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TRIBUNA LIBRE
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En el jardín de la Real Academia

La institución edita ‘Crónica de la lengua española 2020′, que recoge el pasado y el futuro de las obras que ofrece para su consulta abierta en línea. El análisis de las consultas aporta nuevos e interesantes datos

Fachada del edificio de la Real Academia Española.
Fachada del edificio de la Real Academia Española.Kike Para

La Real Academia ha editado Crónica de la lengua española 2020, curioso volumen híbrido, de casi un millar de páginas. Tiene el problema básico de presentar como una narración de lo sucedido en “la lengua española” algo que en realidad es de “la Academia Española”, mencionando sólo ritualmente aquí y allí a las academias hermanas. El volumen es en parte una memoria de la institución (con lista de los libros publicados por sus miembros, incluso de tema no-lingüístico), o la relación de sus impactos en medios de comunicación. Otra parte, la más importante, recoge el pasado y el futuro de las obras que ofrece para su consulta abierta en línea: el Diccionario, pero también sus corpus, el Nuevo tesoro lexicográfico, la Gramática, la Ortografía, el reciente Diccionario panhispánico del español jurídico y Enclave, el nuevo servicio de pago de consulta múltiple. Como las obras abiertas son muy usadas (no pasa un día sin que el profesional del español, y muchos simples usuarios, las utilicen), el análisis de las consultas aporta nuevos e interesantes datos. Otros capítulos informan sobre la cocina de estas obras o la ciencia en el Diccionario. Completan el volumen cuestiones que han provocado debate, como el lenguaje inclusivo y la tilde en “solo”.

Hay que decir que tan vasta obra presenta claros defectos tipográficos: ¡esos párrafos separados por una línea y además sangrados (algo reprobado por su propio Libro de estilo), esas larguísimas citas textuales mal entrecomilladas y sin sangrar! Una cosa es que la Academia se haya propuesto también dar lecciones sobre ortotipografía, pero al menos que las cumpla.

Pero el principal problema que tiene la Academia se debe a un prurito de modernidad digital mal entendida. Están los intentos de creación y adaptación de términos (¿alguien usa “ciberpágina”?, ¿tiene futuro “jáquer”?); recordemos el anuncio de un acuerdo con Microsoft, del que nunca más se supo, o las tentativas de terciar en el lenguaje de los SMS ¡privados! Y ahora llegamos a los emojis y a la inteligencia artificial. El problema es que si bien la Academia cuenta con experiencia en ortografía, gramática y lexicografía, no tiene expertos en estos nuevos terrenos. Los capítulos dedicados a ellos en la Crónica no están firmados, como los otros, por los académicos científicos, sino por los departamentos de publicaciones y de comunicación; es decir: son propaganda.

El capítulo sobre emojis tiene errores factuales y de concepto: se trata de una comunicación nada universal, estrictamente privada, y sus usuarios utilizan las imágenes y sus combinaciones para expresar significados particulares de sus colectivos. Y sobre todo: ¿por qué ha entrado la Academia en esta cuestión, que ni es de lengua, ni de español?

Más grave es el apartado sobre lengua española e inteligencia artificial. Aquí el prurito de actualidad (atrasada) lo recoge el acrónimo LEIA, nombre de la princesa de La guerra de las galaxias. “Inteligencia artificial” es hoy una etiqueta muy amplia. El preámbulo dice que “en el mundo hablan hoy español más máquinas que seres humanos: más de 700 millones de máquinas se comunican a diario con 580 millones de hispanohablantes”. Estas cifras parecen desmesuradas y habría que justificarlas. Se nos cuenta que esas máquinas “hablan un idioma que no es el normativizado” y que eso amenaza la “unidad de nuestra lengua”, aparentemente, más que el habla nada normativizada de cientos de millones de hablantes, ya sean campesinos peruanos o escolares aragoneses. ¿La solución? Que los hablantes de español, con sus distintos acentos, “enseñen” a las máquinas.

La Academia está diseñando juegos sobre sus normas para empujar a los usuarios a dialogar con ellas y se están estableciendo pactos con las grandes tecnológicas, la mayoría de las cuales trafican con los datos de sus usuarios, y cuyos asistentes de voz espían constantemente a los hablantes. ¿Justifica que el asistente de Amazon o el de Apple usen la norma académica el regalo de datos de los hispanohablantes? ¿Evitar que la voz mecánica de una compañía telefónica diga “pienso de que” es razón suficiente para esta alianza? Se anuncia el desarrollo de correctores ortográficos tutelados para que no omitan palabras del diccionario, y sistemas que orienten en la puntuación y en el leísmo y laísmo, cuestión la primera muy ligada al estilo personal, y la segunda a variaciones dialectales. De nuevo: ¿es esto tan importante como para regalar los desarrollos digitales académicos a las tecnológicas?

Probablemente el papanatismo digital que preside gran parte de la actualidad sea responsable de esto. La Academia está inmersa desde hace tiempo en grandes transformaciones digitales que benefician a muchísimos usuarios. Nuevas etiquetas vacuas como “inteligencia artificial” y las acciones en “las redes” habrán contribuido a reforzar la financiación de la Academia, pero ¿a costa de qué? Mucho me temo que la casa se haya metido en un jardín con su prurito de modernidad, con estas alianzas tecnológicas y sobre todo con las justificaciones que intenta construir.

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