El recuerdo de otro Afganistán
Farzana, una refugiada en España, narra la vida en su país antes del exilio, cuando las mujeres podían votar, estudiar y no estaban obligadas a cubrirse
La vida de Farzana dio un giro de 180 grados un 25 de abril de 1992. Una trayectoria feliz pasó a ser una historia de angustia y desesperación, de huidas y miedos, que aún hoy perviven. Pero hasta entonces, Farzana era una mujer feliz en Kabul. Vivía en una casa de dos plantas de la capital afgana junto a sus padres y sus nueve hermanos. Su madre, una joven shií, se había casado con su padre, un militar sunita, pese a la tradicional rivalidad que existía entre ambos clanes desde tiempos inmemoriales. 'Todo un ejemplo de convivencia', dice ahora desde su casa de Madrid, sin todavía atreverse a dar su verdadero nombre.
'Todos los hermanos, chicos y chicas, estudiábamos. Mi padre no era nada machista. Al contrario, potenciaba mis cualidades y las de mis hermanas. Me llevaba siempre a visitar amigos con el fin de enriquecer nuestra vida social', cuenta con algo más que añoranza, mientras muestra una foto antigua de su padre y de su madre: 'Ves', dice señalando a su madre, 'lleva falda y medias, nada de velo'.
'Lloraba mirando la ropa del armario, con la que me vestía un día antes y que ya no podría volverme a poner'
Farzana sonríe cuando recuerda su niñez y su juventud: las reuniones con sus amigas, sus salidas al cine... 'Algunas mujeres iban a las discotecas, nosotras no estábamos todavía tan liberadas, pero la música de los bares invadía las calles', cuenta. Se parte de risa cuando recuerda a las afganas cantando y bailando en los programas de televisión: 'Tengo una cinta grabada', confiesa como quien tiene un secreto.
Corrían los años ochenta, el Ejército ruso había invadido Afganistán: 'Aunque nosotros no lo notábamos mucho al principio, salvo en el jolgorio de las calles y en la tele. Pero cada vez más, las costumbres de los rusos empezaron a enfrentarse a las de los musulmanes afganos. Llegaron a quemar mezquitas y los musulmanes pensaban que Dios iba a enfadarse. Y así empezó todo...'.
Así se formaron las guerrillas, de una y otra tribu, 'unidas para combatir a los comunistas'. Guerrillas alimentadas con armas de EE UU y guerrilleros formados por saudíes y paquistaníes. Un cóctel que primero sirvió para expulsar a los rusos de su territorio (1989), pero que después ha condenado al pueblo afgano al terror y la miseria de una guerra civil.
'Empezó a ser difícil estudiar, y viendo que las cosas se ponían feas me fui a Teherán (Irán) a terminar la carrera de filología persa. Lo que me esperaba a la vuelta era aún peor'.
Día 25 de abril de 1992. La guerrilla afgana de los muyahidin toma los puntos estratégicos de Kabul. La mirada de Farzana se llena de pronto de tristeza y resignación, pero empieza hablar precipitadamente: 'De un día para otro nos dijeron que no saliésemos de casa por seguridad. Pensábamos que era cuestión de días', recuerda. Pero no: 'La música de las calles, tomadas por hombres armados, fue sustituida por ruidos de disparos y de carros blindados; en la ciudad había hogueras en las que quemaban los televisores y las radios que nos habían obligado a sacar de las casas. Y empezaron las prohibiciones: las mujeres no podíamos ser vistas sin estar cubiertas con una burqa o una sabana con agujeros, en su defecto, y no podíamos salir sin un hombre de la familia, ya no podíamos estudiar... Después de haber tenido derecho al voto (1964) y de que fuese voluntario el velo (1959), bajo el reinado de Zahir Shah -ahora, con 86 años, dispuesto a volver para restablecer el orden-. Pasaba ratos llorando delante de mi armario mirando mis camisas, mis faldas, mis zapatos de tacón, toda la ropa con la que me había vestido hasta el día anterior y que 24 horas después no me podía poner. Una pregunta me atormentaba: ¿Por qué? Pero no podía hablar, cualquier cosa podía servir para que te acusaran de comunista y te mataran. A mi padre lo metieron en la cárcel, por aquel entonces llena de personas de categoría. Muchos hombres murieron por defender a sus mujeres, que quedaron viudas', calla y pone los ojos en blanco, como si la enumeración fuese interminable.
Y lo es. Habla y habla, cuenta lo guardado durante años. Y repite un dicho de su madre que ha marcado su vida: 'Es injusto callar la boca, pero vives'.
Farzana sufrió el acoso de los muyahidin. Los continuos registros y desvalijamientos de su casa. 'Se llevaron hasta a mi hermano', dice, y asiente para sí como quien no termina de creérselo. 'Entraban y disparaban con sus rifles en las habitaciones. La mía estaba llena de agujeros. Todo en nombre de un islam que no es el nuestro. Yo soy musulmana creyente, no practicante', dice queriendo romper la imagen fánatica que recae sobre ellos. 'Bin Laden es un diablo', agrega.
En la época de los muyahidin, anterior a la llegada de los talibán, Farzana era una mujer casada y madre de dos niños pequeños. Pero también era una mujer rebelde, cansada del encierro y el miedo, que sólo pensaba en huir: 'Había que decidirse pronto, cuanto más esperásemos más nos costaría salir. Lo planeamos todo: vendimos la casa. Nos llevaríamos a los niños. Si moríamos lo haríamos juntos', dice cargada de coraje.
Y huyeron. De noche. 'Con la burqa negra para no ser vistos'. Con los niños dormidos y en brazos para que no hiciesen ruido. Con sus documentos cubriendo los biberones de los bebés, en forma de envoltorios. Con las sortijas de oro en los calcetines y clavadas en los pies. Y pagando, siempre pagando a policías corruptos. Y andando, siempre andando.
Llegaron a Peshawar (Pakistán), desde donde llamaron a casa: 'El niño que tenía fiebre está mejor', informaron por el auricular. Era la frase en clave que indicaría a los suyos que estaban bien.
Durante tres meses alquilaron una pequeña vivienda. Mientras, el marido de Farzana llegó a Islamabad 'y se metió en la primera embajada que vio: la española', cuenta ella. Con los papeles que habían pasado por envoltorios de galletas y biberones, consiguieron que les concediesen el visado. Compraron un billete de ida y vuelta y llegaron a Madrid, casi sin dinero y buscando la ayuda de las ONG.
Sólo hay 26 afganos en España. Farzana y su familia viven en Madrid hace años, pero las secuelas de su historia están presentes. Recibe amenazas de muerte por teléfono en inglés y en español 'con acento extranjero', que ha denunciado a la policía. Es una persona asustada y celosa de su intimidad: 'Cuento mi historia porque quizá pueda ayudar así a las mujeres de mi país, me siento obligada a ello, pero no más'. Su mirada es la de una mujer que vio el mundo desde una celda de tela. Y, aunque nunca volverá a ponerse una burqa salvo para entrar clandestinamente en su país, mantendrá su rostro oculto. Quién sabe hasta cuándo.
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