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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Otros turismos (lejos y aquí cerca)

El turista (en origen un sujeto distinto al viajero) se orienta a visitar y ver ‘lo que debe ser visto’. Ahora, los buscadores de lo auténtico llegan hasta a la Antártida o la Amazonía

Basílica de El Palmar de Troya.
Basílica de El Palmar de Troya.Alamy Stock Photo
Manuel Rodríguez Rivero

1. Festivales

Quien más, quien menos, casi todo el mundo tiene ya pensado si se va (y adónde) o si se queda (solo por necesidad). Desde que Thomas Cook impulsó los viajes organizados se diseminó el motto de que preparar un viaje es iniciarlo: meterse en internet, consultar rutas, buscar en Booking y otros agregadores alguna de los millones de habitaciones que se reservan cada día a lo largo y ancho de este martirizado planeta, forma parte de la excitación, del cambio buscado. Para refrescar mis ideas acerca de la significación (antropológica, sociológica, económica, medioambiental) de la explosión turística de nuestro tiempo, me vino muy bien la lectura de El selfie del mundo, de Marco d’Eramo, que Anagrama publicó a finales de 2020 y que no se difundió demasiado porque a aquellas alturas de la pandemia eran muy pocos los que viajaban. Los especialistas —Barthes incluido: recuérdese su estupendo artículo sobre las Guides Bleu en Mitologías (Siglo XXI), un libro que sigue vivo y sugerente a sus 66 años— afirman que el turista (en origen un sujeto distinto al viajero) se orienta a visitar y ver lo que debe ser visto; es decir, lo que indican los markers (marcadores), sean estos la tradición, las guías, las películas de moda o los amigos que estuvieron antes allí. La distinción se estableció cuando algunos turistas más cultos o más ricos decidieron que lo “auténtico” era lo que no estaba marcado. El horizonte del mundo turístico se alejó durante un rato, pero la afluencia hizo que lo no-marcado acabara también siéndolo: hasta en la Antártida o en la Amazonía se encuentran pecios de los buscadores de lo auténtico. También existe el turismo a la carta: de negocios (París, Londres, Barcelona), religioso o de peregrinaje (Delfos, La Meca, Santiago de Compostela, El Palmar de Troya); de salud (Baden-Baden, Houston, Panticosa), sexual (Bangkok, La Habana, Maspalomas): de hecho, existen tantas especializaciones turísticas como deseos y, normalmente, un mismo destino cubre varios, lo que permite segmentar intereses y ahorrar. Un turismo en boga entre los jóvenes es el de los festivales de música, que funcionan en todas las comunidades autónomas a lo largo de los tres meses del verano: toda la información práctica (incluyendo “tipo de público” que asiste), en el vademécum Festivales de España, de David Saavedra. Para jóvenes más mitómanos y con más posibles, el mismo sello acaba de publicar 101 lugares míticos del rock, de Javier Bardo, en el que se conmemoran y celebran santuarios relacionados con los históricos del rock, desde Presley, Joplin o Springsteen a los Stones, Jefferson Airplane o Clash: toda esa mítica, pero profundamente machista, antigüedad que tanto nos representó en una época en que casi no lo hacía nadie más.

2. Viajes baratos

Más económicos resultan los viajes por nuestro entorno: redescubrir nuestra ciudad en una época en que pueden escucharse sus sonidos diferenciados y uno corre menor peligro de ser arrollado por el puñetero patinete que invade la acera. Hacer de flâneur, vagar por calles sin prisa ni propósito, solo al aire que marca el ritmo atenuado de la ciudad, como aconseja el andariego David Le Breton en Caminar la vida (Siruela), el último de sus libros. O buscarse un destino cercano, cubrir una laguna, averiguar qué había ahí antes, qué pasó en ese barrio. A mí, por ejemplo, la lectura (y las fotos) del estupendo ensayo poético Temblor de no ver más, de Anne Louyot (Joaquín Gallego Editor), me ha animado a hacer una pequeña excursión por los búnkeres del parque del Oeste, uno de los lugares más devastados por las tropas rebeldes durante la Guerra Civil, en cumplimiento de la promesa que había formulado el propio Franco en noviembre de 1936: “Destruiré Madrid antes que dejárselo a los marxistas”. Y vaya si lo consiguió: para comprender la extensión del castigo vuelvan a echarle un vistazo a la estupenda cartografía incluida en Madrid bombardeado (Cátedra, 2021), de Enrique Bordes y Luis de Sobrón.

3. Exteriores

En 1945, cuando todavía humeaba Berlín y los regímenes fascistas habían sido derrotados en Europa y el Pacífico, hubo quien pensó que el siguiente objetivo podría ser librar al continente de la dictadura de Franco. En 1946 pareció que se iba a lograr: cierre de la frontera francesa, resolución condenatoria de Naciones Unidas, atmósfera internacional de rechazo. Pero a Franco le vino Dios a ver (además de otros prodigios conjurados por su astucia y su baraka) cuando los vencedores europeos dejaron de contemplar a Stalin como un buen socio: el temor al expansionismo soviético fue el supositorio que sirvió para que los aliados dejaran de ver al general español como un dictador fascista y pasaran a considerarlo un anticomunista no peligroso (para ellos, claro) útil en futuros y nada improbables conflictos con la parte roja del mundo. Franco mataba cada día, casi cada hora: si quieren ampliar su conocimiento de la represión lean el revelador Castigar a los rojos (Crítica), de Ángel Viñas, Francisco Espinosa y Guillermo Portilla, en torno a la labor del fiscal coronel Felipe Acedo Colunga, el fascista vengativo e inquisidor que marcó las pautas del implacable castigo a los vencidos. Pero de eso se hablaba poco en la Europa en reconstrucción, demasiado preocupada por tener a raya a los rusos y proteger el flanco sur. Si quieren enterarse bien de cómo Franco y sus ministros de Exteriores (desde el elegante pronazi Serrano Suñer hasta los “reformistas” López Rodó y Pedro Cortina, a quien le tocó lidiar con la descolonización del Sáhara) consiguieron nadar y guardar la ropa, no se pierdan Estrategias de supervivencia (Marcial Pons), de Julio Gil Pecharromán, un buen estudio sintético sobre la política exterior del franquismo.

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