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Magdalena Moreno, cantante afrotravesti: “El bullerengue es un ejercicio de libertad”

La cantadora de músicas afro tradicionales prepara su primera producción con su agrupación La Morena del Chicamocha

Magdalena Moreno Morales, cantautora conocida como La Morena del Chicamocha
Magdalena Moreno, 'La Morena del Chicamocha', en Bogotá, el 10 de abril de 2024.ANDRÉS GALEANO

Por mucho tiempo nombres como Petrona Martínez o Ceferina Banquez permanecieron en el anonimato. Las dos mujeres lograron el reconocimiento cuando ya estaban entradas en años y después de toda una vida dedicadas a mantener vivas sus raíces como cantadoras de bullerengue, una tradición cultural afro del Caribe colombiano. Sus historias son apenas un pequeño ejemplo de la invisibilización que han tenido los aportes de las mujeres en las músicas tradicionales del país, y que se mantiene hacia las disidencias sexuales y de género.

Magdalena Moreno Morales (Santander, 29 años) se propuso romper con esa marginación y creó La Morena del Chicamocha, una agrupación donde canta y compone potentes bullerengues. Pero no quiso romper ese anonimato solo con su música ni con letras antirracistas, sino que revoluciona con su sola presencia e historia. “No nos van a acabar la alegría aquí. Como el árbol que muere en pie, nos quedamo’ aquí”, canta al ritmo del repique de tambor. Magdalena ha escapado a la precarización, a la violencia transfóbica y a la violencia paramilitar. Cuenta que ha seguido el llamado de sus ancestras cantaoras que la impulsaron a sanar a través de la música y a transitar de la mano de una gaita corta y con el agua como brújula. Se enuncia como afrotravesti y usa pronombres femeninos. Conversa con EL PAÍS en el marco del primer encuentro de memorias LGBTIQ+ realizado por la Biblioteca Nacional de Colombia.

P. ¿Para usted qué significa el bullerengue?

R. El bullerengue es un ejercicio, una práctica de libertad. Nace de las personas que fueron esclavizadas y que tocaban este ritmo para liberar no solo el cuerpo, sino también el espíritu. Para entenderlo se tiene que partir desde ahí, desde su historia. Eso nos va a permitir entender que la libertad no tiene etiquetas. Hoy en día tenemos tantas formas de opresiones, tantos discursos de odio, de discriminación, de exclusión, que es necesario que todo el mundo conozca la libertad. Mi tránsito dentro del bullerengue ha sido un regalo.

P. ¿Cómo llegó a la música tradicional?

R. Mi primer acercamiento fue a través de la danza a los 13 años, después terminé en el canto. Cuando cumplí la mayoría de edad hice un recorrido por todo el Caribe colombiano, lo que me permitió acercarme a la raíz y el origen de la música afrodiaspórica como el bullerengue.

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P. Usted nació y creció en Girón, Santander, fuera del Caribe y donde estas tradiciones no son muy comunes…

R. Sí, para mí esto tuvo que ver más lo que considero que es el llamado de la diáspora de las personas afrodescendientes en este país. Las sonoridades afrodiaspóricas están dentro de las familias. En mi caso era un poco complejo porque mi familia materna, por donde viene toda la parte afro, no se reconoce a sí misma como afro. A la par, Santander ha excluido históricamente la historia, la cultura, los aportes de las personas afrodescendientes. Eso hizo que durante mucho tiempo no me sintiera parte de ese territorio, porque desde pequeña me sentía más relacionada con el tambor, con lo caribeño. Ella me cuenta que yo sacaba las ollas de la cocina y empezaba a hacer que tocaba el tambor. Siento que siempre me llamó el movimiento. Sumado a eso, en mi infancia, inclusive desde mi gestación, mi mamá me cantaba cantos de cuna que, al volverme mayor, descubrí que no eran los convencionales. Los arrullos que me cantaba mi mamá eran canciones de origen afro.

