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ELECCIONES EN COLOMBIA
Tribuna
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Cuidado: aquí hay historia

Lo que ha pasado en Colombia va mucho más allá de Petro, por fortuna. Con los elementos de juicio de que dispongo, tengo una certeza: es lo que más le convenía a mi país

Cuidado: aquí hay historia. Juan Gabriel Vásquez
EDUARDO ESTRADA
Juan Gabriel Vásquez

El resultado de las elecciones colombianas rompe en dos la historia del país. Todo el mundo en todas partes echa mano ahora del adjetivo histórico, y por una vez no parece exagerado hacerlo; y pensar en el nombre del partido victorioso, el Pacto Histórico, es pensar que la segunda palabra es verdad y desear que la primera pueda serlo. ¿Pero cómo entender lo que ha pasado en Colombia? Las señas particulares de mi país, combinación de circunstancias (políticas, geográficas, temperamentales) que no han existido en otros lugares de Latinoamérica, han construido a lo largo de los años una historia hecha de excepciones. Al contrario de lo que ocurrió en el resto del continente, que en el siglo XX se hundió en dictaduras militares de una crueldad que todavía nos estremece, Colombia solo padeció una dictadura brevísima y, por comparación, más bien incruenta. Al contrario de lo que ocurrió en el resto del continente, en Colombia nunca hubo gobiernos antiamericanos (o antinorteamericanos, o antiyanquis: como ustedes quieran). Al contrario de lo que ocurrió en el resto del continente, en fin, Colombia nunca ha tenido un Gobierno de izquierda.

Lo que más se le ha parecido a eso fue el Gobierno del liberal Alfonso López Pumarejo, que en 1934 lanzó un atrevido programa con un nombre sugerente: Revolución en Marcha. “El deber del hombre de Estado”, dijo López en su primer discurso, es “efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución”. Y eso hizo: la educación pública quiso ser laica, los sindicatos salieron de la sombra, se comenzó a llevar a cabo una reforma agraria que a algunos les pareció socialista y se reformó la Constitución ultraconservadora que había regido en el país durante medio siglo, y para ello se miró con atención la Constitución de la Segunda República española. Fue demasiado: el país no estaba preparado para esas transformaciones, y la reacción conservadora de los años siguientes es inseparable de esa década malhadada —con sus 300.000 muertos y un país roto— que los colombianos llamamos La Violencia. Y esto es importante: pues durante esos años surgieron las primeras guerrillas campesinas, y solo hacía falta la inyección de ideología de la Revolución Cubana para convertirlas en los ejércitos marxistas que han marcado la vida colombiana desde entonces.

Pues bien, hay que traer a la mente a estas guerrillas —FARC, ELN, EPL: siglas que son parte de nuestra memoria— para entender por qué no ha habido gobiernos de izquierda en Colombia. Porque esos movimientos armados y violentos, que con los años se degradaron hasta llegar a extremos inconcebibles de crueldad y sevicia, hicieron que en la sociedad colombiana fuera imposible hablar de izquierda y añadir democrática. He dicho con frecuencia que en esto, como en tantas otras cosas, las guerrillas revolucionarias fueron en efecto las cómplices perfectas de la reacción y el retraso social, obstáculos formidables en el camino de cualquiera de las reformas más urgentes que requería esta sociedad. Mientras diversas formas de la socialdemocracia se instalaban en otros países, España entre ellos, los excesos de una guerrilla descarriada hacían que en Colombia hablar de mínimas medidas de justicia social se pudiera tildar, de inmediato y sin fórmula de juicio, de complicidad con el terrorismo. Y los militantes que dejaban las armas y trataban de hacer política eran sistemáticamente asesinados por la extrema derecha, con frecuencia con la connivencia de políticos y militares. Todo un partido fue exterminado así.

Y por todo esto es que Colombia nunca ha tenido un Gobierno de izquierda.

Pues bien, ahora acaba de elegirlo por primera vez. Y en unas elecciones, además, que convocaron más gente que nunca, aunque también pusieron en evidencia nuestro lado más oscuro, y ahora nos dejan con la obligación de convivir de aquí en adelante. La victoria de Gustavo Petro tiene muchas lecturas: desde la histeria de la derecha más desinformada y atrabiliaria (que vive en su propio mundo de verdades alternativas y paranoia generalizada) hasta el triunfalismo sin matices de la izquierda más revanchista y fanática (que suele mirar con desprecio y aun con repulsa todo lo que suene a negociación o mesura). Como suele suceder, la verdad está en algún punto medio entre esos dos extremos: la verdad es una frase larga que incluye palabras como pero, aunque y sin embargo. Ahora Petro habrá de desactivar la desconfianza que le tenemos muchos, y yo no olvidaré que su campaña estuvo marcada por la deslealtad, la guerra sucia y serios problemas éticos. Pero lo que ha pasado va mucho más allá de Petro, por fortuna, y ahora mismo, con los elementos de juicio de que dispongo, tengo una certeza: es lo que más le convenía a mi país.

Por varias razones. La primera es lo que no pasó: una victoria de Rodolfo Hernández, el populista hecho en TikTok que no tenía más ideas que las que le aportaran sus apoyos políticos, hubiera significado la continuación en el poder de una forma de entender la sociedad insolidaria y excluyente; también, de un sector de nuestra clase política que ha dominado el escenario durante 20 años y en ese tiempo ha mentido, calumniado, usado el miedo como herramienta política y alimentado nuestra crispación y nuestros odios sin cuidarse de que la violencia es contagiosa, o sin que le importaran las consecuencias del contagio. Eso ha sido la derecha uribista: ahora es fácil decirlo, porque los excesos se han hecho evidentes con el tiempo, pero había que ver lo que pasaba hace 15 años, cuando no éramos muchos los que nos atrevíamos a sugerir que tal vez no estaba bien modificar la Constitución con votos corruptos para perpetuarse en el poder, o utilizar los organismos de inteligencia del Estado para espiar y amedrentar a periodistas y a jueces, o mirar para otro lado (en el mejor de los casos) cuando soldados enceguecidos asesinaban a civiles inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate.

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La segunda razón por la que me parece que a mi país le conviene lo ocurrido el domingo es más simple todavía, y tiene tres palabras: acuerdos de paz. Es mucho lo que nos han costado tantos años de guerra, y los acuerdos de 2016 —lo digo una vez más como lo he dicho tantas— son el mejor intento que hemos hecho los colombianos por pasar la página de la guerra y armar un país donde quepamos todos. Pero el Gobierno de Iván Duque, cuya tarea de estadista habría debido ser unir al país en la implementación de lo acordado, no supo o no quiso hacerlo con verdadera convicción, y más bien su partido trabajó activamente en la deslegitimación o el sabotaje de los aspectos que más les incomodaban. Los acuerdos son ley y están protegidos jurídicamente, pero lo que proponen es tan grande que necesita del respaldo de la ciudadanía; y aunque ese respaldo es hoy notablemente mayor que hace seis años, cuando la gente aún creía en las calumnias de los enemigos del proceso, es mucho lo que podremos avanzar con un Gobierno comprometido de verdad y a fondo con su implementación completa.

Porque también eso es lo que ha llevado al Pacto Histórico a ganar las elecciones: muchos de sus miembros se la han jugado —y no ahora, sino a lo largo de años y más años— por una paz difícil que a veces ha dañado a quienes la defendían. Lo que pasó el domingo se puede ver así: como los frutos que ahora se recogen.


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