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IDA Y VUELTA
Columna
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Contra el caos

Basta un solo fanático, una cuadrilla reducida de iluminados para que un país entero vea cómo se quiebra la heroica normalidad

El cineasta sueco Ingmar Bergman, durante uno de sus rodajes.
El cineasta sueco Ingmar Bergman, durante uno de sus rodajes.
Antonio Muñoz Molina

Algo que descubre uno volviendo a ver en Filmin las películas de Ingmar Bergman es su calidad extraordinaria de escritor. Sus historias están construidas con un rigor y una flexibilidad de novelas. En los diálogos y en los monólogos de sus personajes hay una elocuencia sin retórica, una nobleza expresiva que tiene mucho que ver con el mejor teatro, que seguramente le apasionaba más que el cine. El término “teatral” referido a una película suele ser derogativo, pero en el caso de Bergman define con exactitud una parte de su estilo: los personajes y sus palabras y silencios en el centro de la historia; la simplicidad máxima en la puesta en escena. Al contrario de los genios de la dirección que abundan en los teatros españoles, Bergman no necesitaba desfigurar el texto de una obra para revelar toda su hondura, ni para adaptarla apresuradamente a cualquier moda política o estética del presente. En un libro de memorias que confirma sus facultades literarias, Linterna mágica, describe a veces la preparación de un montaje como un director de orquesta que quiere asegurarse de que ni una sola nota de la partitura queda confusa o no se escucha con claridad en el momento justo. Consciente sin duda de la languidez inevitable en el relato lineal de la propia vida —tan ajeno al modo en que funciona de verdad la memoria—, Bergman se mueve con una voluble libertad entre las rememoraciones de la infancia y los episodios cercanos de su madurez atareada en el teatro y en el cine. El pasado y el presente se iluminan entre sí: el director que imagina una escena antes de montarla está ejerciendo la misma concentrada fantasía del niño que manipulaba un teatrillo de juguete, o el que encendía la lámpara de parafina y giraba la manivela de un proyector primitivo en una habitación a oscuras en la que solo brilla el rectángulo de una pantalla.

Bergman cuenta muy bien el trabajo inmenso, la disciplina, la dificultad, la perseverancia en la preparación de un montaje, la inseguridad constante, la angustia del posible fracaso, que se mezcla a las otras angustias de la vida, la certeza triste de que rara vez habrá correspondencia entre el esfuerzo y el resultado, entre el logro colectivo y el reconocimiento público, todo esto en un país de instituciones culturales tan sólidas como Suecia. Una mañana fría y soleada, en Estocolmo, en el pasado reciente que ya es otra época, no hace ni año y medio, mi amigo Gaspar Cano me señaló un edificio bello e imponente, de una modernidad como de la Viena de 1900, y me dijo, no sin reverencia, porque es hombre de grandes devociones teatrales: “Ese es el Dramaten. Aquí trabajó Bergman toda su vida”.

Quizás tengo una sensibilidad excesiva hacia las quiebras amenazadoras de lo cotidiano. Fui muy joven en un país que después de décadas de tiranía se asomaba a la libertad bajo la amenaza de sembradores eficientes del caos, patriotas españoles y patriotas antiespañoles que exigían sacrificios humanos.

En ese lugar debió de suceder una escena que me ha dado mucho que pensar en los últimos días, desde que la leí en Linterna mágica. Un día de invierno, en 1986, en febrero, Bergman está ensayando con la compañía una obra de August Strindberg que a él le gusta mucho y al mismo tiempo le parece complicada en exceso y le irrita por sus estridencias y sus desmesuras, El sueño. Es una de esas veces en las que todo se conjura para ir mal. Hay dificultades técnicas, focos que no funcionan, elementos de vestuario equivocados, actores que no se concentran, hasta un encargado de zapatería que ha hecho mal su trabajo. Bergman lleva semanas sin dormir bien, padece del estómago, se arrepiente de haberse metido en ese empeño, tiene la tentación de abandonar. En ese ambiente deplorable, alguien llega de fuera e interrumpe el ensayo: Olof Palme, el primer ministro de Suecia, acaba de ser asesinado, en una calle del centro, cuando salía del cine con su mujer, sin escolta, caminando.

Actores y técnicos se reúnen en el escenario. Cuesta alzar la voz, sobreponerse al estupor y al espanto. La opinión común es que el montaje, ya muy cerca del estreno, debe cancelarse. Entonces alguien levanta la mano y dice: “Quien ha matado a Palme quería sembrar el caos. Si nosotros suspendemos la obra, estaremos contribuyendo al caos en alguna medida. Tenemos que seguir ensayando y estrenar en el día previsto”.

De mala gana, en un estado de shock más acusado porque se trata de un país donde es inimaginable el asesinato político, los actores, los técnicos, los sastres, los figurinistas, el propio Bergman reanudan los ensayos, y la obra tan difícil de Strindberg se estrena sin retraso, y hasta tiene éxito, aunque no demasiado, una acogida respetuosa pero no entusiasta, no lo suficiente para que se llene el teatro todos los días, y menos aún para que se prolonguen las funciones acordadas.

Pero al menos el caos, en una modesta medida, ha sido conjurado. El que dispara sobre otro ser humano, el que siembra la destrucción, el que pone su ambición o su codicia o su delirio por encima del bien de los otros actúa como agente del caos, porque el caos es la ruptura de las normas casi siempre ordinarias y banales que sostienen la convivencia entre los seres humanos y ayudan a reducir el sufrimiento, y favorecen la alegría y la serenidad. Basta un solo fanático, un solo demente, una cuadrilla reducida de iluminados para que un país entero sufra la irrupción del caos. August Strindberg escribió él solo y asediado por sus obsesiones aquel drama que Bergman estaba montando en febrero de 1986. Pero para ponerlo en pie, para que cobraran voz las palabras escritas y presencia los personajes soñados, hizo falta el esfuerzo perseverante, organizado, compartido de una comunidad de personas de talentos y oficios muy variados, todas ellas sin duda guiadas por el propósito de ganarse dignamente la vida, pero también confabuladas en una propensión hacia lo quimérico y lo soñado, una actitud en la que hay algo de la puerilidad de aquel niño solitario que jugaba con su teatrillo de cartón.

Quizás tengo una sensibilidad excesiva hacia las quiebras amenazadoras de lo cotidiano. Fui muy joven en un país que después de décadas de tiranía se asomaba a la libertad bajo la amenaza de sembradores eficientes del caos, pistoleros de extrema derecha y de extrema izquierda igual de sanguinarios, patriotas españoles y patriotas antiespañoles unidos por la devoción a sus patrias caníbales que exigían sacrificios humanos. Cuando ahora siento incertidumbre y angustia me acuerdo de las angustias y las incertidumbres terribles de entonces. Como esos actores de Bergman, procuro celebrar sobre todo el heroísmo de la normalidad.

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