Los Makaguaje y los Koreguaje, la resistencia de dos pueblos indígenas
La lucha por proteger su cultura revela los efectos invisibles del conflicto armado en Colombia
Pocas miradas alcanzan las montañas en las que cada palabra en lengua nativa se cuida con la misma devoción con la que se protege a la selva. Las comunidades Corebajú Paí y Makabajë habitan un lugar en el departamento amazónico del Caquetá, tan extenso como su historia de colonización y violencia. El caudaloso río del mismo nombre – que atraviesa el sur de Colombia de occidente a oriente hasta vestirse del río Japurá en Brasil – conduce a una bocana, donde el rugido de una lancha rápida se reemplaza por el ritmo acompasado de una canoa de madera.
El silbido de las aves, la altura de los árboles y las plantas que brotan de un espejo de agua cada vez más estrecho no admiten gesto distinto a la contemplación. Los rayos del sol se filtran entre las hojas que dan sombra hasta el primer contacto con el resguardo indígena La Teófila. Las familias de las etnias Koreguaje (gente de tierra) y Makaguaje (hijos del yajé) comparten el territorio de 1.800 hectáreas, incluida una vasta área de conservación ambiental. Del segundo grupo solo quedan 125 integrantes, la mayoría en ese rincón rodeado de naturaleza.
Jhiber Chica, un joven de la tribu, extiende su mano para que los inexpertos no resbalen entre pantanos o arbustos en la parte final del camino. En el caserío se levantan casas aisladas en tablas de colores, cubiertas con tejas de zinc. La energía viene de una planta eléctrica y el agua de riachuelos; cocinan con leña y, en un hecho inusual en zonas alejadas, una antena ajena al paisaje permite conexión desde teléfonos móviles. En lo alto de un campo de fútbol sobre el suelo de arena se agita la bandera nacional, como un grito que recuerda que aquel sitio remoto también es Colombia.
Con la misma firmeza con la que ha guiado a una delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) que cumple labores humanitarias y al equipo periodístico de EL PAÍS, Jhiber sostiene un diccionario que ha plasmado en cuartillas, intentando arrebatarle palabras al olvido.
Pescar con anzuelo: ba-i mauku
Ese día te espero: jaka rotasa
Mucho sol: unsurú
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Han aprendido las traducciones gracias a Angélica Piaguajé, la última hablante de makaguaje, quien vive a pocos kilómetros. “Buscamos rescatar nuestra cultura reuniéndonos con la mayora”, cuenta Jhiber. La pérdida progresiva de su lengua es el epítome del riesgo de exterminio físico y cultural que padecen 72 de los 115 pueblos indígenas reconocidos en Colombia, una amenaza que los ha acercado a la tecnología para documentar sus costumbres. Se niegan a que las únicas huellas sean las del conflicto armado.
Atesoran historias en video narradas por Piaguajé, de 69 años y cabello gris, como la que evoca que los makaguaje nacieron de la planta sagrada del yajé. Por eso se autorreconocen como gente del monte. Sus cantos también están grabados. Desde un altavoz, marcan el compás de danzas ancestrales de hombres y mujeres con vistosas coronas de plumas y collares de semillas que suenan a cada paso como un cascabel.
Omar Chica, padre de Jhiber y autoridad mayor de los makaguaje, explica que, a diferencia de lo que podían hacer sus ancestros, ahora llevan registro de sus tradiciones para evitar que se borren como ha sucedido con su lengua. “Nacimos en medio de otro pueblo, entonces no sabíamos nada. Ahora entendemos la lengua, pero falta hablarla bien para transmitirla a los más pequeños”, reconoce el líder indígena que creció hablando koreguaje, el dialecto de la comunidad vecina y más numerosa.
Cuando se pierde una lengua, no solo se desvanece la expresión del pensamiento. Hay una ruptura con otras formas de ver el mundo, advierte Antonia Agreda, indígena del pueblo Inga y doctora en ciencias de la educación. “Se pierden conocimientos antiguos que permiten una relación distinta con la naturaleza, interpretaciones espirituales profundas como la medicina ancestral. Son tradiciones que permiten comprender otras culturas”, señala. En Colombia se hablan 65 lenguas indígenas, todo un patrimonio por proteger.
