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Desinformación
Columna
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Para un nuevo contrato social

Este año nos toparemos todo el tiempo con desinformaciones de diversas clases, y yo creo que una parte de los ciudadanos tienen derecho a exigirse entre ellos un cierto grado de responsabilidad

fake news en colombia
Una persona lee sus redes sociales en el celular.Johner Images (Getty Images/Johner RF)
Juan Gabriel Vásquez

Llevo un tiempo pensando que necesitamos un nuevo contrato social, y que esta vez debe girar alrededor de la información. Muchos comienzan a enterarse ahora del daño profundo que las redes sociales han causado en nuestras sociedades democráticas, a pesar de que todos los días se publican artículos y se lanzan documentales sobre los excesos de Facebook y de Twitter, sobre los estropicios de Cambridge Analytica, sobre la indolencia o la complicidad o la connivencia de los Zuckerberg y los Musk: esos curiosos individuos que navegan entre el autismo, el infantilismo y la sociopatía, y a los cuales hemos entregado (voluntariamente: eso es parte del escándalo) todas las herramientas necesarias para enriquecerse a costa de la estabilidad misma de nuestra sociedades. Sí: muchos ciudadanos se han enterado de que llevan años siendo manipulados, y sus odios azuzados y sus inseguridades explotadas, por esos mecanismos opacos e incomprensibles para la mayoría. Pero las redes sociales no han cambiado su modelo de negocio. ¿Para qué iban a hacerlo, si los usuarios siguen ahí?

Pero este año hay un pequeño pánico creciendo en las esquinas, pues se aproximan elecciones en medio mundo: es decir, medio mundo se va a hundir durante los meses que vienen en una marejada de desinformación, mentiras y distorsiones. Serán meses de tensiones sociales, de iras y odios desatados en las redes, de calumnias y manipulaciones, y no será para sorprenderse que entren en acción las posibilidades imprevisibles de la inteligencia artificial para confundir todavía más a los confundidos votantes. (Hoy, mientras escribo, me entero de un mensaje de voz del mismísimo Joe Biden que pide a los votantes –eh– no votar. El mensaje fue generado artificialmente, pero ya habrá convencido a algunos.) Y el pánico del que hablo, que no sienten todos, se debe a algo muy sencillo: para votar se necesita información confiable, y nuestra relación ciudadana con la información está, por decirlo con amabilidad, pasando por un mal momento: porque está rota –o severamente magullada– nuestra relación con nosotros mismos. Es decir: nuestra confianza. No sé si tenga que poner en palabras una obviedad semejante, pero ahí va: sin confianza, las sociedades fracasan. Para reparar la confianza rota o magullada es necesario cobrar conciencia de lo que nos ha pasado en los últimos años, como consumidores de información y también como propagadores.

Y lo que nos ha pasado, cuando pensamos en el asunto crucial de la información, es preocupante. La información que recibimos es la única herramienta para tomar decisiones políticas, ya no digamos para llegar a una cierta conclusión sobre lo que es verdadero en nuestro mundo compartido. Pues bien, hace rato que nuestras sociedades abandonaron la idea misma de verdad común: aquello de las verdades alternativas, creación impagable de los años Trump, ya suena a viejo de tanto que nos hemos acostumbrado a su presencia. Desde entonces, los movimientos populistas y antiliberales han confirmado con enorme provecho –esto no es nuevo, pero creer que es lo de siempre es un error– que nada es tan rentable como la confusión. Es decir, que no es necesario mentir todo el tiempo, sino que basta abrir una ventana de duda en la mente del ciudadano para imponer su versión del mundo, lo que llamamos “relato” o “narrativa” (dos palabras que también se van desgastando a pasos agigantados). Los movimientos que se dicen o se creen democráticos pronto lo entendieron también, y no han renunciado a la rentabilidad inmensa de esa forma de hacer política.

Ahora bien: su éxito, el éxito de la desinformación como estrategia, necesita siempre de la colaboración del ciudadano. Aquí entran en juego otros factores de nuestra humanidad demasiado humana. Entra en juego la ignorancia voluntaria (y a veces cultivada con esmero) de los que se niegan a saber, no vaya a ser que enterarse de algo ponga en riesgo sus convicciones, adquiridas todas con un enorme esfuerzo de la superstición. Entran en juego las mil formas de irracionalidad, que nos hacen tan vulnerables al engaño directo o a la distracción más o menos grosera, más o menos hábil. Entre ellas están, por ejemplo, nuestros sesgos: la tendencia a creer en lo que nos confirma nuestra visión del mundo y a rechazar lo que la cuestiona; la tendencia a creer lo que dice una figura de autoridad, aunque sea descabellado, y a descreer de lo que dice una figura que rechazamos, aunque sea sensato y aun comprobable.

Se me ocurren muchos ejemplos, pero prefiero uno: el hecho inverosímil de que los republicanos están a punto de convertir en candidato presidencial a un hombre que les recomendó beber desinfectante para curar el Covid. Hubo varias víctimas de su frívola irresponsabilidad, claro, pero de eso ya no se acuerda nadie, o eso no basta para descalificar: Trump sigue siendo el que mejor representa sus prejuicios o vindica su identidad. Si sus votantes le creyeron cuando les dijo que se tomaran un vaso de Clórox para curar un virus respiratorio, ¿por qué no van a creerle ahora cuando dice que los procesos en su contra son una cacería de brujas, o que los inmigrantes envenenan la sangre de su país? El instinto tribal es fascinante: puede llegar incluso a desactivar la razón. En el mejor de los casos, nos lleva a pensar lo que piensa el grupo o, si hay duda, a aceptar la opinión prevalente. Por supuesto, en ello hay enormes ganancias sociales, pues para casi todo el mundo es más cómodo equivocarse en grupo que tener razón en soledad, y se necesita de un cierto valor para llevar hasta sus últimas consecuencias la tarea nada fácil de pensar por uno mismo.

Este año nos toparemos todo el tiempo con desinformaciones de diversas clases, y yo creo una parte de los ciudadanos tiene derecho a exigirse un cierto grado de responsabilidad. No me refiero a todos, como digo: a una parte grande la doy por perdida. Pero todavía los hay que no quieren engañar si pueden evitarlo, que no aceptan por comodidad ser engañados, que creen todavía en la existencia de la verdad común y en la gravedad de su deterioro. Estos ciudadanos tienen derecho a exigirles a los demás que cuiden la información y tienen la obligación de cuidarla ellos mismos: ¿será demasiado pedir? Avergonzarse si comparten por negligencia o credulidad una noticia que calumnia o miente; avergonzarse más todavía si la comparten por interés político, por sectarismo o por hipocresía.

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Ahora he encontrado un concepto utilísimo en un libro que es como una caja de herramientas. El libro es Son molinos, no gigantes, de Irene Lozano, y lleva este título sin dobleces: “Cómo las redes sociales y la desinformación amenazan nuestra democracia”. El concepto es la “vigilancia epistémica”, y se refiere a esos mecanismos del conocimiento que nos permiten a los seres humanos saber si la información que recibimos, ya sea de otros seres humanos o de instituciones, es digna de confianza. En otras palabras: la facultad de saber a quién hay que creerle, y por qué. Y en otras: el talento de leer bien la realidad. No es algo inalcanzable, pero sí exige ciertas actitudes que no todos están dispuestos a tener: señalar la mentira, aun si nos conviene; apoyar la verdad, aun si nos molesta. A ver si este año no termina tan mal como podría.

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