P. ¿Qué la llevó a abandonar esa tierra y seguir ese llamado?

R. Me fui de mi territorio por muchas situaciones: económicas, de violencia machista, de homofobia. En mi barrio hacían control las Convivir. Esos grupos paramilitares hacían limpieza social, y crecí viendo panfletos en la esquina de la casa en los que advertían: “Los niños buenos se acuestan temprano. Ni putas ni maricas”. Eso me impidió transitar. A mí no me daba miedo mi identidad, pero tenía miedo a la supervivencia, a quedarme ahí y que me mataran si desarrollaba mi ser en esas condiciones.

Así que a los 17 años me fui para el Caribe. Inicié un recorrido desde el río Magdalena, continuando por la Depresión Momposina y el Magdalena Medio hasta llegar al Mar Caribe. A ese recorrido es lo que me refiero con el llamado afrodiaspórico, porque las personas esclavizadas entraron por el mar. Recuerdo que siempre he estado rodeada del agua como un elemento crucial para entender mis tránsitos y los tránsitos de la vida misma. Viajé tocando en restaurantes, con mi gaita, la cumbia y el bullerengue. Eso me permitió sobrevivir durante el resto de mis días, sumado al trabajo sexual. Reivindico que me ha tocado ejercerlo como una herramienta de supervivencia, porque para nosotras muchas veces no quedan otras alternativas.

P. ¿Cuál ha sido el papel de las diversidades sexuales y de género en la música tradicional?

R. En la música de tradición hemos existido toda la vida, pero nos han borrado a las travestis, las negras, las maricas. Ha sido una memoria silenciada. Además, la población LGBTIQ+ muchas veces no se acerca a las prácticas ancestrales o tradicionales por las dinámicas machistas que hay. No es porque las músicas sean así, sino por prácticas heredadas de dinámicas coloniales. Hay que empezar a analizar con lupa esos roles de género impuestos dentro de las tradiciones, y cómo se han convertido en ejercicios de opresión. Para la folclorización de las músicas era mucho más conveniente blanquear todo para que fuera más agradable a las élites que mantenían la forma de decir qué es cultura y qué no. Por ejemplo, en Talaigua, Bolívar, todavía hay muchas expresiones culturales de transformismo. Lo mismo en muchos bailes del Caribe colombiano que han sido disimuladas con el discurso de la satirización. La gente dice que no hay bullerengues sobre personas diversas, pero la canción Petronita Olivares es viejísima, y se refiere a esa ambigüedad de género.

P. Hace unos años se estableció en Bogotá. ¿Por qué decidió vivir tan lejos de Girón y del Caribe?

R. Porque me vi forzada. Después de la pandemia, mi situación económica se puso muy compleja. Estaba muy cansada de la falta de oportunidades laborales, de la precarización... Y mi tránsito era más evidente. Venirme acá fue una necesidad. Cada vez veía la transfobia de manera más explícita para acceder a cualquier tipo de derecho, la salud, la alimentación, lo que sea.

P. ¿En medio de esa crisis nació la Morena del Chicamocha?

R. Antes había estado en varios colectivos musicales y me conocían como La Morena, pero lo que iba componiendo se iba quedando y sentía la necesidad de nombrar de dónde venía. Por eso nace sumarle “del Chicamocha”, que se refiere al gran río de Santander. También estaba cansada de estar siempre bajo la tutela de un hombre, de un director, para poder cantar mis canciones.

Al principio tenía un sueño muy utópico: una gran agrupación de personas trans. La realidad fue otra. Casi no hay personas trans y personas diversas asumiendo un papel de cuerpo presente en las músicas de tradición. Si un hombre canta, tiene que verse bien macho, que no se le salga la “mariconería”. Las maricas siempre están atrás, detrás de los peinados, de las reinas, de la preparación, de las danzas, pero no les permiten estar en cuerpo presente, hablando sobre lo que les pasa, lo que viven. Eso lo confirmé en Bogotá, porque no encontré personas trans que hicieran música tradicional. Así que empecé a fijarme en el apoyo que tenía de otras personas que conocían mi proceso, mi historia; ellos se sumaron a esta iniciativa.