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A los pueblos indígenas se les ha vulnerado sistemáticamente el derecho a existir. En el alto Amazonas, entre Caquetá y Putumayo, fueron sometidos a la esclavitud de la explotación cauchera por la Casa Arana a comienzos del siglo XX. La compañía peruana monopolizó el negocio floreciente de la época con un régimen de exterminio y tortura que dejó entre 50.000 y 80.000 indígenas muertos.
Entre 1932 y 1933, soportaron la guerra colombo-peruana por la delimitación de fronteras. Los nativos eran reclutados y algunos grupos étnicos quedaron separados entre las dos naciones. Más tarde, vivieron el despojo de tierras tras la colonización de campesinos que huían de la violencia entre conservadores y liberales desde el centro andino del país.
Desde hace más de cinco décadas, las confrontaciones por el control de actividades ilícitas como el narcotráfico alteran la paz en sus territorios. En 1981, por ejemplo, enfrentaron persecuciones del Ejército que los señalaba de ser cómplices de la guerrilla del M-19 en el secuestro de un avión de Aeropesca que acuatizó cargado con armas en el río Orteguaza, un afluente del Caquetá. El 25 de julio de 1997, las FARC masacraron a siete indígenas koreguaje en el resguardo de San Luis, municipio de Milán, entre ellos un cacique y dos profesores. Con la incursión de grupos paramilitares, presenciaron hechos atroces. Todo ocurrió muy cerca del resguardo La Teófila.
La Comisión de la Verdad identificó 17 corredores del conflicto en macroterritorios étnicos, entre ellos, el de los ríos Caquetá, Putumayo y Amazonas, que facilita el tránsito hacia Ecuador, Perú y Brasil. La zona estuvo bajo el control de las FARC hasta la firma del acuerdo de paz, en 2016. Después llegaron las disidencias del frente Carolina Ramírez y de los Comandos de la Frontera.
Todas estas violaciones han quebrantado la manera de vivir de los indígenas, expone el sociólogo Octavio Villa, profesor de Ciencias Sociales de la Universidad de la Amazonía. “Eran acusados de un lado o del otro de auxiliar al enemigo. El solo hecho de que algún actor estuviera ahí ya implicaba que fueran señalados por el grupo contrario. También han sufrido la vinculación forzada a grupos armados”, afirma el investigador.
Angélica Piaguajé carga el peso silencioso de la tragedia. Perdió a dos de sus hijos y fue desplazada de un antiguo resguardo. “A varios jóvenes se los llevaron, teníamos miedo y nos salimos de ahí”, recuerda. Desde 2002 busca a su hijo Virgilio. “Yo lloraba buscándolo. Al tiempo me dijeron que se lo llevó la otra gente. Tenía 14 años mi muchacho, y al otro lo mataron con 24 años”, relata por teléfono.
Las cifras recientes de crímenes no ponen la mirada sobre el Caquetá, que no es uno de los epicentros de los conflictos actuales, pero en el espeso verde amazónico se esconden los efectos invisibles de la guerra. Jimena Leyva, delegada del CICR, una organización humanitaria que trabaja para aliviar el sufrimiento de las víctimas de conflictos armados y que promueve el respeto al Derecho Internacional Humanitario, subraya que “las consecuencias no son siempre visibles o inmediatas. Pueden hacer que las comunidades pierdan su calidad de vida, pero también sus tradiciones; que los desplazamientos conlleven a la pérdida de su raíz”.
El antropólogo y excomisionado de la verdad Alejandro Castillejo agrega que la violencia estructural contra los pueblos indígenas ha generado microprácticas de larga temporalidad, como la segregación. “Son formas históricas de negación de su otredad, de su cuerpo, de su tierra y de su lenguaje que se han reproducido”, sostiene.
