Desarrollo, juventud y revuelta
En Túnez, en Egipto y también en otros países de su entorno, las demandas de carácter social y económico se han ido transformando en demandas políticas. Dignidad es una de las palabras que ha estado en boca de los manifestantes estos días y que aglutinaba este sentimiento de frustración colectiva.
En este proceso de contestación se ha forjado una alianza de facto entre unas clases populares, cada vez más frustradas por el aumento de precios y la precariedad laboral, con unas nuevas generaciones de jóvenes urbanos pertenecientes a clases medias y medio-altas, hartos de constantes limitaciones en sus libertades individuales y de las escasas perspectivas de promoción social. Esta amalgama ha sido un factor poderosísimo para sacudir los cimientos de unos regímenes asentados durante décadas en el poder.
Los Gobiernos tienen ante sí el reto de responder a las perspectivas de empleo y desarrollo personal de la juventud
Además de una brecha social (véanse los aumentos en el índice de Gini) y de una brecha política (todos los países de la región suspenden los test democráticos y cunde el hastío hacia la clase política), en estos levantamientos populares observamos una brecha generacional. Los jóvenes que estos días se han manifestado y también aquellos que lo han retransmitido desde sus cuentas de Facebook y Twitter tenían un enemigo común: unos regímenes autoritarios, personalistas y envejecidos.
Esto contrasta con la juventud del resto de la población. Actualmente, cerca del 60% de la población en Oriente Próximo y el norte de África tiene menos de 30 años y la edad media ronda los 25. En algunos casos extremos, como Yemen, se sitúa en los 19. Buena parte de los que han hecho caer a Mubarak y Ben Ali son hijos del boom demográfico que se produjo entre mediados y finales de los ochenta.
Cuando nació esta generación, algunos analistas la calificaron como una "bendición". El incremento de mano de obra era visto como un bono demográfico que reduciría las tasas de dependencia y facilitaría el despegue económico. Para ello, era necesario capacitar a esta nueva generación dotándola de una buena educación y habilidades. Si miramos las cifras, constatamos que en 30 años el analfabetismo entre los jóvenes norteafricanos y de Oriente Próximo se redujo drásticamente (del 42% al 10%). También en materia de escolarización y acceso a la universidad ha habido mejoras notables.
Sin embargo, quienes creyeron que eso era suficiente pasaban por alto que además de generalizar y facilitar el acceso a la educación hacía falta que esa juventud se adecuase a las necesidades del mercado de trabajo y a un proceso de apertura económica hacia el exterior. Tampoco atinaron en reparar que para que no se llegase a los actuales niveles de paro juvenil, sería necesario diversificar las fuentes de crecimiento económico. Algo especialmente difícil en sistemas rentistas (aunque no todas las economías árabes lo son), si no hay suficiente seguridad jurídica para las inversiones extranjeras o si las élites gubernamentales favorecen a los sectores especulativos en detrimento de la economía productiva.
Tres décadas después del nacimiento de estos jóvenes, muchos países de la región tienen un mercado laboral distorsionado: altos niveles de desempleo juvenil, un sector público sobredimensionado y mal remunerado y altas tasas de precariedad y economía informal. A pesar del crecimiento económico experimentado en la zona a lo largo de los últimos 20 años, superior al 4% anual en promedio, este ha sido insuficiente para absorber la gran masa de jóvenes que, año tras año, han ido ingresando en el mercado laboral. Estadísticas de la Organización Mundial del Trabajo señalan que el desempleo juvenil es superior al 25%, destacando los casos egipcio y tunecino, ambos por encima del 31%. De entre los parados la gran mayoría son jóvenes de entre 20 y 29 años, y en algunos países, como en Egipto o Marruecos, suponen más del 70% del total. Hubieran sido perfectos candidatos para la emigración si las puertas de Europa, del Golfo o de las economías emergentes estuvieran abiertas.
La falta de oportunidades laborales para los más jóvenes también puede achacarse a una economía en manos de unas élites envejecidas que han promovido un marco regulatorio que dificulta el acceso a nuevos mercados y la apertura de nuevos negocios si no cuentan con el beneplácito del poder. A la hora de progresar económicamente han sido las conexiones con el régimen y no las capacidades o la innovación lo que garantizaban el progreso y el ascenso social.
Los Gobiernos que surjan de los cambios políticos habidos estas semanas y otros que estén dispuestos a hacer reformas tienen ante sí el reto de dar respuesta a las perspectivas de empleo y desarrollo personal de su juventud. Además de las reformas políticas y del desmantelamiento de sistemas corruptos y represivos, será necesario recuperar la confianza internacional en sus economías, que vuelvan a atraer el turismo -que ahora busca destinos más tranquilos-, garantizar una mayor cohesión social y sentar también las bases para una política económica que corrija las disfunciones del sistema productivo y del mercado de trabajo. No es tarea fácil; nadie dijo que lo fuera. -
Íñigo Macías-Aymar y Eduard Soler i Lecha son investigadores principales del CIDOB.
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