P. ¿Cuántas personas conforman La Morena del Chicamocha?

R. En este momento somos 11. Algunas se reconocen como de orientaciones sexuales diversas, y se ha ido sumando más gente afro. Uno de mis sueños es que se represente la música afro desde las experiencias de vida de las personas negras.

P. ¿Cómo es su proceso de composición? ¿Qué la inspira?

R. Las canciones fluyen todos los días, pero solo tengo unas 50 escritas. Así es el bullerengue, hay canciones que se van a quedar en tu cabeza y otras que son efímeras. Porque esto es un ritual de vida, hay momentos para estar feliz y momentos para estar triste. Siempre compongo a partir de algo que me motiva, algo que me ha pasado, algo que vivo, que me atraviesa. El bullerengue se convirtió en una forma de enunciación de la mujer negra en este país, a veces la única forma de contar sus historias.

P. ¿Cuáles son los planes para la Morena?

R. El plan es poder grabar. No tenemos música en las plataformas; la gente sabe mis canciones, pero no las encuentra en YouTube. Ha sido un ejercicio muy lindo, porque a pesar de ello noto que a la gente le gusta el proyecto, le ha llegado a su corazón, canta mis canciones en los conciertos. Eso dice mucho de lo que estoy haciendo. En términos profesionales y laborales necesitamos tener un producto. A más tardar a mitad de año estaremos con nuestra primera producción. La idea es seguir produciendo, elevar el bullerengue a otros conceptos estéticos, y también entrar en lo comercial como una dinámica política. Si uno se queda en el underground, en un rancho aparte, se queda en un nicho. La gente debe conocer el bullerengue en todas partes del mundo.

P. ¿Cómo es la relación con su familia? ¿Qué opinan de su carrera artística?

R. Tengo una relación más unida con mis hermanas que con mis papás. Mi mamá es una persona muy religiosa, y el tema siempre le ha conflictuado. La amo mucho, aunque tengamos una relación distante en este momento. No podría decir que ella sea un apoyo en mi trabajo, pero está presente en algunas de mis composiciones.

P. ¿Ha encontrado otras familias?

R. Sí, para mí lo colectivo y lo comunitario se convirtió en una forma de construir ese hogar. Ahí encontré a mis hermanas, a estas madres [como les llaman a las mujeres trans en la tercera edad] que, sin ese vínculo consanguíneo, me han enseñado, me han apañado. No creo en la sororidad feminista, creo en la zorroridad, entre zorras nos entendemos mejor [risas]. Ha sido un ejercicio muy hermoso, pues pese a que venimos de lugares y contextos distintos, nos hemos encontrado en el amor que nos une.

P. ¿Se considera feminista?

R. No. Habité el feminismo y fue fundamental para entender muchas cosas sobre las violencias que vivía, pero ya fue. Tengo una postura antipatriarcal. Para mí el feminismo ya no reivindica la lucha por la no exclusión de los cuerpos feminizados, sino que ha sido cooptado por un montón de dinámicas transexcluyentes, racistas y sin autocrítica. Estos feminismos blancos o supercomerciales han hecho un ejercicio bastante violento sobre nosotras. He sido violentada en muchos espacios feministas y aún sigo siendo violentada por algunas de ellas, entonces no me interesa. Lo más lindo de nosotras es que hemos existido y resistido con o sin feminismo. La mujer negra seguirá existiendo, las travestis, las cuir, las trans, las no binarias seguirán existiendo. Reivindico un feminismo negro, comunitario, campesino, indígena.

P. ¿Cuál debe ser el papel de la sociedad ante esa oleada de transfobia?

R. Dejar de ser espectadoras. Así como se les pide a los hombres que deben romper el pacto patriarcal, también urge que todas las personas dejen de estar con el pacto cisgénero y heterosexual. Eso es lo que no permite entender que nuestras existencias y nuestras vidas no borran a nadie. Es necesario que nosotras no seamos las únicas que encaremos esa lucha contra la transfobia. Empecemos a actuar rechazando esos discursos de odio. Garantizando espacios tranquilos y de confianza para mis compañeras trans.

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