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‘Mentideros de la memoria’, realidad sentimental de insignes escritores

Gonzalo Celorio ayuda a comprender, con anécdotas y conjeturas, ese espíritu de rabia y alegría que adornó a poetas y novelistas universales de la cultura hispanoamericana

El escritor y académico Gonzalo Celorio, en la biblioteca de dos pisos de su casa, el 4 de agosto pasado en Ciudad de México.
El escritor y académico Gonzalo Celorio, en la biblioteca de dos pisos de su casa, el 4 de agosto pasado en Ciudad de México.Iñaki Malvido
Juan Luis Cebrián

Ya en 1734, el Diccionario de autoridades, redactado por los fundadores de la Real Academia Española, señalaba que un mentidero era un lugar “donde se junta la gente ociosa a conversación” y se llamaba así porque “se cuentan en él fábulas y mentiras”. No me ha parecido encontrar embuste alguno en Mentideros de la memoria, la última y reciente obra de Gonzalo Celorio, aunque quizá haya embellecido literariamente algún recuerdo o ensoñación. El director de la Academia Mexicana de la Lengua ha coleccionado un puñado de relatos sobre sus encuentros con lo más florido de la literatura latinoamericana, entre los que descuella el protagonismo de los escritores del boom. Se trata de una obra singular y personalísima. Narra anécdotas y propone conjeturas sobre poetas y novelistas universales que definen una deslumbrante etapa de la cultura hispanoamericana. Su influjo, artístico y político, en la generación que llevó a cabo la transición política española es además incuestionable.

El libro se abre con una cita de Jorge Luis Borges, al que al parecer Celorio no conoció personalmente, pero sí, y mucho, a quien considera su alter ego mexicano, Juan José Arreola, obsesionados ambos por “la perfección formal y la consecuente brevedad de su escritura”. A partir de ahí, Celorio emprende el descubrimiento de los grandes monstruos de nuestra literatura: Cortázar, Rulfo, García Márquez, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Carlos Fuentes; y de otros imprescindibles como Tito Monterroso o Bryce Echenique, a los que se suma una larga lista de amigos comunes, editores, gestores culturales o expertos, catedráticos y críticos. La descripción de su encuentro con Julio Cortázar, cuya lectura le “había desordenado de manera irreversible” todos sus ficheros, me incitó a una solidaridad casi sectaria con el punto de vista del autor. Somos multitud quienes en nuestra iniciación a la literatura nos sentimos fascinados por las historias de cronopios y de famas. Cuenta Celorio que por impensadas razones tuvo oportunidad de dormir una noche en la cama de Cortázar, lo que espero que no sea una mentirijilla del mentidero, pero en cualquier caso parece una anécdota muy apropiada para describir el mundo del eximio escritor. Leyéndola recuperaba mi personal memoria cuando vino a cenar a mi casa de Madrid, con Carol Dunlop, Javier Pradera y su esposa, Natalia. Le pregunté cómo había decidido el desorden variopinto que permite leer Rayuela de dos maneras diferentes. Ni corto ni perezoso se arrodilló en el suelo y representó la escena, distribuyendo imaginariamente los capítulos de la novela en pequeños montones y recolectándolos al albur para establecer el método alternativo de su lectura. Así se construyó una de las obras fundamentales de la literatura latinoamericana.

Sobre Rulfo, relata lo incomprensible de su desmesura artística si se le relaciona con su timidez excesiva, que algunos confundían con lo arisco de su carácter. Al parecer, ambas cosas fueron heredadas por su familia, con la que Celorio mantuvo numerosos desencuentros después de fallecido el escritor. Gonzalo también fue compañero de copas, muchas copas, de Bryce Echenique, de quien se pronuncia como amigo fraterno, lo que no le impide denunciar y lamentar la incomprensible historia de los plagios periodísticos que cometió. Y acompañó en discretas, o no tanto, borracheras a Umberto Eco en ocasión de una visita de este a México. Levanta por lo demás acta de su amistad con Carlos Fuentes, no omite críticas a Octavio Paz, y añade anécdotas, rumores y memorias sobre Vargas Llosa y García Márquez.

Dice Alfonso Reyes que el verdadero fin de la literatura es la comunicación de la pura experiencia

Estamos ante un libro que permite conocer la realidad mundana, íntima y sentimental de insignes escribidores que acumularon en vida toda clase de premios, doctorados académicos y condecoraciones. Bagatelas de las que felizmente supieron prescindir, y hasta desdeñar, sabedores de que el poder de la literatura trasciende al del dinero, la política o las religiones, que ya se ocuparon por lo mismo de atrincherarse en algún libro sagrado. Dice Alfonso Reyes (un intelectual cuya valía me ayudó a descubrir y ponderar Carlos Fuentes) que el verdadero fin de la literatura es la comunicación de la pura experiencia. La belleza misma viene a ser así un subproducto, un efecto determinado en el sentimiento del lector por aquella acertada transmisión de la experiencia ajena. En ella no existe una ecuación fija, sino la fenomenología del ente fluido, de modo que el Quijote que yo percibo no es exactamente igual al que interpretan los otros lectores ni mucho menos al que sentía, expresaba y comunicaba Cervantes. Por eso, señala Reyes, “cada ente literario está condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente”. Pero por retorcido que sea el camino, cualquier artista sabe que la búsqueda de la belleza es el fin único y último de su actividad, no pocas veces reñida con la rectitud o la corrección moral. Los creadores suelen ser gentes marginales hasta que la moda al uso o la fuerza de su convicción los convierte en precursores del canon vigente. Mentideros de la memoria nos ayuda a comprender ese espíritu de rabia y alegría que adornó a nuestros maestros, perseguidos tantas veces por censores que solo veían pornografía y violencia allí donde ellos habían descrito emoción, felicidad o justicia.

Portada de 'Mentideros de la memoria', de Gonzalo Celorrio.

Mentideros de la memoria

Autor: Gonzalo Celorio.


Editorial: Tusquets, 2022.


Formato: tapa blanda (280 páginas, 19 euros) y e-book (9,99 euros).

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