Un fenómeno europeo
Si rebuscamos entre los escombros dejados por el enorme volumen de votos a favor de Jean-Marie Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, nos encontramos al menos con tres importantes fragmentos de albañilería política que conviene rescatar y estudiar.
En primer lugar, aunque las características peculiares del sistema electoral y la política democrática en Francia han contribuido al resultado, el voto a favor del extremismo populista es un fenómeno europeo, no específicamente francés.
Para abordar esta cuestión es necesario contar con dirigentes firmes y honrados. Sermonear a los votantes sobre sus pecados electorales es contraproducente. Otra cosa muy distinta es articular una visión generosa de la ciudadanía.
La izquierda no debe pensar que tiene el monopolio de la virtud en lo que respecta a las relaciones comunitarias y la igualdad social. Cuando dice a sus partidarios tradicionales que la preocupación por el imperio de la ley es despreciable y conservadora, lo único que consigue es hacer que huyan en masa.
Los políticos de la derecha, por su parte, deben asegurarse de que hay una separación clara e infranqueable entre la defensa que ellos hacen de la nación, la responsabilidad cívica y los derechos individuales, por un lado, y la xenofobia y el racismo descarado de los extremistas, por otro. Deben ser los primeros en denunciar la idea de que el crimen tiene señas de identidad raciales, y deben aportar más imaginación y capacidad de dirección al debate sobre la polarización social. ¿Por qué no puede ser la derecha más convincente en la lucha contra la pobreza?
Ahora bien, en todos los distintos aspectos, el punto fundamental es el mismo: si el debate político se aparta de los principios y las ideas, si se convierte en una mera muestra de marketing para el consumo, el extremismo y las soluciones simples y agresivas se adueñarán del terreno. Cuando los políticos demócratas no tienen nada que decir, o ignoran los problemas que preocupan verdaderamente a los votantes, otros ocupan los micrófonos.
La segunda lección que nos da el terremoto electoral de Francia es la necesidad de vincular el debate político a las ambiciones y los intereses de la mayoría de los ciudadanos. También ésta es una lección importante en el ámbito europeo, ahora que debatimos las estructuras para administrar la soberanía compartida.
Es un debate rodeado de una corrección política nada atractiva. Para ser buenos europeos, nos dicen, debemos ser partidarios de 'más Europa'. Si alguien habla en contra de esa propuesta, se le trata con desaprobación y se le dice que carece de visión.
Sin embargo, el verdadero reto político al que se enfrentan los dirigentes europeos es convencer a la gente de que todavía es posible que los asuntos que se abordan -o deberían abordarse- en el ámbito europeo estén sometidos al control democrático necesario. Desde un punto de vista racional, los votantes quizá aceptan los argumentos para compartir la soberanía, pero no quieren que 'una unión cada vez más estrecha' signifique 'unas naciones-Estado en constante disminución'. El intento de proyectar amor y lealtad en un lienzo muy grande olvida que, la mayor parte del tiempo, nuestra vida la rigen lealtades más próximas a nosotros.
Para llevar a cabo la tarea fundamental del orden liberal, explicada por Tocqueville, debemos conseguir que tanto hombres como mujeres acepten el deber de gobernarse a sí mismos. Y eso necesita una política conocida y razonable, no una burocracia distante y aséptica.
En tercer lugar, tenemos que hacer frente a la acusación de que la globalización amenaza nuestros valores y nuestra seguridad.
Es absurdo estar contra la globalización. Es como estar contra el tiempo. Pero la globalización no tiene por qué desembocar en injusticia social.
Los mercados mundiales deben ser más justos para los países pobres. Es irónico que algunos de los proteccionistas más fervientes de Europa, por ejemplo en la agricultura, reciban elogios por ser amigos del mundo en vías de desarrollo y sus defensores de las ONG, sencillamente porque critican la globalización. Mientras que, a menudo, los inmigrantes pobres de nuestras comunidades viven en Europa porque en sus países de origen tenían negado el acceso a los mercados desarrollados.
La globalización no significa una aceptación incondicional del modelo económico y social de Estados Unidos. Éste es un país que tiene mucho de admirable, y su forma de trabajar produce seguramente mayores índices de crecimiento. Pero en Europa hemos aprendido a dar más importancia a la responsabilidad comunitaria; lo que, a veces, llamamos solidaridad. Pagamos un precio por ella, pero nos sienta bien. El resultado es una sociedad más amable, aunque quizá menos vibrante.
No digo que un modelo sea mejor que el otro, sólo diferente. Tal vez, si lo reconociéramos así en Europa -sin rendirnos ante los proteccionistas económicos y culturales-, seríamos capaces de abordar nuestros retos sociales con más coherencia y cultivar una relación más próspera y digna con Estados Unidos.
Confío en que no hagamos 'como si no hubiera pasado nada' después de las elecciones en Francia. Toda Europa necesita reflexionar sobre cómo lograr que la lucha de ideas sustituya al marketing político y cómo conectar mejor con las verdaderas preocupaciones de la gente.
Chris Patten es comisario europeo de Relaciones Exteriores.
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