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Los campesinos armados avanzan hacia el sur

La Alianza contra los talibán recluta nuevos guerrilleros y asegura que el ataque a Kabul es ya inminente

Ramón Lobo

En el valle del Panchir, la actividad es febril: camiones de fabricación rusa cargados de campesinos armados se dirigen al sur, hacia la línea del frente, a las localidades de Charikar y Bagram, donde la Alianza del Norte comienza a acumular hombres para lanzar una ofensiva sobre Kabul. En las aldeas se ha decretado la movilización. Cada pueblo decide el modo del alistamiento y el número de personas enviadas al frente. En Paryán, por ejemplo, se ha movilizado a 120 en una aldea de 4.000 habitantes. Gentes como Hafez, de 24 años, están convencidas de que la ofensiva sobre la capital es inminente, 'tal vez este viernes', pero la realidad, tozuda desde el inicio de la crisis, no altera su veredicto: la Alianza carece de medios.

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Todos esos hombres movilizados con prisa dejan atrás las labores de trilla en sus pueblos, que se alimentan de una economía de subsistencia en un país desarticulado por 20 años de guerra, se mueven con armas viejísimas: fusiles y alguna ametralladora oxidada, que parece incapaz de disparar un solo tiro. No fue posible descubrir en esos volquetes piezas de artillería o lanzagranadas. Lo más moderno, además de algún uniforme, fueron los neumáticos de los camiones, también de fabricación rusa. Gracias a ellos pueden moverse por escarpadas y estrechas carreteras de tierra en las que la velocidad media no supera los 10 kilómetros.

Tras recorrer los 250 kilómetros que separan Fayzabad y el corazón del Panchir, y que lleva dos días interminables de maratonianas jornadas de carretera, uno comprende la imposibilidad de conquista de este país, sólo desierto, polvo, arena y pueblos de adobe difuminados.

Los milicianos de la Alianza, sin grandes medios militares, sólo tienen una posibilidad real de éxito: estar preparados, cerca del frente, para lanzar una ofensiva final sobre Kabul sólo en el caso de que los continuos bombardeos de aviones estadounidenses logren al fin derribar las defensas talibán.

Hafez, aferrado a un aparato de radio, escucha el servicio exterior de Radio Teherán cada hora. Trata de informarse. A su lado, un grupo de cabezas cubiertas con el pakol tayiko o turbantes, se gira a cámara lenta en la penumbra, siguiendo el movimiento del sonido. '¿Sabes dónde están lanzando la ayuda humanitaria?', pregunta Hafez con inocencia. 'Es que por aquí, en el Panchir, también la necesitamos'. Ese valle, castigado por la sequía que sufre Afganistán desde hace cuatro años, alterna los paisajes lunares de una enorme belleza, pero casi inhabitables, con pequeñas huertas a la vera de los ríos, donde los campesinos se doblan como insectos para arrancarle a la tierra algún producto comestible. No hay comercio ni trueque, sólo subsistencia cotidiana.

Ahwad Javed ha sido de los últimos en cruzar la línea del frente, que desde ayer está cerrada al norte de la capital afgana. Huyó el domingo, unas horas antes del inicio de los ataques estadounidenses. Acaba de alcanzar, tras dos jornadas a pie, la aldea de Paryán, en el valle del Panchir. 'Los talibán han reforzado sus posiciones en Kabul y realizan registros indiscriminados en casas y barriadas a la caza de seguidores de Masud', jefe militar de la Alianza del Norte, asesinado el 9 de septiembre. 'Los que somos de la etnia tayika corremos riesgos; nos consideran sospechosos de ser parte de la oposicion', asegura. 'La salida de Kabul fue complicada. Nos quisieron convencer de que lo mejor era regresar a casa. Decían: 'No habrá ataques; nosotros somos fuertes y podemos defender el país'. Después registraron nuestras pertenencias y nos quitaron el jabón y las cosas de valor'.

Javed se siente feliz de poder contar su historia; aprovecha la llegada de los periodistas para invitarles a dormir en su casa y sonsacarles alguna llamada gratis a través del satélite a sus parientes de Pakistán o Londres. 'Es que ellos no saben que hemos logrado salir de Kabul y que nos encontramos todos bien'. La casa de Javed es cómoda: el techo no filtra la lluvia, es calurosa y dan té cada cinco minutos. El único inconveniente son los 20 amigos de Javed que, sentados enfrente y a mi lado, husmean el final de esta crónica sin quitarme los ojos de encima.

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