Una guerra que no ha acabado
En torno a las seis de la mañana, los últimos efectivos de la cuarta brigada Stryker de la II División de Infantería del Ejército estadounidense, con base en Abu Ghraib, salieron de Irak. Siete años y cinco meses después del comienzo de la invasión y, sobre todo, 4.419 militares muertos después (según datos del Pentágono) y un número indeterminado de iraquíes que se puede medir en decenas de miles de víctimas, ha comenzado la retirada de las tropas de combate. "¡La operación Iraquí Freedom ha terminado!", exclamó el coronel John Norris nada más cruzar la frontera con Kuwait, según el relato del periodista empotrado de The Washington Post. "!Hoooah¡", le replicaron los soldados con su grito de combate.
Atrás quedan la batalla del aeropuerto de Bagdad, en la primavera de 2003, el desmantelamiento del Ejército iraquí y del Partido Baaz -gobernante del país durante casi cuarto décadas-, el falso rescate de la soldado Lynch, el caos de los saqueos, las sucesivas batallas de Faluya, las torturas en Abu Ghraib -prisión de Sadam reconvertida en cárcel militar-, la voladura del santuario chií de Samarra (2006) que desencadenó una guerra civil entre las dos confesiones del Islam, las rebeliones del Ejército del Madhi, la base española en Diwaniya, el incremento de tropas (surge) ideado por el general Petraeus que logró calmar la situación. Y queda una guerra que empezó con unas mentiras sobre las armas de destrucción masiva de las que ya casi nadie se acuerda. Porque hay frentes en los que las guerras nunca terminan.
"La guerra ha terminado para ti, amigo mío', dijo Kauzlarich. Y de todas las cosas que había dicho en la vida, jamás nada había parecido menos cierto que aquello". Ralph Kauzlarich es el teniente coronel del Ejército de EEUU que protagoniza uno de los libros más impresionantes sobre el conflicto, Los buenos soldados, del periodista de The Washington Post David Finkel, que Crítica publicará en septiembre. Finkel sigue durante el año 2007 a un batallón de combate en Bagdad en plena ofensiva. Y relata la guerra real, la de los soldados despedazados por los bombas de carretera, la de los heridos que nunca se recuperarán, la de los correos electrónicos que llegan preguntando si hacen falta más bolsas para cadáveres.
"Mientras el 4 de septiembre en la base de Rustamiyah todas las noticias giraban en torno a tres soldados muertos y un cuarto que había perdido ambas piernas y a un quinto que había perdido ambas piernas y un brazo y la mayor parte de su otro brazo y tenía quemaduras graves en todo lo que quedaba de él, en Estados Unidos las noticias no giraban en torno a eso. Allí las noticias eran todas macro en vez de micro", escribe Finkel. Esos soldados cansados y despedazados, física y moralmente, también protagonizan La guerra eterna, del enviado especial de The New York Times Dexter Filkins. En sus crónicas aparece el fósforo blanco lanzado sobre Faluya, el sonido de los morteros, la destrucción sin fin y sobre todo el caos que devoró durante dos años el país en una orgía de violencia sectaria mezclada con violencia común.
"Los norteamericanos ya no entraban en muchos sitios en Bagdad. Bagdad era una ciudad que estaba muy próxima a la anarquía total, en la que cada día secuestraban a treinta o cuarenta iraquíes. A menudo las víctimas eran niños, a menudo les mataban. Era un mundo de pesadilla", escribe Filkins sobre Irak en el año 2006.
George W. Bush ya había decretado el final de las operaciones de combate el 1 de mayo de 2003. Aquello parece hoy una broma de mal gusto, sobre todo porque sólo tres días después comenzaron las primeras acciones de resistencia en Faluya, cuando esta ciudad sólo era un lugar en el que había que tener cuidado con los asaltos de carretera y no el epicentro del triángulo suní. Entonces Abu Ghraib era una prisión abandonada, símbolo del terror bajo Sadam, que recorrían los últimos saqueadores, capaces de llevarse los retretes del corredor de la muerte favorito del dictador iraquí. Nadie imaginaba hasta qué punto llegarían a torcerse las cosas, hasta qué punto la violencia destruiría este país. Un atentado esta semana provocó decenas de muertos en Bagdad recordando que el terrorismo sigue allí.
Y ahora, a través de los heridos, la guerra se quedará también en Estados Unidos, como permaneció la de Vietnam. En un momento de Apocalypse Now, el capitán Willard interpretado por Martin Sheen dice mientras se adentra con su barco en la selva: "Lo único que querían los muchachos era volver a su hogar. Pero yo había vuelto y sabía que ya no existía". Ha comenzado la retirada de las tropas de combate, pero nada volverá a ser igual. Tampoco en casa.
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