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El cielo se despeja una mañana de sábado sobre las plantaciones que bordean la aldea de los koreguaje, a un kilómetro de los makaguaje. Las familias siembran alimentos como la yuca en chagras comunitarias, enclavadas en las montañas. Ese tubérculo es la base de preparaciones ancestrales como el casabe o la fariña, un tipo de harina bautizada de milagrosa cuando se supo que ayudó a sobrevivir a los cuatro niños perdidos durante 40 días en la selva del Guaviare.
Fermín Gutiérrez, representante del resguardo La Teófila, declara que, sin tierra, el indígena no es nada. “La selva nos da plantas medicinales, frutales, agua y aire fresco. Lo es todo para nosotros”, expresa el cacique koreguaje, de trato amable. Los grupos armados no se ven, pero se sabe que están cerca. Cuando prohíben a las comunidades desplazarse por zonas aledañas, los pobladores no pueden pescar o salir a cazar en las noches.
En el bosque que los rodea también crece la palma de milpes, de cuyos frutos extraen un aceite al que atribuyen el poder de aliviar malestares respiratorios. Un grupo de mujeres macera las pepas maduradas en agua tibia para separar la pulpa. Lilia Valencia usa la fuerza de sus brazos para estirar el matafrío, un colador artesanal que se tensa con un palo de madera hasta que sale el líquido curativo. “Los hombres suben la palma para bajar las pepas y nosotras las recogemos. Al día siguiente las traemos en hombros”, describe.
En sus ojos expresivos, Valencia refleja el tesón de madre. Con la venta del aceite, ella y su esposo reúnen el pago de la universidad de su hijo, un joven de 22 años que se forma como administrador por fuera del resguardo. No todos los jóvenes logran estudiar. La mayoría difícilmente llega hasta la secundaria. Cuando son varios hermanos, en el mejor de los casos, solo uno puede mantener sus aspiraciones profesionales.
Ismael Gutiérrez, el profesor de los koreguaje, recuerda que para terminar sus estudios caminaba 12 horas hasta un internado de Solano, el municipio más cercano. “En esa época no había nada. Para salir del resguardo tocaba remar hasta Milán, Solano o Florencia. Gastábamos 20 o 25 días a puro remo y nos quedábamos a orillas del río Caquetá”, rememora delante de la pizarra. Dicta clases de primaria a niños y niñas que llegan desde las casas ubicadas a pocos pasos, donde rondan perros, gallinas y vacas.
El sacrificio de sus travesías lo traduce ahora en el carisma con el que enseña a sus alumnos. Además de los libros, valora la sabiduría de los mayores. “Los traigo, me siento con ellos acá en días de artística, ellos explican el idioma y yo traduzco porque algunos niños son mestizos. Hacemos ese esfuerzo por recuperar la historia y la cultura”, dice.
En la etnia colindante, la makaguaje, luchan para sostener la educación. Por estar en un mismo resguardo, su escuela no cuenta con reconocimiento oficial de las autoridades educativas. El maestro Wilington Chica trabaja como voluntario, con aportes de la comunidad. “Veía que todo lo que había conseguido se iba acabando, la ropa, los zapatos, pero no presto atención a eso. Si me pongo así dejo la escuela. Sigo adelante por los niños”, reflexiona. Quiere evitar que la identidad de su pueblo desaparezca.
Para ayudar a preservar las prácticas ancestrales, el CICR adelanta un proyecto para fortalecer la producción de aceite de palma de milpes y mejorar la seguridad económica y alimentaria de las familias. “A través de la comercialización, pueden tener mayores ingresos, pero también reforzar sus tradiciones y resiliencia”, subraya Leyva, la delegada de la organización.
El Comité Internacional de la Cruz Roja llega hasta territorios donde pocos tienen acceso por la neutralidad e independencia que le permite acercarse a las partes en conflicto. La Teófila, donde los indígenas de la Amazonía batallan contra la indiferencia y el olvido, es uno de esos lugares. “Nuestros abuelos se exterminaron en silencio, por eso ahora queremos ser visibles para que nos conozcan”, asegura Moisés Chica. Mientras tanto, Jhiber, el chico que ha guiado a los visitantes, toma la cámara de video para registrar las danzas con la voz de la última hablante makaguaje de fondo. No se resigna a abandonar sus raíces en la debilidad de la memoria.
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