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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Aterriza como te dejen

Recuerdo cuando tomar un avión (sin miedo) podía formar parte de la experiencia placentera del viaje, tal como solía ocurrir antes de que el 11-S lo trastocara todo

Manuel Rodríguez Rivero
Jimi Hendrix, en una actuación en 1967 en Suecia.
Jimi Hendrix, en una actuación en 1967 en Suecia.- (Svenska Dagbladet/AFP via Getty )

1. Volar

Tal día como hoy (para ustedes) murió Jimi Hendrix (1942-1970); el mismo día, muchos años más tarde, también lo hizo Santiago Carrillo (1915-2012), pero reconozco que la noticia de su fallecimiento me afectó bastante menos, quizás porque a esas alturas el líder eurocomunista y antiguo entusiasta de Stalin me resultaba ya un vestigio moral de un mundo más primitivo que el del músico de Seattle. De Hendrix, que consiguió arrancar a su guitarra (gracias al pedal wah-wah, un invento del jazz al que supo sacarle mucho partido) sonidos que se aproximaban a los de la voz humana distorsionada, me gustan casi todos sus trabajos. Esta mañana (el martes para ustedes), por ejemplo, he vuelto a escuchar ‘Purple Haze’, un tema pionero de su álbum Are You Experienced (1967), un vinilo muy usado y cuya carátula está ya muy “cansada”, como diría un librero anticuario. Al contrario de lo habitual, llegué a Hendrix desde el jazz y, más concretamente, desde Miles Davis, lo que me ahorró muchas sorpresas. Escuchándolo esta mañana se me han despertado recuerdos de otra época. Por ejemplo, de cuando tomar un avión (sin miedo) podía formar parte de la experiencia placentera del viaje, tal como solía ocurrir antes de que el 11-S lo trastocara todo: hoy la ansiedad está presente y agravada desde el momento de llegar al aeropuerto, al menos para los viajeros de la clase turista (el proletariado de los viajeros aéreos); luego, la rutina la forman chequeos exhaustivos del equipaje de mano (fuera objetos metálicos, cosméticos, contenedores para líquidos que excedan la exigua capacidad autorizada), utilización de bandejas diferentes para dispositivos electrónicos, paso forzado bajo los arcos de detección (fuera metales, cinturón, a menudo hasta el calzado), órdenes (más que sugerencias) con frecuencia vejatorias o impertinentes, etcétera. Cuando las llamadas “medidas de seguridad” coinciden, como ocurre ahora, con los requerimientos pandémicos y con los abundantes recortes económicos de compañías insaciables, el vuelo se parece a un transporte de ganado (muy apretado). Eso sin contar con que ahora las tripulaciones parecen entrenadas para considerar a cada viajero como un posible riesgo potencial al que hay que vigilar. De modo que hemos “ganado seguridad” a cambio de perder casi todo lo que hacía el viaje más agradable. Hace unos días, en un vuelo de Iberia de más de dos horas de duración, la viejecita que estaba al otro lado del pasillo solicitó a la aeromoza una manta porque sentía frío: me quedé estupefacto cuando la interpelada respondió, como si la anciana mostrara síntomas de insania, que en ese vuelo no llevaban mantas; tampoco, por supuesto, ningún refresco que no pagues, ninguna atención (ni siquiera aquellas toallitas refrescantes de antaño). De modo que, entre unas cosas y otras, me temo que este otoño voy a viajar por tierra. Y eso que la lectura fragmentaria de la compilación de ensayos (ya publicados en este periódico) Ñamérica (Literatura Random House), de Martín Caparrós, me había abierto las ganas de viajar al continente americano. Mientras tanto, tendré que conformarme con viajes por aquí cerca: encuentro ideas apetecibles en el muy divulgativo Un país de novela (Anaya Touring), de Pepo Paz Saz, que describe “15 destinos literarios de España”; y en Mirabilia, del mismo sello, de José C. Valdés y Olga García Arrabal (con ilustraciones de Celsius Pictor), un “compendio de maravillas y asombros del Camino de Santiago”, por si me animo a hacer piernas.

2. Negrín: ¿y Nin?

A pesar de la reciente reivindicación historiográfica del doctor Negrín (Preston, Viñas, Moradiellos, sobre todo), lo cierto es que el último presidente de Gobierno (presencial) de la Segunda República dio su visto bueno, cuando menos, a la detención de Andreu Nin (y sus correligionarios), finalmente torturado y asesinado en junio de 1937. Y, como afirma Andreu Navarra en su biografía La revolución imposible; vida y muerte de Andreu Nin (Tusquets), probablemente Negrín no lo hizo por factores ideológicos, sino por algo tan perentorio como su necesidad de armamento. Y las armas venían de Stalin, que, empeñado ya en las Grandes Purgas, no podía tolerar que el revolucionario leninista catalán (El Vendrell, 1892 - probablemente Alcalá de Henares, 1937) pusiera en jaque su estrategia frente-populista con la llamada a la revolución (según Nin, necesaria para ganar la guerra y derrocar definitivamente a la burguesía). Los asesinos de Nin y enterradores del POUM fueron, se supo desde casi el principio, los estalinistas del Komintern y sus agentes españoles del PCE, cuya mala fe llegó a equiparar ante la clase obrera a los poumistas con agentes de la Gestapo al servicio de Franco. Esta biografía de Nin (que, barrunto, pudo haber sido presentada al prestigioso premio de biografías de Tusquets) se basa principalmente en fuentes secundarias, lo que atestiguan las abundantes y extensas citas incluidas en el texto; y entre sus grandes deudas bibliográficas destacan, por supuesto, los numerosos ensayos y estudios parciales de Pelai Pagès, sin duda el historiador que más lejos ha llegado en el estudio del líder del POUM y, de rebote, de la izquierda comunista española de la época. La de Andreu Navarra no es la “biografía definitiva” de Nin, cuya trayectoria vital y política todavía presenta numerosos enigmas, pero es una brillante contribución a su conocimiento.

3. Memorias

Mi lectura entusiasta de Volver a dónde (Seix Barral), el último memoir de Antonio Muñoz Molina, me ha abierto de nuevo el apetito por la literatura autobiográfica. Entre lo último que me ha llegado destaco dos libros: Lejos de Egipto (Libros del Asteroide), de André Aciman, una nostálgica evocación de su infancia en Alejandría, y El loro de Budapest (Fulgencio Pimentel), de André Lorant, relato elegante (y ulterior ajuste de cuentas) de una juventud transcurrida entre el yugo nazi y el totalitarismo estalinista.

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