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40 aniversario de la democracia en Argentina
Tribuna
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40 años de democracia: más que nunca

En Argentina asistimos al ascenso de una fuerza política que descree de sus valores democráticos y de la trascendencia de los derechos humanos

Una marcha en Buenos Aires, en una imagen de archivo.
Una marcha en Buenos Aires, en una imagen de archivo.Anadolu (Getty Images)

Aquel 10 de diciembre de 1983 empezó a escribirse otra historia en Argentina.

Atrás quedaban siete años de padecimientos: persecuciones, exilios, torturas, asesinatos, desapariciones, y hasta robos de bebés a los que les adulteraban la identidad para que los artífices y cómplices del genocidio argentino se apropiaran de ellos. La dictadura dejó una economía endeudada que, abrazando la causa neoliberal como “lógica de progreso”, desmanteló la industria nacional, provocando desempleo y pobreza. La dictadura dejó también el dolor de una guerra en las Islas Malvinas, en la que más de 600 jóvenes soldados perdieron sus vidas.

Aquel 10 de diciembre de 1983 sentimos que poníamos fin a un ciclo de nuestra historia signado por interrupciones del orden institucional: un siglo XX atravesado, desde 1930, por golpes cívicos-militares que derrocaron una y otra vez gobiernos democráticamente elegidos, para instalar de facto en el poder de la república a dictadores subordinados al poder económico con el fin de restringir los derechos de los trabajadores.

Raúl Alfonsín fue la cara visible de ese día bisagra de la historia argentina. Asumió la presidencia con una sociedad herida por el martirio de la dictadura, una economía jaqueada por una deuda insostenible y la destrucción de la matriz productiva. Dispuso el juzgamiento de los jefes militares que ordenaron el plan de exterminio ejecutado por el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Debió hacerlo en un tiempo en el que los militares aún conservaban cierto poder que los llevaba a pintar sus rostros para combatir a la justicia y buscar con ello la impunidad de quienes ejecutaron aquel tenebroso plan.

Y por eso mismo Argentina es ejemplo en el mundo por sus conquistas en Derechos Humanos. Por la madurez y conciencia de nuestro pueblo en la defensa indeclinable de la democracia. Ese es nuestro suelo común, el lugar donde nos encontramos para resolver conflictos y expresar las diferencias.

Alfonsín fue el primero en demostrar que el peronismo era falible en las urnas. Desde entonces, se sucedieron gobiernos peronistas, radicales y conservadores neoliberales.

Hubo tiempos en que gobiernos democráticos desendeudaron al Estado y hubo tiempos en que gobiernos democráticos contrajeron deudas insostenibles que condicionaron el desarrollo del país.

Hubo tiempos en que gobiernos democráticos celebraban ser los más elogiados en Washington, y tiempos en que gobiernos democráticos trabajaron por la unidad regional de Latinoamérica y por el multilateralismo.

Hubo tiempos en que gobiernos democráticos interferían en la Justicia persiguiendo opositores y hubo tiempos en que gobiernos democráticos garantizaron la independencia judicial.

Así ha sido.

Es definitivamente cierto que en democracia se vive mejor. Pero también es verdad que no pudimos o no supimos terminar con las injusticias y las desigualdades que hasta hoy existen. Así como quienes vivimos la dictadura sabemos que la vida cotidiana es hoy notoriamente mejor que hace cuarenta años, los más jóvenes se enfrentan a un mundo injusto, lleno de frustraciones, donde cada mañana nos preguntamos hacia dónde vamos, para qué hacemos lo que hacemos, con preocupación por el presente e incertidumbre por el futuro.

Con todas esas incertezas (y otras tal vez) la democracia fue afianzándose con el correr de los años. Con marchas y contramarchas la institucionalidad fue respetada.

Esa institucionalidad no es perfecta. La mala acción política cotidiana la lastima día a día. Con el correr de los años la Justicia (uno de los tres poderes de la república) fue cooptada por el conservadurismo y terminó más atenta a los poderes fácticos (económicos y mediáticos) que a la imposición del derecho.

La Argentina de la confrontación interna parece ser eterna: unitarios y federales, radicales y conservadores, peronistas y antiperonistas. Lo más nocivo de nuestra democracia es no haber podido superar la dialéctica de la antinomia y no haber robustecido nuestra capacidad de convivir respetando las diferencias. El maltrato del adversario es una práctica constante. Descalificaciones, agresiones verbales e insultos parecen ser expresiones de un método que busca la eliminación absoluta del que piensa distinto.

En los últimos años Argentina se cargó de problemas. Algunos generados por la ineptitud política, como el haber tomado una deuda definitivamente lesiva para nuestra economía. Otros, resultado del contexto global. La pandemia, la guerra y la mayor sequía de los últimos cien años se sucedieron impiadosas sin solución de continuidad.

Fue entonces cuando aparecieron los oportunistas de la desgracia. Afloraron las voces degradadas de los autoritarios que enamoran con discursos destinados a sembrar desánimo. Nunca convocaron a la esperanza. Siempre difundieron el odio. Asomaron en la pandemia renegando del aislamiento sanitario al que el virus nos obligaba. Quemaron barbijos en plazas públicas. Convocaron a no vacunarse mientras millones de vidas quedaban truncas.

Cuando llamaron la atención social, empezaron a renegar de la democracia. Pusieron a la política en el lugar de los pusilánimes mientras pregonaron la necesidad de privatizar la salud, la educación y los servicios públicos, de desregular el sistema financiero y el mercado de cambios, de cercenar los derechos laborales, de negar la crisis climática, de renunciar al desarrollo científico y tecnológico, de predicar discursos negacionistas del terrorismo de Estado y despreciar cualquier intento por igualar géneros en la diversidad.

En esa democracia lábil, los poderes corporativos hunden sus tentáculos. Ocupan escaños y tribunales. Asoman como una rémora de las dictaduras. Quienes niegan hoy el Terrorismo de Estado son los mismos que quieren hacer una sociedad oprimida y empobrecida. Se presentan a veces bajo nuevos ropajes, a veces con discursos arcaicos, pero siempre, inexorablemente, defienden los intereses de los poderosos.

Irónicamente, cuando celebramos cuarenta años de democracia, en Argentina asistimos al ascenso de una fuerza política que descree de los valores de la democracia y de la trascendencia de los derechos humanos.

Así como hace cuarenta años dijimos “nunca más”, hoy debemos decir “democracia más que nunca”. Aquella democracia vulnerable debemos fortalecerla con más políticas activas que conduzcan a la igualdad social que hoy se niega.

Debemos ser guardianes de la democracia y los derechos humanos. Es una obligación ética y un compromiso ciudadano que tenemos con nuestra comunidad, con nuestro pueblo.

Si algo aprendimos en estos 40 años de democracia en la Argentina es que las conquistas sociales y políticas no son de una vez y para siempre, sino que necesitan de nosotros cada día para su legitimación, su fortalecimiento y su defensa, pero también para su expansión, para su radicalidad y para que dialoguen mejor con nuestra historia y nuestro futuro.

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