mejor traje del mundo”.

Canciones pasadas y futuras en Barcelona

Detalle de la exposición 'Canción de Pedro Costa', en el centro de La Virreina, en Barcelona.
Detalle de la exposición 'Canción de Pedro Costa', en el centro de La Virreina, en Barcelona.
Tereixa Constenla

En 2009 Pedro Costa estrenó una película que nada tenía que ver con el universo de Fontaínhas. Ne change rien es un documental sobre el trabajo creativo de la actriz y cantante francesa Jeanne Balibar mientras ensaya, actúa y graba el disco Slalom Dame. “Esa película fue una sonda lanzada hace más de una década hacia un probable trayecto en el futuro”, escribe el artista Javier Codesal en su ensayo Canción de Pedro Costa, editado en paralelo a la exposición que se inauguró en octubre en el centro de La Virreina, en Barcelona, y que luego viajará a la Fundación Luis Seoane, en A Coruña.   

Codesal, que ha comisariado esta muestra que gira alrededor del rostro y la voz, cree que Vitalina Varela “culmina de algún modo un trayecto visual y narrativo” del director portugués. Cinco de las diez obras que se muestran, agrupadas en Canciones para evitar el suicidio y Nuestras voces no cantarán más, han sido realizadas expresamente para esta exposición. Dos canciones proceden de la pieza de teatro musical As Filhas do Fogo (2016), que realizó junto a Os músicos do Tejo y vecinos de los barrios. “Esa experiencia me gustó mucho y quiero llevarla al cine. La manera como se trabaja la música es un sueño”, destaca Costa.  

En un cine construido desde la oralidad como el suyo, el canto es un elemento natural. “Esta exposición marca un poco hacia dónde va a ir Pedro Costa”, vaticina Codesal, también cineasta que admira la defensa férrea de su independencia de su colega portugués. “No ha perdido", subraya, "un ápice de libertad para entrar en un comercio mayor”. 

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Lisboa desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera en Andalucía. Es autora del libro 'Cuaderno de urgencias'.

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