Alex Katz, teoría y práctica del glamur
La obra del pintor estadounidense, que protagoniza una retrospectiva en el Thyssen de Madrid, persigue la verdad que reside en la superficie
La palabra apenas tiene ya sentido, devorada por el uso indiscriminado y paródico que se ha hecho de ella. En su momento y lugar, ambos modernos, apuntaba al destello inasible, a medias imaginario, que irradia de una persona, un lugar o un objeto, distinguiéndolos del masivo mundo industrial. Esta dimensión presencial y a la vez instantánea —algo que tiene que ver con el tiempo— es propia de las pinturas de Alex Katz. Su calidad es física, estética. En 1983, el coreógrafo Paul Taylor, célebre por introducir ritmos y formas de la actualidad más banal en la rigidez histórica de la danza clásica, puso en escena Sunset, con música de Edward Elgar y decorados y vestuario a cargo de Katz. En una foto el pintor aparece con una brocha en ristre, tan larga como una escoba, sobre el telón desplegado en el suelo. Al verlo, es inevitable acordarse de Jackson Pollock salpicando de pintura sus lienzos, sumergido en ellos, envuelto por ellos. Señalar las enormes diferencias entre ambos, también.
Katz tiene ahora 95 años. Sigue pintando, durante el invierno en Long Island y, en verano, en Maine. Nunca tuvo muchos pelos en la lengua, pero hace tiempo que su desdén para con unos y otros —y, sobre todo, para con la murga discurseante que domina el arte contemporáneo— alcanza una orgullosa jactancia. Su manera de pintar siempre tuvo que ser afirmada contra el viento y la marea dominantes. Primero, los expresionistas abstractos de los cincuenta; Pollock, especialmente. Su pintura creció midiéndose con los formatos colosales, la sensación envolvente de la gran abstracción, que él desde luego admiraba. Luego, de nuevo, frente al pop de Lichtenstein y Warhol. La relación entre la pintura y la realidad inmediata —ese presente vivo del tiempo tan frecuente en sus declaraciones, como ha recordado el director artístico del Thyssen, Guillermo Solana— volvía a estar en juego.
Katz incorporó a sus pinturas realistas el colosalismo abstracto y la síntesis gráfica del cartelismo callejero. Así fue eliminando, como Hemingway, todo lo informativo de sus escenas y retratos, hasta acuñar un arte de la superficie de la vida
Aquellos exitosos artistas, que ya no eran pintores, recogían imágenes para jugar con ellas conceptualmente. Pero Katz estaba dispuesto a hacer lo más difícil: incorporar a sus pinturas realistas, por un lado, el colosalismo abstracto, y, por otro, la síntesis gráfica del cartelismo callejero. Así fue eliminando, como Hemingway, todo lo informativo de sus escenas y retratos, hasta acuñar un arte de la superficie de la vida, de su apariencia, cada vez más normal, más soso y más magnético. No es extraño que un telón teatral le sirviera como modelo para sus propósitos: el telón no es una ventana que recorta el espacio, sino un ambiente que te invita a pasar. Lo mismo ocurría con los gigantescos paneles de Times Square, sobre los que sus rostros de mujer fueron ampliados a escala cinematográfica a finales de los setenta.
Pero ese presente del tiempo del que suele hablar Katz no es filosófico, no se trata de aquella actualidad constante del ser metafísico que criticó Derrida, sino más bien de su opuesto: el inasible resplandor del instante que pasa, su estela memorable. Es el presente de la moda y la publicidad —también Alison Lurie, quien compartió amigos con Katz, escribió The Language of Clothes—: una mirada descargada del peso de la Historia, y del argumento de cualquier historia. El sueño de una vida indolora. Por eso, la pintura de Katz sigue teniendo que vencer la refracción de un mundo del arte oficial ahora dominado por la interpretación y los contenidos. Los predicadores morales claman ante la huella del pecado: superficialidad, indolencia, mujeres ricas de cuellos largos, con gafas oscuras, su aura. Los versos de Frank O´Hara, un puntal intelectual de la época en la que Katz fraguó su estilo, también persiguieron esa verdad de la superficie. En el catálogo de la primera gran muestra española dedicada al pintor, en el IVAM en 1996, antecedente de esta que ahora resume bien su repertorio, Kevin Power compuso una hermosa antología de la New York School —vemos hoy el maravilloso retrato de Ted Berrigan—. Ambas exposiciones fueron idea de Tomás Llorens, a quien el Thyssen dedica la suya.
Aun así, el correlato más exacto de su pintura podríamos encontrarlo en ciertos novelistas norteamericanos posmodernos. En un libro dedicado a Katz, Ann Beattie habló del ápice de aflicción existencial que, pese a todo, surge de sus imágenes supuestamente planas y ligeras (él lo desmintió). Mas que de cualquier otro, una frase de James Salter podría ser la letra perfecta para esta música. En la pintura, la exactitud literaria se convierte en síntesis visual; la elipsis, en secuencia desprendida de toda narración. Las parties sofisticadas de fotógrafos y editoras. El friso de ventanas iluminadas en la alta noche de Manhattan. La lisura de la luz estival sobre el agua, entre las dunas. La angustia de las arrugas expresionistas, acalladas ahora bajo las grandes gafas negras y la tersura del maquillaje.
‘Alex Katz’. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 11 de septiembre.
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