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Columna
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Día del Padre: que papá no se entere

La figura del progenitor en el Mediterráneo es la de un personaje bastante torpe, marginal e inútil que no sabe manejarse en el espacio doméstico

Belén viviente de Alcorcón (Madrid).
Belén viviente de Alcorcón (Madrid).CLAUDIO ÁLVAREZ

Más que el Día del Padre, tendría sentido celebrar el día mundial de padre o el día del orgullo paterno. Quedaríamos así los padres reflejados en categoría precaria y reivindicativa, víctimas como somos del complejo de San José.

Me refiero al papel accidental que representa el carpintero en el portal de Belén. Es un padre alquilado, un figurante sin linaje divino y un antecedente que explica la posición gregaria del padre en la cultura mediterránea. Provenimos los padres de un santo cabestrón al que han prestado el halo para no deslucir la iconografía metafísica.

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Es la paradoja de la cultura machista. El hombre abruma con su testosterona, sus manazas y sus privilegios, pero el padre se resiente de una posición embarazosa en el espacio doméstico. Se lo leí al escritor François Caviglioli en un libro bastante original que matizaba la diferencia entre reinar y gobernar. Por eso decía que el patriarca bíblico, el pater familias latino, el sultán otomano, el capo siciliano, el señorito cordobés, carecían de prestigio y hasta de atribuciones en los inescrutables espacios domésticos. No digamos ya en los matriarcados mediterráneos ni en la prolongación de Nueva Jersey que representa el caso de Tony Soprano.

El padre es la víctima experimental de la pinza que le proporcionan las alianzas materno-filiales a costa de la aureola de hojalata que concede la tradición a la figura testimonial de Don José. Sus atributos, los del santo, valen tanto como los de la mula y el buey, criaturas ambas, recordémoslo, incapacitadas para procrear.

“Que papá no se entere” podría convertirse en el aforismo fundacional o recurrente de nuestros hogares. Es el contrapeso de las culturas metaviriles y la razón por la que los padres del Mediterráneo, de Algeciras a Estambul, como canta Serrat, hombres solos en compañía de hombres solos, se entretienen en el ágora, en el foro, en los cafés y en las tabernas portuarias, esperando que los niños se vayan a la cama, retrasando el momento de quitarse el disfraz de superhéroe en el umbral del hogar, o cruzándolo de puntillas. Una vez dentro de la extraña fortaleza, el padre, como le sucede a San José en la claustrofobia del establo, se desempeña con extraordinaria torpeza, expía el absentismo con las miradas recriminatorias, ignora los códigos familiares, se desplaza sin brújula, escapa a comprar cigarrillos cuando puede -incluso cuando no fuma-, castiga a destiempo a la prole y la premia sin razón, incluso se expone a la emboscada parricida con que el mito de Edipo se arraiga en nuestra cultura.

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